Cuando las ideas no murieron

Este 1 de agosto se conmemoran 70 años de la captura de Fidel, luego del ataque al Moncada. No una, sino tres veces, el teniente Pedro Sarría, militar de pundonor, le salvó la vida al jefe del asalto y a sus compañeros

Autor. / Departamento de Cultura e Historia de Bohemia


“¡No tiren, no tiren… Las ideas no se matan… Las ideas no se matan!… repetía, como en un susurro, el teniente Pedro Sarría Tartabull en el afán de calmar los ánimos de sus soldados enardecidos. Era el 1 de agosto de 1953, tras una semana de búsqueda por la serranía de la Gran Piedra habían hallado a tres asaltantes del Moncada: Fidel, Pepe Suárez y Oscar Alcalde.

Los habían sorprendido mientras dormían en un varentierra, exhaustos y hambrientos, y el instinto de los uniformados coléricos fue lincharlos allí mismo. Solo la voz del jefe de la patrulla, un hombre negro, fornido y militar honesto, pudo controlar la complicada situación.

Fidel es interrogado en el Vivac. A su izquierda, inclinado, escucha atento las declaraciones su captor. / Autor no identificado

El teniente se negó igualmente a entregar a los prisioneros cuando, una vez en la carretera hacia Santiago, lo interceptó el sanguinario comandante Pérez Chaumont, quien pretendía conducirlos al Moncada, donde probablemente aumentarían la lista de muertos. Pero, previendo las siniestras intenciones, Sarría se mantuvo firme, viril como pocos, y desobedeciendo incluso al oficial de graduación superior, trasladó al grupo de asaltantes al Vivac de Santiago de Cuba, circulando por zonas céntricas de la ciudad. Con ello no solo les salvó, sino que se inscribió con letras doradas en la historia.

Le debe usted la vida, evidentemente –preguntó Ignacio Ramonet en la célebre entrevista que dio lugar a Cien horas con Fidel.

―¡Pero como tres veces! Primero, evitó que nos mataran; segundo, lo evitó cuando…

No dijo quién era usted, ni lo entregó a su jefe.

―Cuando yo veo a aquel hombre actuando con esa caballerosidad, hago así y me paro: «Yo soy fulano de tal».

Y él me dice: «No lo diga, no lo diga». Lo otro lo supe después, cómo él se negó a entregarme, y en el camión me puso al chofer allí, yo en el medio y él aquí. ¿Qué explica todo eso? Era un hombre que estudiaba, un hombre decente. Esa es la razón por la que yo caigo preso, el juicio y, bueno… no me mataron.

Y me salvó la vida por tercera vez cuando se negó a conducirme al cuartel «Moncada» y me llevó al Vivac.

A propósito de conmemorarse este 1 de agosto, el aniversario 70 de aquella salvación casi milagrosa, compartimos con nuestros lectores algunos fragmentos del libro Mi prisionero Fidel. Recuerdos del teniente Pedro Sarría, entrevista exclusiva que en 1986 le realizara el destacado periodista Lázaro Barredo, quien también honrara con su pluma pródiga las páginas de Bohemia.

***

El prisionero

Amanece y ya tenemos tres o cuatro kilómetros de camino; hay claridad y ordeno pasar. Saco mis prismáticos. A lo lejos veo una casita y le pregunto a Camagüey: ¿Qué cosa es aquello? Me dice: Teniente, eso es para cuando se extravían los animales o estamos montando cercas, y llueve mucho, guarecernos ahí. Le pregunto si allí hay alguien viviendo y me responde que no. Me da un presentimiento y le grito a la tropa: ¡Hacia la casita, adelante!

El cabo Suárez se acerca sigilosamente a la casita y me grita: ¡Teniente, hay hombres armados! Me apresuro, porque veía gesto de ambas partes, como si estuvieran discutiendo y desde la distancia empiezo a decir que no tiraran, que las ideas no se matan.

Nombre: Francisco González Calderín

Edad: 26 años

Profesión: Estudiante

Vecino: Marianao, La Habana

Varentierra del campesino Luis Peña, donde el 1 de agosto fueron sorprendidos, mientras dormían, Fidel y dos compañeros. / Miguel Rubiera/ ACN

Los otros dos se identifican como Oscar Alcalde y José Suárez. Sobre el primero de ellos yo no estaba muy conforme con sus declaraciones. Lo miraba y lo volvía a mirar.

Algunos soldados están muy excitados, uno de ellos hace ademán de disparar y entonces es cuando insisto con mucha energía en que ellos son prisioneros, que no vayan a disparar y que las ideas no se matan. Eso contuvo los ánimos caldeados.

Le pregunto al tal Francisco que dónde están los otros y no me responde.

