Armas contra niños

Mientras hacerse de una pistola sea tan normal como adquirir un par de gafas y una avalancha de juegos electrónicos inciten a matar, la violencia no tendrá escrúpulo… ni con la infancia


Imágenes así son recurrentes en redes sociales y sitios digitales. / ondavasca.com

Con preocupación, he vuelto a ver imágenes de niños portando armas de fuego e, incluso, de familiares adultos mostrándoselas o enseñándolos a manipularlas.

Ello no resulta extraño en contextos de países como los Estados Unidos donde la violencia marca paso, minuto a minuto y, ya sea para cometerla o para protegerse de ella, cualquier persona puede comprar un arma de fuego, con la misma naturalidad que adquiere una Cocacola o un par de gafas.

Eriza la piel saber que, de acuerdo con Small Arms Survey, un proyecto de investigación con sede en Suiza, hace un quinquenio había en manos civiles norteamericanas alrededor de 390 millones de armas de fuego, cifra que para entonces establecía la tasa más alta del mundo para un país: 120.5 artefactos de ese tipo por cada 100 residentes.

El peligro de ese incontrolable arsenal de muerte no gravita y aterriza, todo el tiempo, solo en la población adulta.

Algo acerca de ello han advertido sitios como el de la BBC, al comentar, hace apenas dos años, que las armas se convirtieron en la causa principal de muerte entre niños y adolescentes estadounidenses, por encima incluso de los accidentes automovilísticos.

Si en 2022 ese fenómeno mantuvo un comportamiento igualmente preocupante (324 tiroteos con niños involucrados y saldo de 145 muertos), el presente calendario lejos de trazar síntomas de mejoría más bien parece acentuar la tendencia al incremento.

La vida en juego

Muy mal anda el mundo si se pondera y exacerba aquello que pone constantemente en juego la vida.

No hay que ser experto en ese terreno para razonar que a nada bueno puede conducir una verdadera avalancha de productos audiovisuales que incide a toda hora sobre la psiquis humana, en particular sobre niños, adolescentes y jóvenes, donde la vía expedita e idónea para resolver situaciones de todo tipo, conflictos de la más diversa naturaleza y hacer “justicia” está en el protagónico rol de las armas de fuego.

Si a ese torrente de contenidos se le suma el efecto de juegos electrónicos que invitan e incitan a matar sin el menor escrúpulo, halando cada vez con mayor destreza y virtuosismo el gatillo (sin incluir otras vías satánicamente “atrayentes”), entonces es obvio que el asunto puede destilar olores más desagradables que el de la propia pólvora.

Entre los múltiples ejemplos que emergen a la superficie de las redes acude a mi memoria lo publicado por CNN, en marzo pasado, acerca de una niña de apenas tres años de edad que hirió mortalmente a su hermana de cuatro añitos, en un suceso accidental en Texas, aunque el texto refiere como “caso más destacado” el de un niño de seis años que le había disparado a su maestra de primaria en Newport News, Virginia.

Hechos asociados a tiroteos en escuelas de esa nación ha habido en los últimos tiempos, suficientes como para angustiar almas por culpa del uso de armas.

En medio de la guerra, nuestros combatientes fabricaban y regalaban sanos juguetes a niños angolanos. / Pastor Batista Valdés.

La gran diferencia

Hablando de estas cosas acude inevitablemente a mi memoria una de las vivencias más conmovedoras que tuve durante la labor que realicé como corresponsal de guerra en la hermana República Popular de Angola.

Corría el mes de abril de 1988. Pese a que habían cesado las embestidas directas de la artillería de largo alcance, de la aviación o de los tanques sudafricanos sobre Cuito Cuanavale, de vez en vez algún ladrido de perro con colmillos partidos surcaba el aire y detonaba en el entorno defendido por cubanos y angolanos.

Aunque triste, Korda siempre preferiría fotografiar a una niña con muñeca de palo que sosteniendo un arma en brazos. / KORDA.

Sujetos a las correspondientes medidas de seguridad, un grupo de combatientes se trasladan sobre un camión hasta la cercana aldea de Nankova. Al verlos llegar, decenas de niños y no pocos adultos se concentran a su alrededor.

Entonces, como por arte de la mismísima magia, nuestros internacionalistas comienzan a regalar juguetes. Por la expresión de los infantiles rostros, e incluso por lo que denota el asombrado semblante de hombres y mujeres, es obvio que jamás esos niños habían tenido en sus manos una pelota o una muñeca de trapo, un carrito de madera, un trompo para poner a bailar o un papalote… fabricado todo ello en el interior de refugios o al pie de las esteras de medios blindados, con empleo de latas de conserva ya vacías, segmentos de madera, recortería de tela…

Lo más curioso y alentador, sin embargo, es que en la valija no hay una sola réplica de pistola, de fusil, de granada o de armamento alguno.

Demasiado cruel es la guerra que se vive y sufre para además incitarla en juegos y fantasías.

Tal vez por ello, no pudiendo aguantarse, un anciano de avanzada edad, a quien por su sabiduría denominan el Soba de la tribu, expresa con una mezcla de gratitud y de dolor:

“Qué diferencia; mientras el enemigo viene a sembrar bombas, minas, destrucción y muerte, ustedes nos traen juguetes para los niños”.

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