Ilustración. / Yissel Alvarez
Ilustración. / Yissel Alvarez

Casas

Año tras año las personas de mi pueblo construyen casas. Estas casas no atraen a ningún turista ni están incluidas en la agenda de ningún instituto internacional. Son unas casitas de colores junto al mar.

La primera vez que vi aquella obra humana tenía nueve años y, desde entonces, no olvido las luces recién encendidas, los claroscuros de la mañana…Y, aun sin mezcla, llegaban los primeros vecinos a ayudar al ser de manos callosas que intentaba proteger(nos) de huracanes.

Allí estaban los amigos, los verdaderos, esos que sueñan que su dolor es el nuestro. La disposición de tantos me impedía desplazar la vista de la escena y solo mis tímpanos reaccionaron ante la orden de mando: “¡Ahí viene la concretera!”.

Enseguida el resto de los hombres salió de las casas y, cual brigada bien preparada, cada uno asumió su rol con dinámica nueva y ancestral. Así pude percibir cómo Eduardo, el matemático, realizó la división logarítmica de cemento por cubos mientras los más fuertes, Frank y Yordán, los cargaban como disciplinados deportistas que entrenaran para las próximas Olimpiadas de Placas.

Aquel día escuché las historias de Félix y Ediván, allá en los 80, cuando cantaban con Julio Iglesias. Así, al ritmo de “La vida sigue igual” de antaño, trasladaron la carretilla hacia la concretera.

Los hijos de Florito, junto con Roly y Rodolfo, se adueñaron de los cubos de agua y en carrera circular me hacían girar como trompo constructor. “¡Apártate, la mezcla no se puede parar!”.

Ya casi dentro de la concretera de sueños oí el eco de Yosmel, a quien no había que temerle con este legado familiar de su abuelo, padre, tío, primo…

Pero, por seguridad, Rosendito lo acompañó en las medidas, sumaba muchas salpicaduras de mezcla en el rostro. Pese a su estampa, ni un arquitecto le podría discutir acerca de arena, agua, gravilla…

Recuerdo a “Mantilla”, el albañil, quien procuró no distraer el paso apurado de su flota, con partituras educadas alguna vez en la escuela de Instructores de Arte. “Esto va a quedar fino como el más agudo de los acordes”, no se cansaba de decir.

En la cocina, mi olfato descubrió que Jeana hacía una mezcla mejor, al menos a juzgar por el aroma de una caldosa preparada con dos calabazas, tres malanguitas, varios plátanos y una costilla de cerdo.

Las pupilas se me detuvieron por más tiempo en aquel extraño ser, jefe de albañilería, que estaba al acecho de cada movimiento de sus amigos. Como si llevara el cemento en la sangre y le brotara por cada poro de la piel el sacrificio de largos meses de ahorro, bloques, mezcla…

Y cuando el último cubo se vertió sobre el encofrado, todos intercambiaron un puñado de risas alrededor de esa botella de líquido —¿romántico o barroco?— que acompaña cada actividad cubana.

Mis sentidos se vuelven a detener, ahora, frente al techo de hormigón…este no es como el de otros sitios, mucho queso y poca salsa de tomate, mucha etiqueta vencida. Este tiene manos amigas que atravesaron estaciones sensitivas: silencio, aplausos, colores refulgentes.

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