Contra todas las tormentas: artista

A propósito del centenario de Servando Cabrera Moreno, BOHEMIA rememora algunos detalles de su vida y obra


“Todas las mañanas pinto; las tardes y noches dibujo. Trabajo diariamente y, si no estoy pintando, pienso hacerlo”, confesaría en cierta ocasión quien fuera un apasionado estudioso de las formas, el color, el cuerpo humano: Servando Cabrera Moreno (28 de mayo de 1923-30 de septiembre de 1981).

Su obra toda y el ejercicio del magisterio en la plástica, que profesó durante años, desconocieron ismos, encasillamientos y clasificaciones. Con total fluidez y autenticidad, discurrió, ahondó en distintos estilos, corrientes, generaciones, sin desatender las señales de su propia intuición, sin dejar de ser él mismo.

“Servando Cabrera Moreno es una figura aislada dentro de la plástica cubana. Difícil de encajar en los esquemas prestablecidos de generaciones y escuelas, anda entre ellas como un paseante solitario, atento únicamente a las exigencias de su conciencia de artista”, sentenció su entrañable amiga Graziella Pogolotti.

Siempre le acompañaron el rigor de la técnica, la disciplina, el autoestudio; pero jamás logró desasirse del todo de su ascendencia academicista, de ciertos esquemas y formalismos, adquiridos en la Escuela Nacional de Bellas Artes San Alejandro, donde se gradúa en 1942 con el primer lugar en los exámenes de pintura de grado.

Óleo Arabesca diosa indiana (1973), perteneciente a los fondos del Museo Nacional de Bellas Artes, es una de las tantas habaneras que pintó. / Fotocopia. / Tomada del libro: El abrazo de los sentidos, de Rosemary Rodríguez Cruz y Claudia González Machado.

A lo largo de su carrera artística, Cabrera Moreno transitó por distintas etapas y, quien “comenzó como un académico aplicado fue también un abstracto, un neorrealista, un expresionista […]”, aseguró el curador y ensayista Gerardo Mosquera, exhaustivo investigador de su obra.

En óleos, tintas, carbones, dejó constancia vital de su paso por el mundo; concibió una mirada particular y excepcional del mestizaje insular, en tanto devino cronista de su tiempo.

“La calidad de un artista de hoy, así como de un maestro del pasado, debe juzgarse de acuerdo con el momento histórico que viven (sic)”, revelaría el notable creador, reconocido en la plástica antillana como un ser humano sagaz, de profunda sensibilidad, humanismo y activo sentido militante; de ahí que irremediablemente llegara a ser apreciado por muchos; censurado y criticado, por otros.

El mural Presencia joven (1973), emplazado en la Vocacional Lenin, es motivo de orgullo para todas las generaciones. / Fotocopia. / Tomada del libro: El abrazo de los sentidos, de Rosemary Rodríguez Cruz y Claudia González Machado.

Artista nato

Cuando Cabrera Moreno se graduó de bachiller en Ciencias y Letras, en 1940, ya contaba en su currículo con una exposición colectiva, la primera en la que participara, mientras alternaba estudios en San Alejandro.

No obstante, su vocación por crear y recrear escenarios sugestivos o ilusorios, por medio de la pintura y el dibujo, ya había calado precozmente en su sensibilidad. “He tenido suerte. Desde que tenía diez años sabía que quería ser una sola cosa: pintor”, expresaría en 1959 el artista, quien siempre recibió apoyo familiar para desplegar con éxito las cualidades innatas que poseía para las artes plásticas.

Sin duda, los años 40 del pasado siglo sellaron un ciclo de formación relevante en la incipiente trayectoria artística del joven, pues inauguró un prolífico recorrido por las artes que lo convirtió en uno de los más sobresalientes creadores de todos los tiempos.  

Viajó a los Estados Unidos y Europa; estudió en el Art Students League de Nueva York y la Grande Chaumière de París. En una de sus estancias en La Habana, se vinculó con los hermanos Raquel y Vicente Revuelta, con los que estrenó sus aptitudes para el diseño de vestuario y escenográfico, incluso, de la imagen del otrora Teatro Estudio, al concebir el emblema que entonces identificara al colectivo escénico.

