Foto./ Pastor Batista
Foto./ Pastor Batista

Pedrito, pocero en Cuba

En 1966 le hizo a su abuela el mejor regalo de su mundo: un pozo: desde entonces no ha dejado de excavar para ordeñarle a la tierra el agua que todos necesitamos


No sé si habrán sobrado quienes lo tilden de loco o consideren que no puede estar bien de la cabeza…

De lo que sí estoy seguro es que durante 58 años no han faltado quienes acudan a él, conscientes de que no hay en todo el territorio un hombre más apasionado, serio y confiable a la hora de construir un pozo.

Por ello -con 73 años de edad, según una segunda inscripción de nacimiento, ya que la primera ardió junto con la notaría donde habían asentado su nombre “un año y pico antes”- prácticamente nadie le llama Pedro González Ávila, sino Pedrito El pocero.

“Mi relación con este oficio comenzó en 1966, en Gastón de la Línea, lugar donde nací. Sucede que se me metió en la cabeza regalarle a mi abuela un pozo para verla contenta y, de paso, quitarme yo de arriba el problema de estar cargando agua como a un kilómetro de la casa. Lo fui construyendo poco a poco; me dio un poco de trabajo, es verdad, tuve que dar pico y pala siete metros y medio para abajo, pero lo terminé y dio un agua muy buena.

“Desde entonces no he dejado de hacer pozos en toda esta zona de Majibacoa, pero también en otras partes de Las Tunas, Holguín, Granma, Camagüey y hasta en Guanabo, Santa Fe y Diez de Octubre, en La Habana.

“Hasta esos lugares de la capital me trasladé en tren o por carretera, pero hacia todos los demás me he movido siempre en bicicleta”.

-¿En bici con todas las herramientas de trabajo?

“Con todas: la mandarria de 22 libras, doce pistoletes, pala, pico, azadón, barreta, roldana, cubo, soga, cámara de repuesto y bomba de aire por si se me poncha la bicicleta…”

Inseparable, fiel, esa bici ha acompañado a Pedrito por los más intrincados caminos, en busca del agua que otros necesitan tanto. / Pastor Batista.

Partidario de permanecer (mejor) callado, antes que largar una adulta exclamación, quedo mirando el curtido rostro de este hombre que, si empatara la profundidad de todos los pozos cavados a lo largo de su vida totalizaría más de cinco kilómetros, a pico, pala, barreta, cubo y pulmón, unas veces sobre tierra aparentemente noble, pero en muchas ocasiones contra irreverente piedra o material rocoso.

El dato anterior podría parecer una suposición aproximada de Pedrito; sin embargo, él mismo se encarga de puntualizar el asunto sobre la base de una suerte de libro donde consigna, con la pasión de un coleccionista, información muy precisa en torno a cada pozo que deja listo.

“Me gusta llevar todo a punta de lápiz –afirma-, nombre del propietario, lugar donde construyo, fecha de inicio y de terminación, días trabajados, a cuántos metros aparece el agua, tipo de terreno…”

En este documento Pedrito va asentando interesantes datos acerca de cada pozo construido. / Pastor Batista.
  • Pues si es así, entonces vas a tener que responderme dos o tres preguntas más… por curiosidad.

Con un gesto tremendamente noble, cuya campechana traducción verbal sería “no hay miedo, tira para acá”, el amo de las aguas subterráneas (así se me ocurrió bautizarlo una vez, muchos años atrás) sonríe y queda listo para responder.

  • Imagino que has hecho excavaciones de todas las profundidades, pero dime, ¿Cuál es la más pequeña que recuerdas?

“El pozo más bajito lo hice en la casa de Rafael La Rosa, en Bijagual: apenas metro y medio. Pero no fue el único, con ese mismo hondo terminé uno en El Ross, de Manatí, y otro en Naranjo, Majibacoa.

  • ¿Y en cuál de los terminados tuviste que dar más pico y pala?

