¿A dónde volver cuando se apague el fuego?
Foto. / Cortesía del entrevistado
¿A dónde volver cuando se apague el fuego?
Foto. / Cortesía del entrevistado

¿A dónde volver cuando se apague el fuego?

El viernes cinco de agosto Maikel Rodríguez Valerio estaba en casa. La torrencial lluvia le había impedido ir a pescar en la tarde y a eso de las seis y media freía pescado para la comida familiar. En la cocina le ayudaba el novio de su hija de 14 años, a quien un malestar mantenía tirada sobre la cama. Su esposa, desde hacía dos meses, trabajaba cuidando a una niña y solía regresar entre las siete y las ocho de la noche. Ese día no fue la excepción.

—Ven a comer, le dice Maikel a su niño de 11 años de edad, mientras le sirve el plato en la cocina comedor. De pronto el sonido de un trueno les hizo retumbar los oídos, y en gesto casi sincronizado todos llevaron las manos a sus orejas.

Seguidamente hubo un estruendo que no pudieron identificar. Alguien grita afuera:

—¡Candela, candela, candela! Era Lucía, su vecina en la comunidad de la zona industrial matancera, asentada frente a las oficinas de la Empresa Comercializadora Cupet. Desde su vivienda, con vista al área de supertanqueros, se advertían los inicios del incendio provocado por una fuerte descarga eléctrica que burló el sistema de pararrayos.

Maikel reaccionó, desconectó el breaker y el botellón de gas del fogón. Su casa era la más próxima a los tanques con petróleo crudo nacional y fuel oil, de modo que no perdió tiempo en vestirse. Tomó a sus hijos de la mano, se puso a su perrita bajo el brazo y juntos salieron corriendo por la carretera del muelle.

Él y su pequeño iban descalzos y sin pulover, su hija y el novio con apenas una muda de ropa y en chancletas. Así siguieron sin parar durante casi dos kilómetros, asfixiados por esa sensación de vapor sofocante y bajo la lluvia teñida de hollín.

Desde lo lejos, Maikel miró al tanque incendiado, ya convertido en una hoguera gigante de hambre insaciable y tuvo la suerte de ser recogido a medio camino por el vehículo que, justamente, traía a su esposa de regreso a casa.

Varios vecinos fueron transportados por amigos y familiares en carros particulares o guaguas enviadas por el gobierno casi al instante. En tanto, otros hicieron una carrera de más de 4 000 metros hasta la Vía Blanca, conscientes de que esa podía ser quizás la batalla por sus vidas.

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¿A dónde volver cuando se apague el fuego?
La comunidad de la zona industrial está apenas unas cuatro cuadras de los supertanqueros, de modo que cuatro casas sufrieron derrumbes tras las explosiones. / Lilian Knight Álvarez.

En el trayecto por la avenida del muelle, una vez superadas las casas visibles del reparto Dubrocq, inicia la llamada Zona Industrial de Matanzas. En ella alternan viejas y modernas estructuras que dibujan con violento claroscuro el panorama caravaggiezco de la industria yumurina.

Resaltan la empresa Rayonitro, coloso de la industria química donde se almacenan algunas sustancias peligrosas; la termoeléctrica Antonio Guiteras; el área 320 y la de crudo y suministro, las cuales tienen, respectivamente, depósitos de combustibles claros y de petróleo para abastecer las centrales eléctricas cercanas; dos grupos electrógenos; ocho supertanqueros con capacidad de 50 000 metros cúbicos cada uno…

En medio de este panorama, se situaban las oficinas y  albergues Cuarto Congreso, pertenecientes a la Empresa de Construcción Ecoin Cuatro, que una década atrás fueron otorgadas a damnificados como viviendas temporales.

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 “Hace nueve años lo perdí todo por primera vez –refiere Maikel aun consternado y con la voz tomada por la tristeza–. Un ciclón derrumbó totalmente mi casa en Versalles y mis niños y yo nos vimos en la calle, sin ropa, durmiendo a la intemperie.

“De modo que, cuando el gobierno nos ofreció un local de la Cuarto Congreso, estuvimos muy agradecidos y contentos. No reparamos en el peligro… Era un techo, entiendes”, narra Maikel en uno de los pasillos de la Escuela Pedagógica René Fraga, más conocida como la Formadora de Maestros, que alberga hoy a evacuados tras el incendio.

