Diseño Fabián Cobelo.
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La misma fe en los destinos de la patria (Dosier)

Editorial de BOHEMIA


Aquel domingo glorioso, amanecer del 26 de julio de 1953 en Santiago de Cuba, el cuartel Moncada –la segunda fortaleza militar del país– impone sus muros de oprobio. Contrastando las calles en carnaval, desde la Granjita Siboney llega sigilosa una caravana de autos, con su valiosa carga de juventud, arrojo y esperanza. De manera simultánea, un comando secunda en Bayamo. Es la carga para matar bribones que Villena soñó. Es la Generación del Centenario tomando el cielo por asalto con su cañón de futuro. La acción fracasa prematuramente, durante varios días se enseñorean en oriente la tortura, la venganza y la infamia; pero el pueblo, con su admirable clarividencia, comprende que allí ha ocurrido algo definitivo y trascendental.

Los héroes, el gesto altruista y la fecha comienzan a partir de ese momento a hilvanar el porvenir y el carácter inquebrantable de la patria.

Ante los círculos gobernantes proimperialistas patrocinados por la bota golpista del 10 de marzo de 1952, se hacía necesario una arremetida decisiva para culminar la obra de los precursores independentistas. En esas circunstancias el joven abogado Fidel Castro Ruz asumió la misión histórica de nuclear una resuelta vanguardia insurgente, en su mayoría seguidora de la prédica de Eduardo Chibás contra la corrupción y a favor de la justicia social. Sumaron miles los hombres que Fidel logró organizar en células asombrosamente compartimentadas.

Estudiantes, profesionales, obreros, campesinos, desempleados, integraron el contingente de centenar y medio –incluidas dos mujeres–, escogido para la hora cero. “Por la dignidad y el decoro de los cubanos, esta Revolución triunfará”, sostenía el manifiesto leído poco antes de partir, ante el cual los valientes juraron luchar para que su ejemplo desencadenara una insurrección popular y forjar una nación con todos y para el bien de todos, convicción suprema del Apóstol, declarado Autor Intelectual de la gesta. El 1° de enero de 1959 tanto sacrificio y anhelos empezaría a hacerse realidad con la concreción del Programa del Moncada, precisamente dirigido a reivindicar los derechos humanos y erradicar los seis problemas cardinales denunciados en La Historia Me Absolverá.

Como el escudo, el Moncada se elevó en un haz de símbolos. Encendió el motor pequeño que habría de generar un movimiento más grande. Fue un grito de rebeldía, un llamado a la conciencia social de los cubanos, una victoria de las ideas de calado profundo, una transformación de proyección irreversible. Hoy los antiguos cuarteles sirven de ciudades escolares, los niños asaltan el Moncada con lápices y banderas; en las lomas germinaron hospitales, escuelas, granjas, urbanizaciones, electrificación… las luces y los frutos del empeño tenaz y creador.

Setenta años después, la madrugada en que aquellos prometeos trajeron en sus manos el sol de la Revolución, a sangre y fuego, sigue teniendo plena vigencia. El Moncada es hito, síntesis superlativa de las tradiciones combativas de nuestra historia. Jornada gloriosa, clama en su voz, alza en sus brazos, celebra en su corazón, el pueblo invencible que prolonga su aliento y no se detiene y reafirma enardecido, por la memoria de sus mártires y de su líder histórico: “cambiar todo lo que debe ser cambiado”, en aras de cimentar un mañana más próspero.

Como sentenció Fidel en el discurso por el aniversario XX del Moncada, decimos: “En una sola cosa somos iguales al 26 de julio de 1953: la misma fe en los destinos de la patria, la misma confianza en las virtudes de nuestro pueblo, la misma seguridad en la victoria, la misma capacidad de soñar con todo aquello que serán realidades de mañana por encima de los sueños ya realizados de ayer”.


Crimen en San Enrique

Relato histórico de cómo transcurrieron las últimas horas de seis asaltantes al Moncada

Por. / Igor Guilarte Fong.