En la casita hay tres muchachos muy fatigados y ocho fusiles. Mando a tomarles las generales y el primero responde:

Ordeno iniciar la marcha. Me sitúo cerca de él y de Alcalde, acompañado por dos soldados. Todos vamos en misión de avanzada para buscar al otro grupo de cinco. Cuando caminamos como cuatro kilómetros, ya cerca de la carretera, se escuchan unos disparos y le digo a los tres que se tiendan por si acaso disparan en nuestra dirección; pues, aunque el grupo no está armado con fusiles, pueden portar armas cortas.

Les ordeno tenderse nuevamente y Francisco se niega a hacerlo; y me dice que si vamos a disparar que los matemos allí puestos de pie.

Le respondo tajante: ¿Quién habla aquí de matar? y algo acalorado ordeno: iTenderse! iEstán bajo mis órdenes ahora!

Cuando nos tendemos, Francisco me confiesa que no me quiere engañar, y me dice: ¡Yo soy Fidel Castro! Miré con preocupación a uno y otro lado, a ver si algún soldado lo había escuchado y, después de comprobar que no, le pedí insistentemente que no le dijera a nadie más su identidad.

Efectivamente, yo tenía el presentimiento de que fuera él, pero después de tomar los nombres, se me quitó la idea, primero porque desde hacía tres días se le daba por muerto, y porque al ponerle las manos en la cabeza encontré su pelo muy duro y la piel se le veía algo carbonizada por el sol.

A Fidel lo conocí en la Universidad años atrás. Me acuerdo que vivía frente a donde yo paraba en el edificio del cuerpo de ingenieros, pues como militar, cuando iba a La Habana, para economizar los hoteles y eso, paraba en un cuartel que estaba en la calle 3ra esquina a 2, en El Vedado, que era donde estaba el Cuerpo de Ingenieros, y allí, mientras me examinaba, repasaba y estudiaba, quedaba en ese lugar de quince a veinte días. Fidel vivía frente por frente, en un apartamento.

Sarría junto a Fidel después del triunfo revolucionario. / Autor no identificado

Quiere decir que eso fue por el año 49 o 50; yo empezaba la carrera de Derecho y Fidel la terminaba.

En realidad me sentí emocionado por aquel gesto viril de Fidel y recuerdo que no pude otra cosa que admirar la valentía de él y sus compañeros, y le di mi palabra de que garantizaría sus vidas a cualquier precio.

Continuamos la marcha, los soldados no escucharon sus palabras y él me dice: ¿Se lo va a decir a los soldados? Le respondo: No tengo que decírselo a nadie, soy el jefe, y conque lo sepa yo, basta. Los hombres están bajo mi mando y estas cosas son diferentes, así es que vamos hacia adelante. En eso capturan a los otros cinco, encabezados por Juan Almeida y Armando Mestre. De los otros tres ahora no recuerdo sus nombres.

Ordeno a mis hombres dirigirse para la casa de Sotelo y, cuando estamos llegando, mando a los prisioneros sentarse en un tronco de árbol y oriento a algunos de mis soldados que busquen un camión en la casa de Sotelo para llevar a los muchachos a Santiago de Cuba. Sotelo viene hasta el lugar y me dice que sus camiones estaban fuera de la zona, pero que su vecino, Manuel Leisán, sí tenía. Mando a casa de Leisán para que me trajeran un camión con su chofer, y este me lo envía con su hijo al volante.

Antes de montar a los muchachos les digo a mis soldados: para más seguridad vamos a llevarlos amarrados unos con otros. Ustedes van a ir en la cama del camión con estos siete y yo voy con este muchacho -sin decirles el nombre- en la cabina. Entonces puse a Fidel entre el chofer y yo, y antes de partir le pregunto a mis hombres: ¿Con qué me prometen ustedes, o qué garantía tengo de que en el camino no dejarán quitárselos? Todos respondieron: ¡Con la vida, teniente!

Esto es lo que yo necesito, me digo en la mente, porque presumía que, enterados como reguero de pólvora, vendría alguna tropa para interceptarnos el paso y así evitar que los prisioneros entraran a Santiago: recordando otros hechos similares, por mi experiencia de viejo militar, sabía que todo eso podía ocurrir.

Al salir me encontré en la puerta de la finca a Monseñor Pérez Serantes que me dice: ¡Párese ahí, teniente! Le respondo: No puedo Monseñor, vea al coronel Rio Chaviano en el Moncada; si va delante tome su yipi y apúrese, y si va detrás, vaya lejos de mí.

