Solo nosotros, los cubanos, sabemos –de verdad- lo que nos sobreviene este domingo, desde que, temprano en la madrugada, miles y miles de personas empiecen a bajar desde sus lugares de residencia hacia las plazas donde el Primero de Mayo recobrará su esencia de celebración obrera y de festejo popular, cada vez más familiar.
Y lo sabemos no solo por esa memoria gráfica que también miles y miles de hogares, instituciones y organizaciones conservan en soporte digital, a propósito de las últimas marchas, desfiles o concentraciones. Habla también, y sobre todo, un embullo popular “in crecendo”, palpable a la mirada, tanto en el exterior de centros laborales y otras edificaciones como dentro de ellas.
Y no. No creo ello sea resultado de dos años de confinamiento, sensata e irremediable recogidos en casa durante una jornada en que la ciudad suele desbordarse en sí misma y el campo no se queda atrás.
Es que desfilar, sorprender con la más asombrosa iniciativa, marchar con la pequeña niña en hombros agitando una banderita cubana, sudar, saludar, corear consignas, confraternizar, decirle a nuestra Revolución: “sigue contando conmigo, aquí estoy yo”… son cosas que se han convertido en necesidad espiritual, hábito, convicción, placer…
¿Diferencia? Creo que dos, en lo fundamental.
Una: que esta vez todos llevaremos nasobuco.
Y la otra: que mientras más tiempo pasa y más nos aprieta el imperio, para asfixiarnos, más amamos a Cuba y menos dispuestos estamos a arrodillarnos frente a la arrogancia del enemigo. Así, sencillito.