De entre la fila de muchachos apilados en el área del pasillo, donde daba menos el sol, salió primero una rubia gritando. Corrió eufórica hacia una de sus amigas y se abrazaron casi entre lágrimas, ante el resto que presenciaba la escena y esperaba su turno para mirar una lista.
Minuto después, un grupo de tres saltaba emocionado en círculos.
“¡Mamaaá, me la dieron!”, vociferó otro en su teléfono, mientras desde un rincón se escuchaba también la risa contenida del joven al que, pese a las pocas plazas disponibles, le había llegado Telecomunicaciones.
Una alegría inusitada se adueñaba de aquel patio preuniversitario, aunque también vi salir del tumulto caras tristes, inconformes, indiferentes… En procesos como esos, donde media un escalafón como juez, es difícil complacer a todos –pensé–, más allá de que en algunos se mantenga hasta el último momento la esperanza de poder alcanzar la carrera anhelada.
Imaginé además la miscelánea de emociones que puede sentir un estudiante de duodécimo grado, cuando está a punto de conocer la profesión a la que dedicará los próximos años de su vida.
Por razones que alargarían estas líneas estuve allí y fui testigo durante algunos minutos de esos pequeños instantes de felicidad que, en tiempos convulsos como los actuales, alimentan el espíritu.
El monstruo de la nostalgia despertó entonces y yo me descubrí allí, desprovista de recursos para detener la sarta de recuerdos que se proyectaban contra mi memoria. Y como déjà vu, reconocí a la bachiller que hace algunos años fue protagonista de una historia como esta.
Recordé claramente que desde el día anterior al otorgamiento de carreras pensaba en cómo reaccionaría si al lado de mi nombre no rezaba en tinta: Periodismo. Recordé también que, en el camino a la escuela, y, ante la duda, mi mejor amiga y yo calculábamos las segundas o terceras posibilidades.
Recordé que no había llegado aún a secretaría cuando Luis, mi profesor de Historia, me gritó desde una punta a la otra del pasillo “periodista” con la emoción de un padre.
Confirmado. Miré a Daniela. Gritamos juntas, saltamos, nos abrazamos. Entramos luego a saber de ella y volvimos a saltar, gritar y llorar porque le había llegado la Arquitectura que tanto soñó y porque sabíamos que, a partir de ahí, nuestros caminos, al menos en las aulas, se separarían para siempre.
Pasado los minutos también llamamos a nuestros padres, quienes celebraban la noticia al otro lado de la línea tanto o más que nosotras mismas, y regresamos a casa con la satisfacción de otra meta cumplida y las ganas de comernos el mundo.
El tiempo pasa… y, como dicen siempre por ahí, hay momentos como esos que son irrepetibles; sin embargo, ahora pienso que puede ser posible revivirlos en la piel de otros.
***
Una nueva llamada en alta voz me trajo de vuelta al presente:
Hija: Mamá, ya voy saliendo, adivina qué me dieron.
Madre: ¿¡Te dieron Biología!?
H: No, no me tocó la primera, pero, bueno, adivina otra.
M: Y entonces, no sé, ¿algo en la UH?
H: Nop, prueba de nuevo.
M: ¡Acaba de decirme Amalia!
H: Ingeniería Química, en la Cujae.
M: ¿Y, estás contenta?
H: ¡Claro mami¡, si la puse en la boleta es porque me gusta. Era mi cuarta opción, pero me gusta. Además, tú siempre me has dicho que todo pasa por algo.