Escrita quince años atrás por un estudiante de la UCI, la crónica conserva el dolor y la sensibilidad de este minuto
No seré yo quien, inclinado sobre la computadora, teclee los párrafos que ustedes leerán a continuación.
Fueron escritos en 2009 por un estudiante en la Universidad de las Ciencias Informáticas, UCI, allá en la capital del país.
Hace unos minutos, hurgando en el recodo más sensible de mis documentos personales he encontrado la crónica que una madrugada, seguro estoy, con la pupila húmeda, escribió el muchacho, en ejercicio de desahogo, y luego me envió, sin suponer tal vez, que también me nublaría la vista.
Han transcurrido quince años y parece escrito hace un instante.
A disposición de ustedes dejo el texto.
YOUSSEF HA DEJADO DE LLORAR
La pared vuelve a estremecerse; y la bombilla, que desde hacía rato amenazaba con extinguirse, termina por dejar el cuarto sumido en la penumbra. No lejos de allí, un proyectil acaba de impactar en la pequeña planta generadora, interrumpiendo el suministro de electricidad. Solo ahora se percibe, a través del boquete abierto por el último impacto, la luz macilenta que se filtra desde el patio, donde un trozo de soga entre jirones de lana ensangrentada marca el lugar donde estuvo atada una cabra.
Youssef ya no llora, pero en su rostro infantil aún se distingue la huella seca, como estigma, dejada por las lágrimas en su descenso sobre la inofensiva tez salpicada de polvo.
Su padre, profesor de la Universidad Islámica de Gaza, había partido hacia el trabajo cinco días atrás, a pesar de las súplicas de su esposa, mientras Youssef, sin saber exactamente por qué, corría sollozando hacia el zaguán para aferrarse al saco marrón que tantas veces le sirvió de ensilladura.
Desde entonces, cada tarde, acodado en el alféizar de su ventana, el niño fija la mirada en un recodo del camino, acaso esperando que la calle le devuelva aquella adorada silueta de vuelta a casa, al tiempo que cree sentir ardiendo en su mejilla el beso paternal de esa fatídica mañana que jamás asumirá como “el último”.
Pero Youssef no llora a pesar de que la intensidad y frecuencia de los bombardeos han ido aumentando gradualmente. La ciudad está sometida a un incesante asedio. A ratos, cuando el macabro concierto llega al entreacto, un silencio sobrecogedor se extiende como un manto sobre los techos de las casas, solo interrumpido por el gemido o los lamentos de alguna víctima. Y entonces Youssef le teme a ese silencio, que se le antoja preludio de algo más siniestro y devastador aún.
Su madre se ha comportado de manera muy extraña durante los dos últimos días. Murmura frases incoherentes y se arrodilla constantemente con un pequeño libro entre sus manos y la barbilla hincada en el pecho. Precisamente esa fue la última imagen que guardó antes de que la vista se le nublara y parte del techo se le viniera encima tras el sibilante estallido. Al recobrar los sentidos, ella yacía de cara al suelo y un fino hilo de sangre rodaba por sus sienes.
Aun así, Youssef no llora. Y no por falta de razones. Un dolor infinitamente inmerecido oprime su pequeño corazón que aún no aprende –ni aprenderá- a odiar a los asesinos de sus padres. No alberga deseos de vivir, de estudiar, de jugar con sus amigos, de ser feliz. Tampoco volverá a cantar los salmos del Corán… porque un miserable genocida se creyó con el derecho de apagar su voz “regalándole” un proyectil gentilmente autografiado por niños israelitas.
Youssef no volverá a llorar jamás. Los rizos negros que le caían en bucles sobre los hombros se han vestido con su sangre. Ahora es uno más, entre los niños asesinados hasta ese instante por el ejército de Israel en la Franja de Gaza.
Un comentario
Estremecedor, ¿cuántos Youseff dejarán de llorar antes de que este horror se detenga?
POR FAVOR, ¡DEJEN A PALESTINA EN PAZ!
Como madre y abuela, mi corazón bañado en lágrimas pide JUSTICIA…
Gracias por su artículo.