Esta proximidad con los prominentes teatristas, le permitió trabar relaciones con dramaturgos, escenógrafos, arquitectos y otras relevantes personalidades de la cultura cubana de aquellos años. 

En sus andares por el viejo continente, se nutrió de nuevas experiencias; entró en contacto con la vanguardia plástica de la época que le permitió reconfigurar su quehacer creativo y abrirse hacia universos en el que irrumpieron motivos y elementos que, en el decurso, se tornaron exclusivos y auténticos en su pintura.

“El cartel cinematográfico cubano […] creo que necesita situarse en el lugar que se merece, es un tema que he seguido con gusto”, aseveró Cabrera Moreno, quien también creó en el diseño gráfico. / lajiribilla.co.cu

“La conciencia de la silueta la adquiero de Picasso, a quien imité, copié y asimilé, así como a Paul Klee, Matisse; Miró –al que casi calqué– me dio el espacio; Fernand Léger fue muy importante. Asimilé a Goya, El Greco, Boticelli, Miguel Ángel y al movimiento manierista”, declararía un hombre cuya inmensa sabiduría no rehuyó de la sana imitación para modelar el estilo que lo singularizó. 

Sin embargo, nunca desdeñó la savia de los que desde la academia habanera lo acompañaron en el proceso formativo y se mantuvieron cerca de su obra; aquellos que permanecieron expectantes para aconsejar, enseñar, elogiar: los maestros Amelia Peláez y Carlos Enríquez.

Poética de un impenitente

A principio de la década del 50, el abstraccionismo atrapó el espíritu del creador insular, a partir de la influencia del español Joan Miró y el germano-suizo Paul Klee. Fue, entonces, cuando empezó a pintar una suerte de cuadros abstractos que serían exhibidos en Cuba y varias ciudades hispánicas. Hoy resultan difíciles de encontrar, pues la mayoría está en poder de coleccionistas privados y otras son atesoradas en nuestro Museo Nacional de Bellas Artes.

Entre 1954 y 1955, incursionaría en una serie de dibujos al carbón y creyón con una poética nunca antes registrada en su obra. Asumió temas populares desde un estilo eminentemente naturalista que vendría a ser el preludio de lo que luego los especialistas identificarían como la pintura épica servantina.

Vio la luz en esos años el óleo Los carboneros de El Mégano, epítome gráfica de las vivencias captadas en la memorable filmación de El Mégano, en la cual se enrolara con un grupo de jóvenes de la Sociedad Nuestro Tiempo, entre los que se encontraban los cineastas Julio García Espinosa, Alfredo Guevara y Tomás Gutiérrez Alea; y que documentó la paupérrima existencia de los habitantes de aquel caserío villareño, antes del triunfo revolucionario.

Mientras inauguraba una exposición en Washington, lo sorprendió la victoria de enero de 1959; en aquellos instantes convulsos y alentadores se integró al naciente proceso social como solo él sabía: pintando.

De la pintura épica servantina es el óleo Tiempo joven (1970), atesorado en los fondos del MNBA. / Fotocopia. / Tomada del libro: El abrazo de los sentidos, de Rosemary Rodríguez Cruz y Claudia González Machado.

Aparecieron los rostros de campesinos, milicianos, rebeldes, una amalgama de gente humilde, de pueblo, irrumpió en sus obras con una expresión de fuerza, dada por la deformación intencionada de la musculatura que parece romper la apretada estructura de la composición. De forma espontánea, libre, el artista recreó su particular y concisa apreciación de los acontecimientos sociales que ocurrían en el país.

“Testimonio de un trabajo de elaboración subterránea, se traduce en el hallazgo de una adecuada fórmula plástica, a fin de expresar con mayor fuerza y sintéticamente una realidad percibida de manera intuitiva en sus valores emocionales”, aseguró Graziella Pogolotti.

