Coche 12

Foto. / Nailey Vecino

Hacía mucho tiempo no viajaba en tren. La última vez fue en el tercer año de la carrera –cuatro años atrás–, cuando varios jóvenes de la Facultad de Comunicación partimos rumbo a Santiago de Cuba para ascender al Pico Turquino.

Fue aquel un viaje memorable. En primer lugar, porque era mi primera experiencia en este medio de transporte y, segundo, por las 27 horas que duró el recorrido. Épico. No recuerdo siquiera cuál vagón nos tocó, solo que era de primera clase, o al menos eso indicaba su rótulo, pues estaba igual de ajado que los de supuestas escalas inferiores.

Ahora las circunstancias del viaje fueron muy diferentes. Los modernos vagones chinos nada tienen que ver con aquellos del Tren Francés. Comodidad, limpieza, climatización o ventiladores, asientos reclinables, bebederos y televisores dan mayor confort al vehículo y hacen más grato el largo viaje.

“Buenas tardes a todos los pasajeros”, introdujo la ferromoza Mercedes, desde el punto medio del pasillo, una vez que ya habíamos subido. Explicó los detalles del itinerario, el horario –presumible– de llegada a las principales escalas y al destino final, cómo usar los medios a bordo, la hora de la merienda; que hay que mantener la disciplina, la limpieza y hasta que ella misma se brinda para ayudar en la búsqueda del botón de descarga del inodoro –vaya ingenio– que “lo pusieron en China”.

Casualmente, a la izquierda de la ferromoza, en el último asiento de la última fila del último coche del tren de 12 vagones, iba sentada yo. ¡Casi no alcanzo boleto!, como me dijo mi madre.

Sentarse al fondo puede tener sus ventajas. Queda todo por delante de tus ojos. Desde el borde de la última ventanilla se ve, en toda su dimensión, el azul armatoste serpenteante mientras te llega la banda sonora de chirridos y el vaivén de las bielas sobre la línea de acero. En la punta, justo donde la capa de humo es más espesa, se localiza a la locomotora, que remolca como madre a sus hijos.

Desde mi fondo privilegiado observaba a las manos que franqueaban las ventanillas para sacudir algún recipiente o contaminar el ambiente con paquetes de galleticas. Muchos iban admirando el kilométrico paisaje que regala la naturaleza cubana, cual si fuera una película proyectada con un kinetoscopio.

De vez en vez, aunque en menor medida, se asomaba también a alguna ventana el rostro de un niño para decir adiós a las personas que surgían en tierra firme y a quienes desde los portales de sus casas contemplaban por enésima vez el paso del convoy, y a los indiferentes… y hasta a los perros.

En la noche, apagaron las luces del vagón y se encendieron las de los teléfonos. O por lo menos iluminaban más, porque lo que se dice encendidos, venían desde antes. La oscuridad se entendió como un toque de silencio y el terreno acústico quedó libre para el inevitable repiqueteo férreo.

Dormía por tramos. Algunos minutos. O un par de horas. A ratos despertaba para asegurarme que todas las pertenencias seguían en su sitio y trataba de enlazar con la mirada algún punto recóndito, en un intento fallido de ubicarme geográficamente. Entonces recurría a Mercedes.

–¿Ya llegamos a Camagüey?

–¡Uh, hace rato lo pasamos! Estamos entrando a Cacocum, Holguín.

–Ñu, entonces esta vez sí dormí bastante –contesté entre risas.

–¿Y es la primera vez que vas a Guantánamo? –indagó ella.

Ahí empezaba otro tema de conversación. Hablamos de los años que ha pasado encima de un tren, de mi carrera, de su casa en Marianao, de mi casa cerca de su casa, de su hijo, de mi abuela, de la música que escucha en su teléfono Huawei para entretenerse, de la poca batería que le quedaba al mío tras casi 10 horas de viaje. Y así, de todo un poco y a la vez de lo mucho que se suele hablar durante un viaje de tren.

A las nueve de la mañana, media hora antes de la prevista, llegamos sin contratiempos a la estación del ferrocarril en la ciudad de Guantánamo.

Me despedí de Mercedes, miré hacia afuera por la ventana del último asiento del último de 12 coches por última vez, agarré mis equipajes y bajé al andén. Hasta dentro de 22 días no volvería a estar nuevamente en el interior de aquel larguirucho aparato rodante.

Había llegado a la acogedora Villa del Guaso, por primera vez, lista para adentrarme en sus entrañas, y llevarme muchas historias. Pronto les contaré.

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3 comentarios

  1. Pues te esperaremos con curioso interés, Nailey. En mi opinión, muy buen despegue. Me «enganchaste» ya como lector. Soy todo tuyo, ja ja ja. Aprovéchate ahora de mí y «embúteme» por los ojos todas las vivencias que puedas. Te adelanto que, por el modo en que has comenzado tu cruzada, creeré todo lo que me digas. Un abrazo grande para ti y, por favor, no dejes de cuidarte… aunque, como me parece ya acompañarte, de ti voy a cuidar también. ¡Un abrazo!

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