“Ufff, en uno que hice en La Guanábana… 35 metros, aunque, no creas, en varios he tenido que bajar más de 20 metros para poder llegar al agua.”

Con la agilidad de un mozo, este septuagenario hombre baja a las profundidades con ayuda de esa soga y de sus extremidades. / Pastor Batista.

Dar con ella se dice fácil, mas es un verdadero reto a la resistencia física, a la humedad, a ese olor a tierra que se cuela por las fosas nasales, por la pupila, por los oídos y hasta por esos mismos poros, que cuando dicen voy a echar sudor para afuera no hay quien los pare.

Todo ello, sin embargo, es nada –Pedrito lo comenta con la fantástica satisfacción de un niño- comparado con el alivio que se siente sabiendo que una familia más contará con ese líquido insustituible, vital para la vida, al cual millones de personas no tienen acceso en el mundo, mientras fenómenos como la sequía se lo dificultan también a cientos, miles de cubanos, sobre todo en el entorno rural.

  • Ahora dime algo de la horquetica, por favor, para que los lectores de BOHEMIA conozcan ese don que tienes y que algunos no creen posible.

Y otra vez la sonrisa de adolescente en el septuagenario rostro. Y otra vez, también, las palabras armando el esqueleto de un hecho real:

“Muy simple. Cuando llego a un lugar para hacer el pozo le pregunto a la gente de la casa dónde quieren que lo abra. Si me lo dicen, ahí mismo empiezo. Si no tienen idea, entonces agarro una horquetica de guásima, comienzo a caminar y cuando siento en la palma de mi mano que ella se recoge o que se inclina, ahí mismo marco terreno y me pongo a excavar.

  • ¿Te ha fallado esa “técnica” alguna vez?

“Nunca. Mi horquetica no me falla. Creo en ella”

  • Y en ti (cree) todo el que ha venido en busca de ayuda, Pedrito. Por cierto, ¿hasta cuándo vas a estar agujereando los acuíferos senos de la tierra?

“Con este pozo estoy terminando mi vida en este oficio. Todavía me siento bien de salud, pero ya el médico le dijo a mi hija Dianelis que debo descansar, no andar más en bicicleta. Y es verdad, los años no pasan por gusto y sé que no debo mantener igual ajetreo ni estar corriendo riesgos como el de aquella turbina que estaba envolviendo en liga para atajarle un salidero y un cable eléctrico pelado me dio tal fuetazo que volé por el aire y me llevé como seis o siete ladrillos del brocal con la cabeza.”

  • Dura que la has tenido siempre…

“Una vez más, la criolla sonrisa… muda pero qué expresiva.

A pocos metros, con una nieta en brazos, un hombre llamado Osvaldo Góngora observa el panorama. Piensa en la dicha de tener, muy pronto, agua suficiente para responder a todas las necesidades de su hogar allí, en el camino de Las Maboas, Tres Copas, Calixto.

No sé si habrá razonado, a su vez, que tiene el privilegio de ser (conociendo a Pedrito no me atrevería a afirmarlo categóricamente, pero bueno…) el último cubano beneficiado por la “poceramanía” que tiene Pedro González Ávila de sacarle agua hasta a una roca.

  • ¿Qué número ocupará este pozo en tu libro, Pedrito?

“Un número redondo: es el 900 que abro”

Entonces, con la agilidad de un jovenzuelo, se desprende por la boca del foso hacia abajo, sin más garantía o ayuda que la misma soga empleada para subir el material, la planta de los pies descalzos buscando la irregularidad de la pared y la divina mezcla de una fuerza física con diestra maña que envidiarían hasta los más atléticos miembros de la preselección nacional de lucha grecorromana y admirarían quienes ascienden a edificaciones o bajan por cráteres en misiones de rescate y salvamento.

Hombre afortunado Osvaldo: su pozo es el número 900 de Pedrito, el último, y vital para la casa y su pequeña parcela. / Pastor Batista.

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