Junto a los hermanos Antonio y Carlos Saura en uno de sus tantos viajes por España. / Fotocopia. / Tomada del libro: El abrazo de los sentidos, de Rosemary Rodríguez Cruz y Claudia González Machado.

¿Espiritualidad versus erotismo?

“El amor se realiza en el instante en que la cópula en éxtasis culmina”, expresó Alfredo Guevara sobre la obra erótica de Servando Cabrera, a quien consideró un “ar-tista del Renacimiento”. / Fotocopia. / Tomada del libro: El abrazo de los sentidos, de Rosemary Rodríguez Cruz y Claudia González Machado.

En las obras de los años 60 y 70, el sexo y lo erótico, respectivamente, van emergiendo como evocaciones poéticas que sugieren la imbricación entre la naturaleza, el amor, una mujer y un hombre.

Estas piezas vienen a ser representaciones inacabadas o fragmentarias de la pareja humana en pleno acto amatorio; son imágenes simbólicas que se apartan de la pornografía, lo pedestre u obsceno. 

“Artista de la sensualidad, de pincelada libre, de excelentes transparencias, con un empleo justo de las líneas del dibujo, con un lenguaje auténtico de precisas alusiones”, así lo calificó la museóloga y curadora Rosemary Rodríguez Cruz, durante algunos años subdirectora del Museo Biblioteca Servando Cabrera Moreno. 

Pero ese erotismo a flor de piel, aterrizado en el lienzo, no era usual en aquel momento, lo cual generó incomprensiones y actitudes de rechazo, al punto de invalidarle exposiciones en Bellas Artes durante el llamado Quinquenio Gris.

De cualquier modo, a pesar de la apatía, la censura y la desidia, el artista no abandonó esa estética y el tiempo dijo la última palabra. En el presente, se le reconoce como uno de los precursores del arte erótico en Cuba y el mundo.

Inquieto, siempre extraordinario, no se detuvo en su capacidad de experimentar ni ante las inclemencias de sus detractores y censores. Vendrían los rostros de luchadores revolucionarios latinoamericanos y cubanos; aparecerían las habaneras de frente y de perfil, “como saetas, diagonales que apuntan a un doble drama: el de la mujer y el artista”, como señaló la doctora Luz Merino Acosta, historiadora del arte.

Durante algunos años ejerció, desde el magisterio, una excepcional influencia entre las primeras hornadas de estudiantes de la Escuela Nacional de Arte (ENA), de la que fuera apartado por su manifiesta identidad homosexual. No obstante, el culto y preparado maestro no dejó de ser apreciado, admirado entre sus discípulos; hoy, algunos de ellos del relieve de Nelson Domínguez, Eduardo Roca (Choco), Tomás Sánchez, Ernesto García Peña (1949) y Gilberto Frómeta.

Aun cuando se mostró polémico y hasta irreverente en lo creativo, muchos de sus allegados lo reconocieron como un ser humano espléndido y muy generoso; al punto que, según opinan expertos, la actual dispersión de su obra se debe, en gran medida, a que obsequiaba originales con bastante regularidad.

Junto a Antonia Eiriz, en la inauguración del Salón 70 en el MNBA, con quien Servando Cabrera tuvo lazos de profunda amistad y camaradería. / Fotocopia. / Tomada del libro: El abrazo de los sentidos, de Rosemary Rodríguez Cruz y Claudia González Machado.

Por ser un erudito y entusiasta de las artes, el autor de obras emblemáticas como Presencia joven (1973) y Milicias campesinas (1960) profesó el coleccionismo con acendrada excelsitud, tanto que llegó a reunir más de un centenar de piezas de la cultura popular de diversas regiones del orbe; un riquísimo fondo bibliográfico especializado y una fonoteca.  

Servando Cabrera Moreno concibió una obra pródiga en significados y lecturas que eludió fórmulas maniqueas o fetichismos en boga. Voló alto, más allá de espacios físicos y geográficos, en esos “viajes atrevidos” que, como sintetizó la periodista, crítica y ensayista Loló de la Torriente, incitan a un reencuentro desde la universalidad del arte.


CRÉDITO FOTO PORTADA

Julio Ángel Larramendi.

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