La casa de (San) Lázaro Guzmán

Si no era el único televisor existente en todo el barrio, al menos otro no había cuya familia abriera las puertas del hogar para que el vecindario en peso se acomodara entre sala y saleta, a ver las aventuras


No será la Puerta de Alcalá, pero ahí está, ahí está, ahí está, viendo pasar el tiempo…

Cada día transitan frente a ella decenas y decenas de habitantes del barrio u otras personas, y posiblemente a nadie llame la atención esa vivienda que marca esquina en la intersección que forman las calles San Telmo y San Ignacio, en el mismísimo talón o, más allá incluso, en la punta de los pies del barrio de Jesús María, en Sancti Spíritus.

“Es la casa de los Guzmán”, tal vez diga escuetamente alguien, sin saber que acerca de ese inmueble se pudiera estar hablando horas enteras, organizar allí una tertulia comunitaria, situar una tarja en la pared frontal o hasta declararla patrimonio de la comunidad.

Lázaro, santo de clavo y serrucho

Me parece verlo: de negra tez, delgado, de poco hablar y mucho hacer; uno de esos hombres que posiblemente no haya alcanzado ni el tercer grado; sin embargo, en materia de respeto, de educación y de valores muy bien pueden ofrecer una magistral conferencia en el más prestigioso recinto universitario.

Su oficio: carpintero. Por eso desde que uno entraba a la vivienda sobrevenía un olor a madera, a aserrín o aquella cola de penetrante tufo, con la cual fijaba de tal modo las piezas que solía decirles a sus clientes: “A lo mejor vuelves aquí por una pata partida en este mueble, pero no porque se te despegue”.

No fueron, empero, sus dotes como humilde ebanista lo que, en mi opinión, más distinguió a Lázaro, su esposa Lina y a la prole de 17 hijos que en perfecta escalera ambos les dieron a Jesús María y a la ciudad. Si la memoria no me traiciona, con excepción de otra vivienda relativamente cercana, el único televisor que había en todo el vecindario estaba precisamente en la saleta de Guzmán.

Aunque el cine ejercía por esos años irresistible atracción, su lejanía (centro del pueblo) y sobre todo el hecho de que no todas las familias dispusieran de la ropita, calzado y hasta de los centavitos para llevar a sus niños, mantenían a la televisión como la más atrayente, práctica y fantástica opción, no solo entre chicos a quienes podías explotarles un fuego artificial a 30 centímetros del oído y no enterarse (absorbidos por la pequeña pantalla), sino también entre adultos no menos boquiabiertos ante un espacio de aventuras, casi siempre con actuaciones en vivo.

Lo cierto es que, con un corazón hecho de la más preciosa madera del mundo, Lázaro y su familia abrían la puerta de su hogar cada día, antes de las 7:00 de la noche, para que sobre todo los chiquillos de la barriada entrasen y se sentaran en el piso, más apretados que sardinas en lata, a disfrutar las dos series de aventuras que, en hilo, ofrecía la televisión cubana, antes del espacio estelar del Noticiero de la televisión.

Vale decir que, si bien los inquilinos de la casa tenían luneta segura, alguna que otra vez Camilo, Puchi, Ángel Mario, Luisa, Tere, Mercy… y otros hijos del carpintero tuvieron que ponerse duros para no verse desplazados.

No miento si les cuento que muchas veces todo el mundo se enteraba de lo que había en las ollas de aquella casa, ante la negativa de comer a ocultas y perderse las estocadas de los Tres mosqueteros, las emociones de La flecha negra o las cargas al machete de Los Mambises, con Nacho y Pedro Verdecia al frente.

En la sala había de todo: desde niños recién bañados hasta los que en todo el día, y más, no habían visto agua; unos con humildes zapatos y otros a pura planta de pie; unos olorosos a colonia de bebitos, otros a sudorcito avinagrado… y si por casualidad a alguno liberaba uno de esos “vientecitos sin dueño” es fácil imaginar el efecto y la variedad de reacciones, incluida una voz que sentenciaba: “¡Otro más y todo el mundo pa´fuera! ¿Está claro?”.

En aquel tiempo, ese espigado adolescente y hasta los dos perros en la acera hubieran entrado a ver las aventuras, allí.

Innecesario es referir la algarabía cada vez que el bueno liquidaba al malo, o los chasquidos de lengua, en desaprobación, cuando alguna intransigente madre o abuela se plantaba en la puerta para gritar: “¡Arriba, Jorgito, sal de ahí; yo te dije bien clarito que estás castigado la semana completa y no hay aventura que valga, vamos!”.

A la luz de estos tiempos me he preguntado en varias ocasiones cómo reaccionaría una familia, hoy, con 50 o 60 muchachos metidos en la sala del hogar viendo aventuras. Prefiero no opinar. Solo sé que pudiendo haber cerrado puertas y disfrutar solo en familia aquel televisor, Guzmán lo puso al servicio de toda la barriada.

Después irrumpieron en la sociedad los televisores comunitarios, en espacio público, metidos dentro de una especie de cajón cuadrado, ligeramente alto, para que todo el mundo pudiera acceder a la programación.

También algunos consagrados obreros ganaron, a filo de mocha en cañaveral, el derecho a comprar uno de esos equipos, y la “densidad televisiva” fue aumentando en los barrios.

Tal vez ese favorable contexto fue relegando a injusto olvido la bondad (también pudiera decir: la fantástica paciencia) de Lázaro Guzmán.

Para los agradecidos, en cambio, seguirán cabalgando a crin de tiempo las lecciones de desinterés, de sensibilidad, de solidaridad, de valores humanos… que aquella familia dejó, entre el aroma de la madera y del aserrín en duelo con el tufo despedido por una cola o pegamento criollo, hecho, según se decía, con patas, rabos y otras partes de animales, hirviendo al fuego.

Si bien la casa de los Guzmán fue única desde ese punto de vista en todo Jesús María, no devino excepción en Cuba.

Probablemente quienes lean estos apuntes conserven vivencias similares del entorno en que transcurrió su infancia, a principios de la Revolución, durante los años 60 y 70 del pasado siglo: tiempo sumamente hermoso en valores, de un romanticismo social incomparable, cuando se soñaba mucho, dormido y despierto, a toda hora y lugar, pero con los ojos abiertos y los pies divinamente afincados a la tierra.

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