Agramonte: símbolo de pureza, virtud y entrega

Cuando la Cámara de Representantes de la primera República de Cuba en Armas hacía leyes de educación y agricultura, Ignacio Agramonte pensó que el único arado era el machete, la escuela, la batalla; y la tinta, la sangre en el combate. Así lo analizó Martí con su visionaria luz


El surgimiento de la primera República de Cuba en Armas, el 10 de abril de 1869, tuvo en el joven camagüeyano Ignacio Agramonte a uno de sus principales actores –de tal manera y con tanta lucidez– que fue considerado, a sus 27 años, un gigante de la palabra y del pensamiento.

Desde los primeros quehaceres de aquella República mambisa, Céspedes, por ejemplo, defendía la idea de organizar y dirigir la guerra a través de una autoridad fuerte, centralizada en un jefe, con el objetivo de lograr, en el menor plazo posible, la derrota de España.

Pero “el Mayor”, abogó por otorgar las máximas prerrogativas a una Asamblea, que -aunque fuera poco numerosa- reuniera a los mejores representantes de las ideas de independencia, sumamente influido por la Revolución francesa. Por eso era partidario firme de la abolición inmediata de la esclavitud, la separación de la Iglesia del Estado y del establecimiento de una república federada.

¿Anexión o independencia?

En medio de las lógicas contradicciones entre unos y otros, algunos miembros de la Cámara creyeron necesaria la posibilidad del anexionismo y, días después, el 30 de abril, fue aprobado un acuerdo en el que se planteaba la anexión a los Estados Unidos.

Fidel, en su discurso por el centenario de la muerte de Agramonte argumentó al respecto: “En aquella época separatismo e independentismo no estaban absolutamente diferenciados para todos los cubanos”. Y más adelante recalcó: “No existe ningún antecedente en sus criterios políticos que permitan la menor sospecha de anexionismo en Ignacio Agramonte”.

A finales de abril de 1869 el insigne mambí abandona sus labores como legislador y acepta el nombramiento de Céspedes para la jefatura suprema de las fuerzas mambisas camagüeyanas con el grado de mayor general, cargo en el que puso a prueba su osadía y escribió páginas de gloria al frente de la caballería que disciplinó y convirtió en una tropa invencible en numerosos combates de aquellas fértiles llanuras.

Sobresalió como guerrero ejemplar y ganó su máxima gloria por su audacia y coraje en el rescate del brigadier Julio Sanguily, el 8 de octubre de 1871. De ahí que uno de nuestros grandes poetas lo retratara de esta forma en sus versos: “Ordenando una carga de locura / marchó con sus leones al rescate / y se llevó al cautivo en la montura”. No por gusto el Héroe Nacional de Cuba lo calificó como “un diamante con alma de beso”.

Las normales discrepancias que en ocasiones existieron entre Céspedes y Agramonte se fueron limando en la propia lucha; y el segundo, el 10 de mayo de 1872 pasó a ser también jefe de las fuerzas mambisas de Las Villas.

Amalia Simoni no solo fue su inmenso amor de mujer, sino también su confidente en cuestiones de la libertad de la patria común. Tuvieron dos hijos, Ernesto, quien nació en la manigua, y Herminia, a la que no pudo conocer. / radiohc.cu

En su historia personal más íntima es insoslayable su unión cargada de amor y poesía con la bella dama camagüeyana Amalia Simoni, a la que, según expresión martiana, “amó locamente”, y con la que no creyó que habían comenzado sus bodas hasta que ella “no le cosió con sus manos la guayabera azul para irse a la guerra”. Amalia recibió con infinito dolor y gran dignidad la muerte de su esposo y consagró toda su vida a recordarle”.

Tras la caída en combate, en los campos de Jimaguayú, el 11 de mayo de 1873 –como había nacido el 23 de diciembre de 1841– tenía solo 32 años. Su lugar fue ocupado por el Generalísimo Máximo Gómez, quien -al lograr las primeras victorias- declaró con honor: “No es a mí a quien se deben estos éxitos combativos, sino a él, a Agramonte, que me ha entregado un ejército entero y firme”.

El Apóstol con un mechón de pelo de Agramonte

José Martí tuvo en sus manos en Nueva York, en una crucial y sorpresiva mañana de la década de 1880, un recipiente de cristal blanco, transparente, que contenía el mechón de pelo endurecido por la sangre y el polvo, cortado al cadáver del mayor general Ignacio Agramonte al otro día de su caída en combate.

El insólito objeto, que incluía una porción de tierra del lugar exacto donde fue abatido, se lo mostró a Héroe Nacional de Cuba la cubana Ángela del Castillo Agramonte de Fernández, madre de la patriota cubana Cocola Fernández del Castillo Casasi, ambas exiliadas en Estados Unidos.

El cuerpo sin vida del insigne jefe mambí fue llevado por un oficial español a la morgue del Hospital de la Orden San Juan de Dios en la ciudad de Camagüey. Allí el vicario Manuel Martínez y el padre José Olallo Valdés, hermano de dicha Orden –auxiliados por el empleado del hospital Esteban Castillo– se dispusieron a lavar el rostro ensangrentado y polvoriento del Mayor, descubrieron la herida de bala en la sien izquierda que le había ocasionado la muerte y facilitaron su posterior identificación.

Esteban –uno de esos pobres de la tierra con los cuales el Maestro concibió echar su suerte– de modo audaz, sin ser visto, y antes de cumplir lo encomendado por los dos prelados católicos, cortó buena parte de la abundante caballera del héroe y la ocultó con sumo cuidado también, convencido de su valor simbólico y humano.

Martí calificó a Ignacio Agramonte como “un diamante con alma de beso” y tuvo en sus manos en Nueva York, en 1880, un mechón de su pelo. / Creyón por DÍAZ-SALINERO.

Palabras martianas para recordar

Pocos días después entregó a Ángela una cantidad de esos cabellos y ella más tarde preparó muestras que hizo llegar secretamente, con puñados de tierra conseguida en el lugar exacto del fatídico combate, a la madre del inolvidable jefe mambí, María Filomena Loynaz, residente entonces en Nueva York, y a su viuda Amalia Simoni, quien se encontraba a la sazón en México; y guardó de recuerdo para ella una parte, la que reveló a Martí.

En el conmovedor diálogo de Ángela con nuestro Apóstol, le contó esta historia y él le preguntó por qué no se lo había dicho antes. Ella, apenada ante el reproche martiano, entró a su vivienda y le enseñó el recipiente donde conservaba con mucho celo la valiosa reliquia.

Él enseguida le comentó, visiblemente emocionado: “Siento en mi corazón sus pisadas y el peso de su cuerpo. Veo su espíritu elevarse y oigo su voz que me dice: ¡Proseguid. Yo os he dado el ejemplo!”.

En sus manos sostuvo el autor de La Edad de Oro y de los Versos Sencillos el pomo con los sublimes cabellos del Mayor y exclamó con su proverbial sinceridad: “Su pensamiento está aquí y juro que seré su continuador hasta vencer o morir”.

Cocola contó años más tarde que entonces estuvo en el sitio donde se produjo aquella inolvidable conversación y, al acercarse a ellos, vio, con estremecimiento, que Martí, muy conmovido, tenía los ojos llenos de lágrimas.


Fuentes consultadas:
Los libros: Obras Completas, Tomo 22, de José Martí; Entre espinas, flores. Anecdotario, Carlos Manuel Marchante Castellanos y el Discurso de Fidel Castro Ruz en Camagüey, el 11de mayo de 1973, en la velada solemne por el centenario de la caída en combate de Ignacio Agramonte.

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