Foto. / Archivo de BOHEMIA
Foto. / Archivo de BOHEMIA

Náufragos en medio del Cauto

Un sobreviviente del huracán Flora, que azotó con fuerza las provincias de Oriente y Camagüey del 5 al 9 de octubre de 1963, recuerda que dos héroes casi anónimos, Higinio y Eufemio –como existieron muchos otros en ambos territorios– salvaron a cerca de 40 campesinos refugiados en la barbacoa improvisada de un bohío que la furia del río Cauto pugnaba por arrastrar


Oscar Naranjo Escobar recuerda el infierno que viviera en octubre de 1963, junto a 38 personas más, cuando el ciclón Flora sacó de su hondo cauce el indetenible aluvión de agua turbia del río Cauto, en una zona abrupta de la antigua provincia de Oriente, donde vivía con su familia cuando él tenía cinco años y medio.

Oscar Naranjo Escobar, a 60 años del evento climatológico de los primeros días de octubre de 1963, aceptó la invitación de venir a BOHEMIA para contar algunos sufrimientos de los campesinos de Cauto Cristo. / Leyva Benítez

Él fue uno de los náufragos de aquel huracán —de los más fuertes que han azotado a Cuba— y no ha podido olvidar aquella gran tragedia colectiva que golpeó tan duro las viviendas más pobres del campo, a solo cuatro años del triunfo de 1959.

Oscar vino a la redacción de BOHEMIA para evocar brevemente una ínfima parte de aquel tormentoso y triste episodio meteorológico que cegó la vida de algo más de 1000 cubanos: niños, adolescentes, jóvenes, mujeres y ancianos; y provocó cuantiosos daños materiales.

Su infancia transitó entre dos caseríos de la actual provincia Granma, llamados La Cañona y Rancho Alegre, en Cauto Cristo, separados entre sí por cuatro o cinco kilómetros y donde en aquella fecha estaba ubicada la granja ganadera “Jimmy Hirtzel”, más conocida por La 3.

Oscar residía, específicamente, en el primero de ambos caseríos junto a sus padres.

“Yo estaba en Los Corrales, a un kilómetro y pico de La Cañona. Tenía cinco años y medio, pero recuerdo bien aquella angustia tan dramática. El ciclón me sorprendió en la casa de mis abuelos Gliceria Díaz, Yeya, y Manuel Naranjo, viviendas de piso de tierra, paredes de yagua y techo de guano, sin luz eléctrica, radio, agua potable corriente, linterna y ni letrina.

“Antes del triunfo de la Revolución, según me explicó después mi familia, a mi padre y a Carlos Benítez, un amigo, los autorizó a hacer su ranchito, como una especie de llega y pon. El resto se construyó sin permiso alguno. Alguien se encargó de calificarlo como hecho a la cañona: ¡y se le quedó el nombre!.

Una barbacoa con 39 personas  

“El ciclón —cuenta Oscar— nos sorprendió a todos el 5 de octubre de aquel fatídico año, con un tremendo golpe de agua. Como un tsunami caribeño. El río Cauto tomó desprevenida a toda la gente. La avalancha de agua no dio tiempo a nada. Allí se ahogaron muchas personas, en lugares muy apartados, lejanos de los poblados, de las calles y casas de las zonas urbanas, algunos abrazados para no ahogarse solos, o tal vez tratando en vano de no morir.

“El súbito fenómeno nos atrapó y vi que mis familiares y vecinos del monte no sabían qué hacer. Corrimos todos para la casa más alta, la de un tío mío, Nono. Un total de 39 personas de solo dos o tres familias subió a una barbacoa improvisada y sujeta a las propias vigas del bohío.”

Algunos se comieron una chiva medio viva

La gente allí conocía los ciclones, pero no aquel espanto horroroso surgido no se sabe si del cielo o de la tierra. El poderoso huracán estuvo asediando de modo implacable cinco días con sus cinco noches.

“¡Y nosotros, casi sin probar un bocado de alimento! Lo digo así porque en verdad solo se pudo subir para allá arriba una chiva medio viva y una gallina muerta, pero eso fue como al tercer día de terror y de hambre. No hubo tiempo de coger alguna vianda, ni de llenar un pomo con agua limpia, o cargar con un jarro o un caldero. En el ciclón Flora el espanto no tuvo medida. Recuerdo la vieja palangana colgada del techo del bohío donde alguien echó tallos de guano, imitando algo parecido a un fogón, y trató de cocinar la chiva a medio matar. Yo por lo menos no la pude comer, otros, sí. No se sabe cómo aparecieron ¡fósforos secos! Hicieron algo parecido a un caldo sin sal, una sopa sin sopala llamo yo hoy, con el agua sucia que pasaba por allí en un mar de río que amenazaba con ahogarnos a todos”.

Pañuelos blancos por los huecos

El temporal les impidió dormir. Se aguantaban unos a otros, como un racimo de plátano macho, refiere. Los más jóvenes abrieron huecos en el techo del bohío y sacaban pañuelos blancos cada vez que creían oír algún ruido humano y -sobre todo- cuando se sentía volar un helicóptero.

