La maletica de palo

Anacrónica, como si fuese pretérita ciencia ficción, formó parte de un tiempo incuestionablemente hermoso que repartía enseñanzas por igual entre el estudio y el trabajo, con la imparcial red de la educación justo en el centro del terreno


Hace poco, observando las, a veces, ocurrentes aguas por donde discurren las redes sociales, me crucé con una vieja maletica de palo que flotaba sobre la corriente.

Como era de suponer, a su alrededor hacían burbujas una verdadera mezcla de expresiones de curiosidad, asombro, nostalgias y hasta alguna que otra burla, supongo por parte de quienes hoy arrastran calle abajo una de esas maletas con pequeñas ruedas, sujeción desplegable, zíper por todos sus costados, varios compartimentos, llavín de seguridad y “un lux” a prueba de las más rigurosas cinchas del mercado internacional.

Ajena a todo ello, la añeja maletica seguía ahí, con un tranquilo donaire natural, como si se tratara de la reina de las valijas en pleno 2023.

Lo que tal vez desconocen las más adolescentes y jóvenes generaciones de internautas es que, así, vestidas o revestidas de humilde madera, esas maleticas tuvieron “sus esplendorosos 15 años” allá por la década de 1970 y un poquito más acá.

Tenía lugar por aquellos románticos tiempos una de esas experiencias que –en mi muy personal opinión– jamás el país debió perder: la llamada etapa de escuela al campo, expresión concreta de un concepto martiano profundamente educativo, formador y multifactorialmente provechoso, sustentado en la vinculación del estudio y el trabajo.

Con ese sano propósito, los estudiantes de secundaria básica nos íbamos a campamentos agrícolas durante 45 días para “chocar”, mañana y tarde, con las rigurosas labores del tabaco, café, cítricos, tomate, frutales y otros cultivos.

Y era ahí donde entraba en juego la insustituible maletica que a ritmo de serrucho, clavo y martillo fabricaban carpinteros de todo el archipiélago… o padres que audazmente se aventuraban a incursionar en el oficio.

Vale la pena afirmar que –como aquellas latas cuadradas, por entonces denominadas “de aceite de carbón”– la maleta formaba parte de un módulo ineludible, estratégico.

La lata metálica (o un cubo) se tornaba vital para tomar diariamente el baño al concluir las agotadoras pero muy educativas jornadas de trabajo. Por cierto, en muchos casos, a los cuatro o cinco días ya el negro humo despedido por la leña en llamas había cubierto las iniciales con que los más friolentos habían inscrito, a punta de brocha, sus iniciales con el propósito de fijar pertenencia.

La escuela al campo se disfrutaba y dejaba un riquísimo saldo de enseñanzas para el alumno.

La maletica –acompañada por lo general de un par de cáncamos y de un candado, cuya llave permanecía colgada todo el tiempo al cuello por medio de un cordón de zapatos– devenía curioso espectáculo.

Dentro de ella no podían faltar artículos de necesario uso como las camisitas limpias con las que garantizaban cambio y recambio hasta el domingo, cuando, apretados como sardinas en sus envases, empezaban a aparecer padres, hermanos, primos, tíos, abuelos y hasta vecinos, sobre camiones, cargados de ropa limpia para los próximos siete días, ollas, calderos y cacharras de todo tipo con suficiente alimento destinado al almuerzo dominical y una “tierrita” destinada a la comida del niño o de la niña, esa tarde, pomos con agua aún congelada, golosinas que se consumirían el resto de la semana y en no pocos casos hasta el saltarín perro o el apacible gato del hogar. Toda una fiesta.

De hecho, para pasar el día cada quien se agenciaba rápidamente la sombra del más frondoso árbol, el remanso más tranquilo de río o la pared más fresca del propio campamento.

El premio de la popularidad, dentro de la maletica de palo, correspondía, no obstante, a la famosa lata de leche condensada cocinada.

Era muy difícil que, ya fuese por niños o por ancianos, la canasta básica hogareña no incluyera ese producto al que, dicho sea de paso, en casa muchos chiquillos e incluso adultos preferían pasarle factura a chupada limpia por uno de los dos orificios que todo el mundo solía abrirle con la punta del cuchillo a la lata, taponeados con un trozo de la propia etiqueta, doblado en forma triangular o de pirámide.

Para el consumo en la escuela al campo, sin embargo, la receta, casi de oficio o “espontáneamente obligatoria”, era la leche condensada cocinada, consistente en la cocción del producto, herméticamente cerrado en su envase, dentro de una olla de presión u otro caldero con agua, y así obtener finalmente un rico dulce pastoso que el alumno podía comer a cucharada limpia y vaso de agua, o untárselo a las rodajas de pan tostado o a las galletas que también formaban parte del módulo semanal.

Y nada, cuando trepados en camiones, ómnibus o lo que apareciera, los muchachos regresaban a casa, aptos para que madres y abuelas les desempercudieran la piel, cepillo y jabón en mano, ahí venía también, humilde, incondicional, la famosa maletica, generalmente llena de arañazos, algún que otro golpe, a veces con una bisagra desajustada o sin candado, lista para que papá o el carpintero le pasara la mano, con vista a la próxima etapa de escuela al campo o ser usada, en igual contexto, por el pequeño hermano o el primo que venía detrás.

Una cosa sí puedo asegurarles: al margen de que alguien llevase un equipaje de cuero o de material sintético, al menos mi memoria no registra un solo caso de burla o de desprecio por aquellas inseparables maletas de palo que el tiempo incineró, junto a la experiencia que les dio valor de vida y de uso; es decir los 45 (luego 21 y creo que finalmente 15) días de escuela al campo, quizás el primer momento en que miles de adolescentes se desprendían de la teta materna para comprobar que todos podemos enfrentar y sobreponernos por nosotros mismos a cuantas adversidades sobrevengan, ser útiles y aportarle al país.

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