Los locales asignados entonces carecían en su mayoría de baños y cocinas, lo cual obligó por un tiempo al uso de sanitarios colectivos en la vecindad. Luego de unos años, sumaban 22 familias que echaron raíces y transformaron, con esfuerzo propio, los locales en hogar y el área en comunidad. Sin embargo, son muchas las complejidades que implica vivir al interior de la zona industrial.

¿A dónde volver cuando se apague el fuego?
La primera noche, la familia durmió en casa de una prima. / Cortesía del entrevistado.

“Solo una guagua entra hasta esta zona (la ruta 2) con frecuencia muy limitada y ahora, en medio de esta crisis de combustible, casi nula. Es engorroso, sobre todo para ir al trabajo y la escuela, pero nos fuimos adaptando, buscamos alternativas con el transporte de trabajadores de la zona.

“A esto se suman el riesgo ante incendios y el impacto de la contaminación de las industrias en la salud de las personas, fundamentalmente en niños y enfermos respiratorios. Mis hijos son alérgicos y cuando el humo de la Guiteras se tornaba muy tóxico solía llevármelos para casa de familiares en el campo”.

Maikel aclara que en algún momento les hicieron un levantamiento para saber la cantidad de personas por familias, con el objetivo de reubicarlos, pero al final nunca pasó. Solo tres familias con niños muy enfermos fueron trasladadas.

“A pesar de todo, logramos construir un hogar confortable, y ahora… –hace una pausa para contenerse– otra vez lo perdimos todo”.

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Han cedido las llamas. Después de cinco días de intenso trabajo en la zona industrial se percibe desde todos los puntos de la ciudad matancera un humo más blanquecino, menos espeso. Bomberos, operarios, pilotos y choferes de cisternas continúan trabajando en el área para mitigar las pequeñas hogueras que se esparcen, caprichosas y aisladas, sobre el combustible desparramado por el suelo y los conductos.

Ahora solo queda el cansancio y el recuerdo de las horas más oscuras que, contradictoriamente, fueron muy claras.

Los habitantes de la zona industrial están conscientes de que para ellos el regreso no será pronto. Yacen por los pasillos del centro de evacuación con la palabra en reposo y la mirada perdida.

Como consecuencia del incendio de los cuatro supertanqueros y del combustible vertido a los conductos eléctricos y tuberías cercanas, tres de las casas fueron destruidas, incluyendo la de Maikel.

Cuando conoció la noticia por trabajadores de la zona industrial, quedó devastado, enmudecido, sonámbulo: “No tuve el valor para decírselo a nadie más, además de que no me tocaba a mí hacerlo”. Ocupa su mente cargando donativos durante la madrugada, al fin y al cabo, se le hace difícil conciliar el sueño.

Mas una idea lo atormenta constantemente: cómo el esfuerzo de nueve años para construir un hogar fue deshecho en apenas unos días por este incendio voraz; cómo empezar de cero, otra vez, sin siquiera tener medios de trabajo a los que asirse.

Aún consciente del desastre, Maikel y otro grupo de vecinos insistió en regresar a lo que antes fueron sus casas. Albergaba las esperanzas de rescatar algo, cualquier cosa.

La realidad fue aplastante.

Su vivienda quedó derruida y los restos cubiertos por un manto negro. De tantos objetos, solo sobrevivió un cepillo de lavar, un pequeño alicate de uñas y una tijerita que sostiene en las manos enajenado, justo como cuando sale a pescar.

No se contiene. Llora. Y en silencio se pregunta si alguna vez tendrá esa casa segura que ha soñado por años y que ahora, una vez más, le han prometido.

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2 comentarios

  1. Para nuestro Estado, esto es una lección aprendida. Estas zonas de peligro, de contaminación ambiental fuerte y de difícil acceso no deben utilizarse como asentamiento familiar. Merece una revisión y análisis de los asentamientos familiares que hoy existen con estas condiciones en Cuba.

  2. Una triste historia, real, contada desde lo humano; la familia está viva, VIVA, y eso resulta lo primer, gracias por compartir nuestras realidades

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