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El Manifiesto de Montecristi: programa de la última contienda independentista   

Sus firmantes argumentaron la necesidad de la lucha armada como vía de liberación del pueblo cubano y expusieron las proyecciones de la futura república


 

La guerra en Cuba se había reiniciado el 24 de febrero de 1895. Sin embargo, un mes después no existía proclama oficial del Partido Revolucionario Cubano (PRC) sobre los objetivos de los alzamientos armados. En ese contexto, mientras los mambises reconquistaban la manigua y los del exilio se preparaban para desembarcar en el país, los enemigos de la independencia apelaban a disímiles resortes para frustrar los intentos bélicos.

Antes de salir a Cuba para incorporarse a la insurrección, Martí y Gómez lanzaron al mundo el programa que guiaría la Guerra Necesaria. / cubaminrex.cu

José Martí, líder del PRC y principal organizador de la nueva etapa de lucha, sabía que un movimiento político, si pretende calar en la gente, necesita dar a conocer sus fundamentos, objetivos y las vías para alcanzarlos. En pocas palabras: necesita un programa. El de la Guerra de 1895 tomó cuerpo en el Manifiesto de Montecristi el 25 de marzo de ese año, fruto de la pluma del hombre de La Edad de Oro y respaldado por Máximo Gómez en toda su extensión.

El camino a Montecristi

Cuando Martí viajó a República Dominicana en 1892 al encuentro de Gómez, el PRC había consultado a la oficialidad mambisa sobre quién debería dirigir el aparato militar de la guerra que se avecinaba. En lo que ha sido calificado como un proceso de altos quilates democráticos, Gómez resultó escogido por la mayoría para asumir esa responsabilidad. En consecuencia, el 13 de septiembre de ese año, durante su visita a la nación dominicana, el delegado del PRC le ofreció formalmente la investidura de general en jefe del Ejército Libertador. El viejo general la aceptó, no sin desconocer, como dijera Martí, que le esperaría la “ingratitud probable de los hombres”. Más adelante se confirmaría a Antonio Maceo como segundo jefe del Ejército. Para los historiadores Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola, a partir de entonces:

“La futura lucha anticolonialista ya contaba con un Partido y una estructura militar formada a partir de los presupuestos ideológicos de éste. La amistad Martí-Gómez, imprescindible para la revolución, comenzó a crecer a partir de 1892. Al incrementarse, se consolidaba la unidad dentro del campo insurrecto futuro”.

Desde esa época, varios fueron los intentos fallidos por llevar el estado de guerra una vez más a la Mayor de las Antillas. Incluso, alguno que otro de los planes trascurrió al margen del PRC, lo que colocó a sus autoridades, en especial al Apóstol, en la incómoda posición de no poder condenar, por reconocimiento al carácter independentista, pero tampoco respaldar, por considerarse circunstancialmente inapropiado.

Las condiciones objetivas y subjetivas se fueron consolidando y el 29 de enero de 1895 se acordó la orden de alzamiento para la segunda quincena del mes siguiente. De posponerse por más tiempo la arrancada, se corrían muchos riesgos; por ejemplo: la propia efervescencia interna podía propiciar un movimiento espontáneo que pusiera en alerta a las autoridades hispanas. Conforme a lo previsto, el 24 de febrero varios territorios se alzaron en armas contra el colonialismo. El inicio de la guerra era un hecho; solo restaba que los líderes en el exilio se trasladaran a suelo cubano para ponerse al frente de la contienda.

En esos días de agitación, Martí se trasladó a República Dominicana en busca de El Generalísimo, asentado allí desde hacía varios años. Navegarían juntos al campo insurrecto. Pero antes dieron a conocer, el 25 de marzo de 1895, el programa en que se sustentaba la lucha. Este documento, cuyo nombre original era El Partido Revolucionario Cubano a Cuba, fue “escrito por Martí y aprobado en todas sus partes por Gómez”, de acuerdo con el texto Historia de Cuba. 1492-1898. Formación y liberación de la nación

Casa donde Martí y Gómez firmaron el Manifiesto de Montecristi el 25 de marzo de 1895. / trabajadores.cu

¿Por qué un manifiesto?

Al noroeste de República Dominicana, es actualmente una de las 31 provincias del país. Fue fundada como villa de San Fernando de Montecristi en el siglo XVI, durante la gubernatura del conquistador español Nicolás de Ovando. A finales del siglo XIX era un poblado de relativa prosperidad. Investigaciones revelan que, además de gente de otras regiones dominicanas, atraía a ingleses, franceses, españoles, chinos, estadounidenses, sudamericanos y habitantes de las otras Antillas, por lo que era sede de varios consulados.

Pero pocos en Cuba hubiesen oído de Montecristi si no fuera porque en esa comarca semiárida el delegado del PRC y el jefe del Ejército Libertador firmaron el Manifiesto que la historia recogería con el mismo nombre del asentamiento dominicano. Este programa revolucionario, más de 120 años después, sobresale por la brillantez política de las ideas que contiene.

Una de las virtudes del documento es que reivindicaba a la recién iniciada guerra y a sus hombres como continuidad de las luchas independentistas anteriores. “La revolución de independencia, iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra”. Dicho así, con la invocación a los “magnánimos fundadores” y la firma de Gómez y Martí —veterano uno y de los “pinos nuevos” el otro— en el texto quedaba claro que la revolución sería obra no de una, sino de dos generaciones.

La proclama del 25 de marzo de 1895 también argumentó la tesis de la lucha armada como camino hacia la liberación. Para los independentistas de la época era imprescindible exponer esta idea, contrapuesta a la hipotética evolución pacífica dentro del régimen colonial, de postulación autonomista. Debían responder a las imputaciones quienes condenaron los alzamientos de febrero e intentaron, desde los días iniciales de la guerra, persuadir al liderazgo insurrecto para que depusiera las armas.

Pero si en 1895 resultaba importante deconstruir el discurso del autonomismo, defensor de la conciliación con la corona española, no menos necesario sería disipar los fantasmas de una supuesta conflagración de razas en Cuba. Prácticamente desde el final de la Guerra de los Diez años, políticos conservadores habían bombardeado a la opinión pública con informaciones distorsionadas sobre aquellas figuras mestizas, de origen popular, que por sus méritos alcanzaron prominentes posiciones en la manigua. De ellas afirmaban que, más que una guerra anticolonial, promovían el enfrentamiento contra los blancos.

Anteponiéndose a lo que denominó “terror insensato y jamás justificado”, el Héroe Nacional dedicó varias líneas de la declaración de Montecristi a poner el movimiento revolucionario a salvo de los estigmas racistas: “(…) no tiene el cubano negro escuelas de ira, como no tuvo en la guerra una sola culpa de ensoberbecimiento indebido o de insubordinación. En sus hombros anduvo segura la república a que no atentó jamás. Sólo los que odian al negro ven en el negro odio”.

Un conflicto bélico que no era “tentativa caprichosa” y sí “el producto disciplinado de la resolución de hombres enteros” debía tener una fundamentación a la altura de sus magnos objetivos. El Manifiesto de Montecristi fue ese imprescindible programa de la última contienda independentista: expuso que la se iniciaba era una guerra necesaria, breve y justa contra el sistema colonial, pero no contra el español de honor; y que daría paso a la confirmación en el archipiélago cubano de una “república moral en América”.

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