Vida en la ciudad de los muertos

Así suena La Habana: «el últimooo, el pan suave, el tomateee maduro, compro pomos de perfumes vacíos, el pie de coco y de guayaba, el bocadito de helado, ¡apriétense un poquito ahí, caballero! Un pasito más, vamos que ¿se puede?»

Así la escuchamos los que recorremos diariamente sus calles. Es la banda sonora de la capital de los cubanos, aunque cada quien decida llevar la propia en los oídos o disimularla con la bocina andante y estrepitosa en la guagua, el hogar y hasta en algunas instituciones.

¿Cómo escapar del ajetreo de la ciudad? ¿A dónde huir cuando se precisa tranquilidad, calma? Me hice esas preguntas destilando una colonia de violetas bajo un sol cubano, con una mano paraba un carro y con la otra intentaba dominar un vestido que batía en complicidad con el aire y las miradas impertinentes. En ese estremecimiento de neuronas, a veces, como un chasquido de dedos aparece una certeza: un cementerio. La gente va poco a los cementerios. ¿Temen a los espíritus, a los muertos? Hay que asustarse por los vivos, diría abuela. Hay que huir de la tristeza, dirían los optimistas.

Pero este no es un cementerio cualquiera. Es la Necrópolis de Colón, Mayor Ciudad Funeraria de Cuba, declarada Monumento Nacional en 1987 por sus valores patrimoniales.

Al cruzar la algarabía de Zapata y 12 se revela un lugar que parece estar inundado por el silencio. Quizás, para algunos, es un mundo sombrío y de penas; para otros, la entrada a un museo a cielo abierto. Las puertas que dan acceso marcan el límite entre ambas ciudades que se mezclan una dentro de la otra, diferentes y similares. Al norte, los vivos, y al sur, los muertos, como determinan las religiones.

Ecléctico, gótico, románico, egipcio, renacentista, art déco, neoclásico, art nouveau, moderno —juego a adivinar en diálogo interno los estilos que estudié en las clases de Historia del Arte—. Estilos que coinciden en estas 57 hectáreas de extensión de la misma forma en que cohabitan en sus lechos finales Capablanca, Máximo Gómez, Alejo Carpentier, Lezama Lima, Teófilo Stevenson, Dulce María Loynaz… ¡Por si fuera poca la riqueza de este lugar!

La ciudad de afuera sabe que aquí duerme su pasado, sus seres queridos, famosos, comunes, olvidados, cubanos, mortales. Desde que amanece en La Habana llegan al Cementerio de Colón los que despiden a sus familiares y los que vienen a recordarlos en una fecha especial. También quienes encuentran en este sitio la inspiración para escribir, estudiar o poner en orden los pensamientos. Aparecen, además, los escépticos, que acortan el camino a través de las calles del camposanto con los ojos y oídos cerrados. Y están quienes se acercan con una fe profunda invocando algún milagro.

¿Dónde hallo la tumba de la Milagrosa? Averiguan los visitantes. Es fácil acertar: la escultura de la mujer con el niño en brazos, la tumba siempre está colmada de flores y de personas pidiendo. Los devotos de Amelia Goyri son muchos dentro y fuera de este archipiélago. Los vivos buscan en los difuntos amparo, consuelo, confianza, y es la fe la que logra que historias de vida se eternicen en la memoria de un pueblo, convertidas en mitos y leyendas.

Suenan los violines por Leocadia. Es 19 de marzo, día de San José. Las personas se agrupan en la segunda tumba más visitada del cementerio, la de la médium que lograba conectarse con el espíritu del negro Ta-José. Dicen que hasta el propio Fulgencio Batista y su esposa acudieron a ella en busca de vaticinios.

El ambiente del lugar sobrecoge. Hay personas de todas las edades. Primero pasan los familiares, ponen flores a Leocadia Pérez Herrera, la espiritista de Arroyo Naranjo, a una cuadra del Café Colón. Afirman con redundante convencimiento que su parienta no empleaba los ritos afrocubanos en las consultas. No les agrada lo que sucede allí cada 19 de marzo. Pero, ¿cómo se mata un símbolo? La médium y su guía espiritual forman parte de estas personas y cada cual narra su milagro como quien porta una ofrenda. Del relato oral nacen y se alimentan las tradiciones. Somos resultado de la palabra hablada.

La ceremonia adquiere otro matiz. Después de los violines, vienen los tambores. Llegan nuevas personas e instrumentos musicales. Toque de cajón Palo Monte. Tabaco, perfume y estrella de siete puntas y siete colores: amuleto protector. Ta-José llega a Cuba por Baracoa en el siglo XVIII. Ta-José esclavo, fugitivo y esclavo otra vez. Ta-José libre. Ta-José mayombe, Padre nganga, rayado con piedra de rayo de Zarabanda. El ajiaco se revuelve en las venas.

Repica el congo solongo,

repica el negro bien negro;

congo solongo del Songo

baila yambó sobre un pie. *

Capilla Central del Cementerio de Colón
Capilla Central del Cementerio de Colón. / Alejandro Benítez

A los cementerios ni a los hospitales se va vestida de negro, me espetan en el rostro el gruñido con una bocanada de tabaco y alcohol rancio. Caigo en cuenta: voy de negro. Tambalea mi incredulidad, y al punto de la sugestión, resuenan las campanadas de la Capilla Central. Están tocando a muerto, escucho decir. Pero en el Cementerio siempre resuenan las campanas por los muertos.

Va a comenzar la misa. El Capellán despide a los fallecidos: “El Señor esté con ustedes”. “Y con su espíritu”, responden los presentes. Muevo los labios y finjo una oración. No sé rezar, pero me solidarizo con el dolor de esa familia. La liturgia, más allá de las creencias, es hermosa. El morado indica esperanza, penitencia y austeridad. El blanco es el color de la luz y la pureza. Así viste el Capellán Charles. Hoy ha realizado el responso treinta y tres veces. Treinta y tres fallecidos. Treinta y tres los años de Cristo y los del Padre Charles. Nunca había conocido a un Padre tan joven. Nunca había conocido a un Padre…

Pienso en mis vivos, en mis muertos, en la historia de los que reposan aquí, que es también la historia de mi país y su gente. Es hora de cerrar, me advierten. En esta ciudad se han parado los relojes. Abandono el lugar por el mismo portón que me estrenó en este mundo de realidad y misticismo. Regresaré, porque hay historias suspendidas que grita a toda voz el silencio.

*Canto negro, Nicolás Guillén.

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4 comentarios

  1. ¡¡¡¡¡¡¡Qué bueno que alguien retoma éste tipo de artículo periodístico!!!!! Me gustó la forma en que lo desarrolla, y porque hace uso de una narrativa familiar.
    En mi caso muy personal como Testigo de Jehová que soy pienso que los cementerios pasarán a la historia una vez que se cumpla lo predicho en Revelación o Apocalipsis, creo fielmente en la gran resurreción de los muertos y que la tierra será convertida en un paraíso por siempre.

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