Ilustración. / Félix M. Azcuy
Ilustración. / Félix M. Azcuy

La interrupción anunciada

No hay como querer trabajar “a full”, dedicarte por completo al documento que debes entregar, sin interrupciones que te desvíen del objetivo, para que ocurra todo lo contrario. Es como cuando lavas entre semana, para adelantar y tener libres el sábado y el domingo; pero no importa si es martes, miércoles, jueves… ni si acaba de amanecer o recién comienza la tarde, en cuanto terminas de tender la ropa, las nubes se cargan de energía negativa contra tus propósitos y puede que hasta aparezcan truenos como sonido ambiente para “amenizar” la puesta en escena.

Así mismo es trabajar desde la casa, al menos en este barrio, donde la gente cree que sentarte frente a la computadora, con una cuartilla en blanco, y producir ideas es como amasar croquetas; aunque, ahora que lo pienso mejor, quizás sí, porque las ideas andan escasas, tanto como la harina de trigo. Por eso, antes de encender la laptop, aunque sea bien temprano y no me haya sentado a desayunar, sé que alguien tocará a la puerta o voceará desde el jardín.

¡Ah, pero si ese llamado siempre fuera como el de hoy! Antes de las siete, tocó a la puerta mi vecina más integral, que lo mismo me dice quién vende café de aaafueeera, que me hace las croquetas para un cumpleaños o que, como esta mañana, me entrega un pan calentito que me hizo el favor de comprar (sin interés económico alguno, lo cual es, ahora mismo, una virtud en peligro de extinción).

Había madrugado para meterse en una azarosa cola que solo quien está jubilado se llena de valor para hacer. O también quien tiene muchísima necesidad del producto, porque hay niños en su casa y ninguna otra alternativa para la merienda escolar, o porque ese pan constituye, posiblemente, el plato fuerte para la comida de la noche. Dice mi vecina que en la cola de la panadería se conoce a quien posee la evidente intención de la reventa, más saludable que el deporte nacional. Y luego uno lo confirma cuando pasan pregonando por el barrio, a viva voz, “el pan, el pan”, cuatro veces más caro que su precio original.

Desde el umbral, ella sonríe y extiende el alimento, que agradezco más de una vez antes de cerrar la puerta. No es lo mismo comerse la humilde bolita nuestra de cada día (salvadora, por cierto) que esta flauta brillante de la que ya casi no tenía memoria. “El día ha comenzado muy bien”, pienso y, treinta minutos después, me dispongo a trabajar por tres horas ininterrumpidas. ¡Qué ilusa!

—¡Liudmilaaaaaaaaa! —grita una voz masculina harto conocida.

Salto del susto frente a la computadora, pero continúo escribiendo las tres palabras que siguen para completar la oración: corro el riesgo de que se me olviden si no las tecleo con rapidez.

—¡Liudmilaaaaaaaaaaaaa! —insiste con un tono más alto desde los bajos del edificio el mensajero que está seguro (no entiendo por qué) de que estoy en casa, a pesar de tener la ventana del balcón cerrada.

Termino de teclear, respiro hondo y me asomo:

—Dime, Romeo —le voceo al hombre, que suelta la carcajada bonachona a causa del nombrete, antes de responderme.

—Llegaron los huevos. Tírame treinta y tres pesos.

—¿Cuántos trajeron?

—Cinco por persona, mamita.

Le lanzo dos billetes que envuelven las tres pesetas, suelto alguna ocurrencia y me despido rápidamente del Romeo mensajero para retomar mi escritura. Intento concentrarme en lo que estoy contando en la cuartilla casi desnuda de palabras, cuando suena el teléfono. Lo dejo ronronear varias veces, pero como desde el otro lado de la línea alguien tiene el don de la persistencia, decido responder.

—¿Dígame?

—Vecina, sacaron pollo y cigarros en el Cupet —me informa con muchísimo entusiasmo—. Para los cigarros hay un pueblo; pero para el pollo, casi nadie porque ya mucha gente compró entre ayer y antier. Están mandando a buscar a los que faltan por comprar.

—Ah, muchas gracias —digo sin demasiada emoción.

—¿Vas a ir? Dale, para irme contigo.

—No puedo, estoy trabajando.

—Cómo trabajando —me reclama—. El “limpiao” y el “fregao” se pueden quedar para después. ¿Tú eres boba, muchacha?

¿Para qué decirle que el trabajo está en la computadora, frente a una cuartilla que espera? Los toques en la puerta no me permiten explicarle. “Deja ver qué hago”, le digo y cuelgo. Vaaaaa. Abro.

—Señora, la corriente —anuncia el cobrador—. ¿La va a pagar en efectivo o le dejo el comprobante para el Transfermóvil?

“Señora, ¡qué mal me cae que me digan señora!”, pienso y le extiendo la mano para que me entregue el papel con la astronómica cifra. Cierro y guardo la factura. Vuelvo a la cuartilla y comienzo a leer, otra vez, lo poco que tenía escrito para reconectar con la idea. Sinceramente, me entran unas ganas incontrolables de cerrar la laptop y acostarme a dormir, pero no puedo. “Firme ahí”, me digo y escribo. Diez minutos después:

—¡Liudmilaaaaaaaaa!

Ya ahí no puedo disimular el enfado:

—Dime, Rojiiiita —le grito al mensajero.

—¡Tírame la jabita para el pan! —vocea desde abajo—. Y cinco pesos, que llegó el “yogurt de niño”.

Subo la jaba con las tres bolitas nuestras de cada día halando la soga. Debo tener cuidado para que no se enrede entre los cordeles de ropa que la vecina de abajo tiene tendidos. Cierro la ventana y juro por lo más sagrado que ahora sí, llame quien llame, no voy a contestar. Inspiro, expiro, inspiro, expiro… Y comienzo a escribir otra vez. Una línea, dos, tres. Un párrafo. Y, de pronto, la laptop deja escapar un ruidito similar a un suspiro electrónico y se apaga (la batería murió hace tiempo).

En uno de los apartamentos de abajo escucho una palabrota de alguien que grita: “¡Candela, ahora sí: se fue la ‘lú’!” Inspiro, expiro, inspiro, expiro… “Verdad que el apagón estaba programado para las diez”, me digo y trato de verle la parte positiva al problema. Alisto la jaba para el pollo y bajo dispuesta a comprar lo que me toca. ¡Qué ilusa! Aún no sé que, cuando llegue al Cupet, me dirán que ya se acabó.

¿Pero ustedes no eran los que estaban mandando a buscar a quienes no habían comprado?, pregunto asombrada al tipo que, dicen, se encarga del orden, el control y la lucha contra coleros. Y él, que sí, pero que solo eran poquitos paquetes. Y que vuelva mañana, si total, hoy no es el día en que se vende pollo. Ahhh, hoy no es el día en que se vende pollo, repito como una boba y le digo: Claro, la culpa es mía, que no sé cómo funciona el negocio. Doy media vuelta y me marcho a casa, pensando, pensando. Podrán decir cualquier cosa, pero no me van a negar que esto del teletrabajo da mucho material para contar.

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2 comentarios

  1. Me sacaste dos o tres carcajadas, pero me identifico absolutamente con lo que has contado. Ya la vecina del lado me llama Anaaaa… y cuando salgo, me dice: estás en la computadora, tienes que descansar los ojos… jjjj…
    Hoy me informó que me había marcado por si llegaba algo a la bodega, pero que le habían dicho que de ocurrir el milagro será para los que no cogieron la otra vez… esa soy yo que cuando llego siempre me dicen que se acabó.
    ¡Buena crónica!

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