El Ciclón Flora se recuerda como la segunda mayor catástrofe registrada en Cuba, pues sus torrenciales lluvias causaron inundaciones nunca antes vistas y la muerte de aproximadamente 2 000 personas. / Archivo de BOHEMIA)

El rostro de Oscar se sobrecoge cuando nos cuenta los detalles de esta desgracia, aunque no brota de sus párpados ninguna lágrima; pero en esos días “sí se veían en las caras de varios de los amontonados encima de aquella barbacoa el miedo”, más cuando los horcones viejos del rancho empezaron a traquear, resentidos por la fuerza del Cauto revuelto.

“El techo y la barbacoa fueron cediendo hasta inclinarse la parte más alta del rancho sobre la más pequeña, que era la cocina, recostándose peligrosamente contra ella, a punto de hundirse con nosotros dentro. Cada vez que esos troncos y palos viejos se quejaban como si fueran seres humanos acorralados, algunas mujeres y niños gritaban, mientras los hombres más fuertes y guapos daban ánimo para resistir, si bien en sus ojos se notaba el deseo de inventar cómo salvarnos.

“De pronto se apareció un vigoroso toro medio gris y blanco, que no quería morir de ninguna manera, arrastrado por el río y, por un raro instinto, empezó a entrar a donde estábamos. ¡Al parecer quería que lo salvaran! Alguien tuvo que pincharlo duro con una vara, porque el animalote aquel tan grande iba a tumbarnos el último amparo que teníamos.

“Tal vez dé risa, pero yo, muy nervioso, a ratos lo único que hacía era orinar y mirar con dolor el chorrito. Pude tomar un poco de agua con azúcar porque mi tía, para ubicarla fuera del alcance de los niños, colgó una lata del dulce grano del techo del bohío y una vez encima de la barbacoa improvisada, por suerte, nos quedó casi en la cara. Aquella lata fue una bendición del cielo”.

La abuela de Oscar lo tenía en sus piernas. Había llantos, rezos, súplicas a la Caridad del Cobre. Alguien dijo que no podíamos ahogarnos, porque éramos de Cauto Cristo y ese nombre nos iba a salvar. Oír aquello  provocó quizás que se pusiera muy mal la viejita Elvira Rosas, quien perdió el conocimiento, nos contó en detalle Oscar.

Cuando dos campesinos se llenan de coraje

Al decir de Oscar, todo aquel que se lanzaba al agua a buscar a sus familiares, perecía sin remedio. Sin embargo, los campesinos Higinio Cabrera Chaveco y Eufemio Hernández González se llenaron de coraje y en un bote grande, de madera, que habían reparado a medias y le entraba el agua, salieron a salvar personas. Uno remaba y el otro sacaba con un cubo el agua que iba penetrando. Si se hundía o viraba, podían ahogarse; sin embargo, persistieron en la voluntad de rescatar a todo el que pudieran.

Las operaciones de auxilio y rescate, encabezadas por Fidel, incluso a riesgo de su propia vida, salvaron la vida de muchos campesinos de las actuales provincias de Las Tunas, Granma, Holguín y Camagüey. / Archivo de BOHEMIA

Higinio y Eufemio eran abuelo y tío, respectivamente, de Juan Cabrera Hernández, amigo de Oscar, otro de los niños que sufrió semejante desesperación sin saber absolutamente nada de lo que en verdad estaba ocurriendo en aquellas soledades llenas de montes, trillos, guardarrayas, bohíos, lejos de las zonas urbanas.

“Los dos hombres partieron desde La 3 para ver si encontraban gente viva en Los Corrales. En el primer intento no pudieron llegar, porque la corriente del Cauto los tiró lejos, pero oyeron nuestros gritos desesperados y en un segundo esfuerzo llegaron hasta el barracón de los haitianos, cerquita de nosotros. Se taparon de la lluvia con un cuero de vaca de la granja y esperaron a que amaneciera para ver bien”.

“En aquel destartalado bote se acercaron a nuestro refugio y cargaron primero, poco a poco, a los niños y a la ancianita Elvira, que ya se había reanimado. Los llevaron para El Pozo, una casa de mampostería entre Los Corrales y Rancho Alegre, donde vivía el matrimonio de María Luisa y Tinito, antigua propiedad del ganadero Matías Sánchez.

“Cuando mi padre me pudo ver ¡no me reconoció! Tuve que decirle que yo era Oscarito. Enseguida nos dieron queque y chocolate, pero poquito. Si Higinio y Eufemio no llegan a tiempo, nos hubiéramos muertos de hambre, frío, miedo, desesperación y soledad. ¡Fue una gran hazaña de ellos! Les debemos un montón de vidas, incluso la mía.

Poco a poco, emergieron historias como las de un tío de nuestro entrevistado, Ismel Naranjo, quien metió a sus hijos en sendos sacos de yute, les dejó la cabeza afuera y los amarró del techo para que no se cayeran al agua cuando se durmieran. Otros hicieron lo mismo, pero con sábanas y cuanto trapo y pedazos de sogas encontraron.

“Muchos años después prometí hacer un libro sobre los dos héroes de aquella fatalidad –Higinio y Eufemio. Ambos fallecieron en 2005 esperando que yo acabara de escribirlo. Sin embargo, espero que estas líneas sirvan de agradecimiento a combatientes y dirigentes, pero sobre todo a campesinos como Higinio y Eufemio, que se jugaron la vida para salvar a otros en aquellas circunstancias horribles”

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