Ilustración. / liveincuba.wordpress.com
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La metamorfosis del pregón

Es cierto que los tiempos cambian y las costumbres o tradiciones se modifican, pero nunca varían tanto como para perder su esencia. ¿Pueden llamarse pregones a esos cambios o distorsiones de la tradición, apreciables hoy por parte de los voceadores en cualquier lugar?


Si nos atenemos al incremento de los pregones y pregoneros en la actualidad, bien pudiéramos conceptuar como fuerte la competencia –sin beneficio alguno para la cultura– que le hacen a los genuinos exponentes de esa manifestación, nacida en Cuba a finales del siglo XIX, con un contundente auge en el XX, cuando ganó un estilo muy peculiar para llenar las ciudades de un colorido y atractivo incomparables. O mejor, cuando se convirtió en costumbre.

Muchos especialistas identifican al pregón como una música cadenciosa acompañante de la vida de este archipiélago, una especie de sello distintivo. Mango, maní, tamales, flores, frutas de El Caney…, en fin, una gama de productos y de voces que inspiraron a los más afamados compositores y contribuyeron a enriquecer la cultura nacional con canciones, guarachas y sones, salidos de la cotidianidad.

En nuestros días, muchos de los pregones que escuchamos nada tienen en común con los de antaño; bien distantes de la gracia, la cubanía y la ética de aquellos. Los de hoy provienen de las excitadas voces de muchos (re) vendedores o de compradores para revender. Pocos venden con estilo musical… y mucho menos divertido.

Por lo general, su praeconari, como se diría en latín pregonar, es la vociferación de las irregularidades en las cuales participan, con una jerga estrafalaria, capaz de distorsionar por completo la Lengua Española. Pero lo más preocupante es que ya forma parte de la cotidianidad.

Del pregón hay tantas opiniones como las que propicia un buen juego de pelota. Por ejemplo, Chucho, un amigo residente en Guanabacoa, donde siempre ha abundado este tipo de voceadores, considera que esta suerte de anuncio era parte de la promoción de los productos, confeccionados en casa, en pequeños talleres, u obtenidos en algún huerto. Hoy no es así y la diversidad resulta amplia.

“Quienes tenían arte para pregonar –asegura– procedían de los sectores más humildes de la sociedad. Conquistar a los clientes era parte de sus propósitos, en virtud de garantizar la venta de cada día, no para enriquecerse a cuenta de la necesidad del otro, sino para subsistir. De ahí su contenido original, a la vez respetuoso y simpático, modo de expresión, a fin de que nunca le faltara el genuino humor cubano como imán para atraer compradores”.

En lo personal, mi preferencia por las gardenias, una flor poco abundante hoy, data de la niñez, cuando un campesino, a quien todos llamaban por su apellido –Castillo– iba de calle en calle y de puerta en puerta con una cesta de mimbre sobre los hombros, llenando el ambiente de una fragancia que siempre le ganaba terreno a sus palabras. No era indispensable que gritara mucho; los mismos niños avisábamos a nuestras madres que el florero había llegado. Se establecía una especie de confraternidad casi familiar, de la cual el vendedor siempre sacaba sus frutos.

También recuerdo que, durante mucho tiempo, vi por el Centro Histórico de la Ciudad a un manisero con su lata preparada como las de antaño, y unas brasitas para mantener el maní tostadito y calentico. Él formaba parte del entorno y contribuía a preservar una identidad propia de ese y de otros lugares. Caminaba muchas cuadras cargando sus cucuruchos y contaba con una clientela que lo identificaba, lo mismo en un centro de trabajo, que en una parada de ómnibus.

Lo hacía con una tranquilidad que hoy envidian los otros pregoneros: esos que lo mismo compran “batidoras desvencijadas, planchas y ventiladores en desuso; ollas Reina ‘inservibles’ y refrigeradores rotos, que arroceras en cualquier estado…”, y hasta cualquier pedacito de oro y pomos vacíos de perfume, ‘de marca’.

Ah, no pueden faltar los muy peculiares pregoneros de ‘patas’ de ajo o cebolla, que no siempre se venden, sino que se pueden cambiar por “arroz, frijoles, café, jabones de todo tipo, aceite”…, cualquier producto. Y prueban una gran fuerza a la hora del trueque, tratando siempre de aplicar la llamada ley del embudo. 

¿Y qué decir del bocadito y la paletica de helado? Es la letanía más fastidiosa que oídos humanos hayan escuchado. Y esa retahíla –a veces muy mal grabada, además, por aquello de estar a tono con el desarrollo– va acompañada de frases promocionales, como rico y delicioso, y sabores que son puro nombre. Por lo que ellos anuncian, ni Coppelia, en sus buenos tiempos, sería capaz de hacerles la competencia: chocolate, mantecado, vainilla, caramelo, fresa… Y si duda de lo que le comento, le invito a probarlos.

Antaño, los propietarios de los carritos de helados salían a vender con una campanita, igual que los granizaderos. No había niño al que se les escaparan esas presencias; y si algo molestaba a los residentes, en los lugares por donde se movían, era la cantaleta de los pequeños para que los adultos de casa les compraran.

Fíjense si hoy estamos viviendo la metamorfosis del pregón, que ha cobrado vida uno solapado, ese que, casi como un susurro en tu oído, dice: ‘paquete de pollo a 2 200’; ‘picadillo, a 350’; ‘pomo de aceite, a 800’; ‘el detergente a 450 y el jabón de baño a 160’… Es de los que, cuando la covid-19 tornó bien complicada la vida de los cubanos, ‘hacía el pan’ para que unos pocos ganaran a costa de las necesidades de quienes no podían salir de casa. Con frecuencia asoman la cabeza con sus bultos para revender. Habría que preguntarse de dónde salen los productos, aunque ellos, ‘por su estabilidad mercantil, no queman fuentes’.

Sí, me refiero a los revendedores. Porque con ellos el asunto va mucho más allá de lo anunciado por un pregonero cotidiano, o lo escuchado en un comentario de ocasión, para establecerse en el terreno de las ilegalidades. Entonces, el pregón deja de ser un acto costumbrista para convertirse en hecho mordaz y destructivo, que ha perdido su esencia.

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