No los entrego

Cuando veo a Monseñor Pérez Serantes me pongo a pensar qué hacía él allí, y no llego a conclusión alguna; pero sí noto que al llegar Juan Leisán con el camión, el muchacho está algo temeroso, y aquello no me gusta, porque él me conoce. ¿Por qué estará así? me pregunto y lo achaco a la impresión de la captura, no le doy importancia.

Lo que presentía resultó cierto, pues a la legua y pico, frente a La Redonda, venía de Santiago de Cuba hacia Sevilla una patrulla con una tropa similar a la mía, 22 hombres, al mando del comandante Pérez Chaumont, y junto a él, mi capitán.

Cuando nos encontramos, el comandante Chaumont me dice: ¡Alto ahí, Sarría! Ordeno al chofer que pare y el comandante me advierte: ¡Óyeme! No puedes seguir con estos prisioneros. Le pregunto el porqué y me responde: Porque tengo órdenes. No puedes seguir y debes entregármelos. Le respondo enérgico: ¡Imposible, comandante!

Y me dice: ¿Cómo imposible, Sarría? ¿Te vas a insubordinar? iYo soy el comandante jefe de operaciones! Y le vuelvo a responder: ¡Imposible! los capturé yo y el responsable soy yo. Él vuelve a decir: ¡Yo soy el jefe de operaciones y comandante: Sarría, estás insubordinado! Y le digo: Bueno, yo soy segundo teniente, pero tengo mis atribuciones como segundo jefe del escuadrón de esta zona militar y del orden público, además de jefe de la Guardia Rural, y la captura no la ha realizado usted, sino yo, y sé por qué los llevo. Hay cosas importantes que no se las puedo decir.

Con motivo del aniversario 50 del asalto al Moncada, en el patio del Museo 26 de Julio fue develado un busto que inmortaliza al heroico teniente. / José Raúl Rodríguez Robleda

Pero el comandante insiste: Con todo y eso, no puedes seguir. Miro a mis hombres y veo la actitud que tienen, del juramento que me hicieron de responder con la vida a mi actitud, y me digo que, aunque ellos sean un poquito más que nosotros, allí nos íbamos a morir todos si trataban de quitármelos a la fuerza. Chaumont vuelve a insistir: ¡No puedes seguir, Sarría! Le digo que no los entrego y que seguiré con ellos hasta Santiago. El capitán Tandrón se mete en la discusión y me dice: Sarría, es el comandante. Le respondo bien alto: Ya le dije, capitán, yo soy el teniente y soy el responsable de estos hombres. El comandante, que también se fija en la actitud combativa de mis hombres, me dice: Bueno, vaya para el Moncada con ellos.

Miro fijamente al comandante y le digo: No los llevaré al Moncada sino a otra parte. Me pregunta adónde y le respondo: Al Vivac, si conviene. Él se ve muy molesto pero yo no me transo y le señalo: Vaya usted delante a una distancia regular. Chaumont vuelve a insistir: Sarría, antes de salir vamos a hablar tú y yo. vamos a separarnos de aquí para hablar nuestro asunto. Le digo tajante: Comandante, yo no me separo del camión. Pienso rápido que cuando yo me separe del vehículo me va a conquistar a mis soldados. pues como él es comandante y yo segundo teniente nada más, ellos, como subalternos, le van a obedecer, van a simular una fuga y los matarán a todos: entonces quedaré yo como responsable de la muerte de los muchachos, habiéndole prometido a Fidel que yo los iba a conducir vivos.

Ya en ese momento sabían mis hombres y los del comandante quién era el hombre que estaba entre el chofer y yo. Chaumont me dice: Ese que está entre el chofer y tú, es Fidel Castro. Le respondo: Sí, señor, lo es; pero ni a él ni a los otros se los voy a entregar, comandante, de eso puede estar seguro. Miro a mis hombres, que estaban con los ojos muy abiertos, impresionados, al saber que el prisionero era Fidel Castro.

Con esa premisa partimos, él delante, a distancia, como le dije. No fui a conferenciar con él, ni me separé de mis hombres porque desconfiaba, tenía la impresión de que algo terrible podía ocurrir. Cuando entramos en Santiago de Cuba, cerca del vivac, el comandante se separó con sus hombres a un lado y continué la marcha.

Cuando voy a entrar al Vivac abren las puertas y algunos curiosos de la población empiezan a congregarse allí a gritar: Ahí llevan a Fidel, llevan a Fidel. Mandé a mis hombres a que dispararan al aire para dispersar a la gente y nos dejaron entrar, tomando también precauciones no fuera a ser que algunos militares vestidos de civil o de los cuerpos de seguridad le dispararan a boca de jarro y lo asesinaran, por lo que ordeno rápido: ¡Dispersarlos! Entonces mis hombres dispararon ocho o diez tiros al aire y entramos al recinto jurídico.

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