Un sencillo monumento erigido en el aniversario 50 de las acciones del 26 de julio honraba a los mártires. Lamentablemente hoy no luce como en esta imagen tomada años atrás. Fue vandalizado y destruido. / Igor Guilarte Fong.

Habían llegado a ninguna parte. Cuando la caravana de carros estuvo a la altura de la finca San Enrique detuvo la marcha. Viajaron hasta allí desde el cuartel Moncada, luego de serpentear decenas de kilómetros sobre la Carretera de Siboney y decidieron escabullirse a la izquierda por el angosto camino de la Gran Piedra; tramo de pronunciadas curvas, subidas y bajadas. El recóndito paraje, en las faldas de la montaña, donde el río Carpintero mengua a cañada y tiene su posada la soledad, se pintó ideal para el plan de los sicarios. Estos parecían jíbaros merodeadores en aquel lomerío al este de Santiago, simulaban por esos días sostener “combates victoriosos” contra los “alzados”, cuando en realidad llevaban a cabo su operación masacre.

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Testigo de excepción

Una necesaria aclaración histórica sobre las circunstancias en que fue tomada la imagen símbolo del martirologio moncadista

Por. / Igor Guilarte Fong.

Mientras más intentan subyugarlo su cuerpo se yergue en un acto de resistencia heroica y desdeñosa. / Senén Carabia.

Era una mirada dramática, estremecedora, desafiante… una mirada de infinito, como la de náufrago –a la deriva en un océano aparentemente tranquilo pero crispado por remolinos profundos– que mira aletargado buscando la tabla de salvación, o cómo se ahoga el sol desteñido en el ocaso, o simplemente la manera de echar a la eternidad su mensaje de silencio; mirando, hasta cansarse los ojos. Esa mirada singular da vida al cuadro fotográfico.

La fotografía –a pesar de los 70 años transcurridos, lo harto conocida y lo sencilla– tiene un valor extraordinario. ¿Por qué? Al momento de oprimir el obturador el autor no pudo imaginar que dejaría para la posteridad una de las pruebas más irrebatibles de los crímenes cometidos contra los detenidos tras la heroicidad del Moncada. Se trata de la foto donde se ve al asaltante José Luis Tasende, herido seriamente y como subconsciente, aunque vivo, en la mañana del 26 de julio de 1953.

Se ve un muchacho en vigilia, postrado en un rincón, el delgado rostro –clavado en la cámara como en prolongado examen– denota que ha estado contraído durante pedazos de horas tristes y torturantes. Luce un fino bigote de puntas piramidales, pelo negro y revuelto con el brillo del sudor y la fatiga de una noche muy larga y convulsa. Viste de caqui ensangrentado, en una manga falta sospechosamente la insignia de sargento; tiene los brazos atados sobre la rodilla, las piernas flexionadas; vendada y teñida de sangre la derecha, dejando ver también salpicado el pie desnudo sobre un piso de granito. Un anillo en el dedo anular de la mano diestra sugiere que es padre de familia. Es un desconocido más en una urbe desconocida. Está solo en todo lo que es posible saber a esa hora del mundo afuera. En brazos de la desgracia había llegado hasta allí.

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Un arma del Moncada

Pocos conocen a quién perteneció meses antes de la acción

Por. / Abel Aguilera Vega

Esta imagen ha acompañado los festejos por el 26 de julio desde hace varias décadas. Se deduce que responde al instante en el que Fidel Castro dirige las acciones para la toma del cuartel Moncada en 1953. Pero algo llama la atención; es la pistola que porta en su mano derecha.

Este detalle muchas veces ha pasado inadvertido por los artistas gráficos, los historiadores y por el propio Comandante en Jefe, que en sus múltiples testimonios describió con detalle los preparativos, la organización, los hechos y lo ocurrido en los días posteriores. Solo en algunas ocasiones hizo mención a la pistola que empleó ese día.

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