Ilustración./ Mirna Karla.
Ilustración./ Mirna Karla.

Los libros, la esperanza

Yamilé nos interceptó en el pasillo que conduce a la salida de la escuela. Traía los ojos relucientes y las manos cargadas de maravilla.

–Dime cuál de estos quisieras –le dijo a mi hijo, mostrándole tres libros, joyas de la literatura infanto-juvenil: La defensa de Chipre, El corsario negro y Lassie vuelve al hogar.

Adiviné cuál elegiría: ahora Lassie ocupa el espacio de privilegio que mi niño tiene en su librero para sus objetos favoritos. Días antes, ella le había obsequiado La vendedora de fósforos, una compilación de cuentos de Hans Christian Andersen, que ya disfrutábamos durante las noches.

–Se los regalo a los niños que yo esté segura los van a cuidar y a leer –explicó Yamilé, extendiendo el libro–. Eran de mi hija. Los leí yo más que ella.

No hallábamos manera a la altura de su gesto para agradecerle. Allí, en medio del pasillo, madre e hijo parecíamos hipnotizados frente a la auxiliar que, cada tarde, se ocupaba de velar por la seguridad de los niños a la salida de la escuela. Con un mohín que le restaba importancia a su propia acción, se despidió y continuó su camino por el pasillo, en busca de quién sabe qué otro niño a quien haría feliz.

Cuando te regalan un libro, no te están regalando un objeto hecho de hojas de papel encuadernadas; tampoco un cúmulo ordenado de palabras y frases que tienen un orden lógico. Cuando te regalan un libro te están poniendo enfrente un boleto gratis hacia lo desconocido, te ponen delante la oportunidad de salirte del espacio físico en el que habita tu cuerpo para vivir otras vidas y experimentar nuevas sensaciones. Del Ártico al cosmos, de la vida en el Periodo Cretácico al interior de las computadoras, de los barcos piratas al mundo de las brujas y los duendes, del sabor del chocolate al jugo hipnótico de las frutas prohibidas. Cuando alguien deposita un libro en las manos de un niño, le está mostrando un universo de posibilidades. La lectura le pone alas a la infancia y elimina los límites del horizonte. Regalar un libro es ofrecer un/otro mundo.

Pero cuando alguien obsequia un volumen que ha formado parte de su librero, que ha hojeado y manoseado, quizás hasta con líneas marcadas entre párrafos para recordar alguna idea, está extendiendo sus propias vivencias a la persona escogida; le está regalando, junto al volumen, otro valor. El valor del uso. Cuando mi entrañable amiga Chely le entregó aquel cuaderno de tapa dura a mi hijo, no nos dijo qué hizo Vitico con él durante su infancia, de dónde vino o cuánto le costó. Ofreció una parte importante del aprendizaje de su niño, nos entregó Rodando, rodando… (Editorial EDAF) con las huellas de los primeros garabatos de su pequeño, marcados con lapicero para siempre en algunas páginas. Gracias a esa curiosa edición española, leímos en versos cómo reconocer cada medio de transporte. Nadie sabe a quién pertenecerá un día, cuando decidamos que es tiempo ya de dejarlo volar.

Hay que hacer espacio en los libreros para otras vidas envueltas en papel, aunque nos resistamos a la idea de despedirnos de lo que nos ha hecho feliz. La felicidad es mejor si puede compartirse. A veces, las soluciones también. Cuando Marcos ya no tiene miedo (Ediciones SM) llegó a casa, gracias a la generosidad de Esther, otra genia-amiga, nuestro pequeño soñador apenas tenía cuatro años. En la oscuridad del cuarto imaginaba monstruos, detrás de la puerta y debajo de la cama, tal y como le sucedía al protagonista de la historia.

No sé si a su hija Carolina, para quien está dedicado el libro con la letra redonda de la autora, le habrá sucedido lo mismo. Solo puedo dar fe de que, mientras leíamos las peripecias narradas por Roser Rius, hablábamos del miedo con facilidad, como algo natural y que puede vencerse.

Me resulta difícil encontrar una razón válida para quien destruye sus libros, o los que ha heredado de un familiar emigrado a cualquier otro mundo. ¿Por qué extraño egoísmo alguien botaría decenas de volúmenes a la basura, negándole la posibilidad de un nuevo encuentro, de la sobrevida en manos de otro lector?  

Se me antoja pensar que hemos de establecer sitios seguros a donde llevar los libros cuando ya no los necesitemos; quizás debamos llenar las cafeterías, los aeropuertos, los hospitales, los caminos… de espacios a donde la gente pueda dejarlos como obsequio al que venga detrás. Hay que devolverle a la gente la necesidad de leer. En medio del caos diario, de la economía abrumadora y la violencia social, mientras alguien sostenga un libro entre sus manos, habrá una esperanza. Los libros salvan.

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