¿Puede ser martiano quien no sea capaz de renunciar a todo –a la familia inclusive–, para cumplir los deberes mayores?
Por MANUEL NAVARRO LUNA
Quiso el azar que en mayo de eras diferentes ocurrieran el natalicio de José Martí y la fundación de BOHEMIA, dos lavas que cristalizan la identidad cubana. Uno es torrente; la otra se honra de ser su cauce y sedimento. Y quiso la revista crear, en el tratamiento de la figura del Héroe Nacional, tradición. Ha sido el Apóstol una constante imprescindible, en lo literario y en lo artístico; con exquisitos artículos, y portadas e ilustraciones. En ambas modalidades, de afamadas autorías. Responde eso a un deber y a un sentimiento. “Estimamos que Martí es siempre una actualidad para los cubanos”, esclarecía el editorial de la Edición del Centenario martiano, en 1953. El presente texto fue publicado el 5 de junio de 1938, hace 85 años, pero dada su vigencia absoluta parece escrito para hoy.
No estaría mal –me dijo Manuel Jibacoa* con su sonrisa acostumbrada– que en ese discurso del día 19 tú hablases, no de Martí, sino de los martianos y de los amartianos. Porque hasta hoy se ha creído en Cuba, y se sigue creyendo, que un martiano es el que conoce la vida, la obra y los “milagros” de Martí. O aquel otro que, conociéndolos o no, consume sus días citando el nombre y las frases de Martí, u organizando, en la oportunidad de cada aniversario, el homenaje consabido. Estos hombres, es claro, realizan labor encomiable, que debe ser agradecida, cuando ponen al servicio de los demás, por medio de la divulgación hablada o escrita, sus conocimientos martianos. Hay que reconocerlo así, porque de otro modo, seríamos injustos. Pero la realización, más o menos buena, más o menos mala de esa labor, no es suficiente.
Nunca será suficiente para aspirar, con ella, a la verdadera filiación martiana. Ya sabemos que entre esos cultores hay espíritus finos, ágiles, ponderados, brillantes. Que son, además, en el cauce personal, cifras impolutas. Pero como la estirpe martiana no se alimenta con el jugo de las “virtudes pusilánimes”, sino con el jugo de las “virtudes magnánimas”, nos encontramos con que esos espíritus no podrán arribar a la misma, a pesar de los bellos atributos que les señalamos, mientras permanezcan ceñidos, con exclusivo regodeo, a la mera actividad intelectual.
Y es que Martí no es un tipo. Ni un arquetipo. Sino, sencillamente, una norma. Y un tipo puede ser estudiado; un arquetipo puede ser imitado. Pero las normas no están hechas más que para ser seguidas. O para ser abandonadas. De donde se infiere que muchas inteligencias proceras que aniquilaron sus mejores momentos en el estudio de Martí, no cosa, a lo mejor, cuando ellas pensaron contribuir a lo contrario, que limitar, con la sinergia del estudio, la fuerza normativa de aquella entraña.
Así, salió el Martí poeta. Y el Martí orador. Y el Martí periodista. Y el Martí político. Y el Martí hombre. Y el Martí apóstol. Pero no salió, ni podía salir de ningún gabinete de estudio porque ya había salido de sí mismo, de su propia totalidad señera y estaba plantada frente a la conciencia del mundo, aquella entidad profunda, deslumbrante y eterna. Que se llamó, que aún se llama José Martí, como se llama, así mismo, Amor. Amor, en su sentido y en su proyección puros y cabales. Amor, que no es eso que cierta gente conoce con tal nombre, sino algo que no todos pueden conocer. Y menos sentir. Porque es pasión de dar. Ánimo, siempre decidido, para la entrega. Alegría, firme y terca, de morir por los otros. Alegría de morir por los otros, que es la única manera noble de vivir para nosotros mismos.
Es posible, es casi seguro, que muchos de esos cultores a que hemos aludido, conozcan, a su modo, este sentimiento. Y hasta es posible, y hasta es casi seguro que alguien, por ahí, llegue a impostar que trabajando esos cultores en el estudio y en la divulgación martianos, también agonizan en beneficio de sus semejantes. Si alguien, por ahí, enarbolase este argumento, no nos vería remisos al apretón de manos, porque lo encontraríamos, ¡cómo no!, sobradamente lúcido. Pero tendría, eso sí, que escucharnos. Y acabaríamos, después de las aclaraciones necesarias, por ponernos de acuerdo.
Claro que sí. Porque si lo político es el impulso de superar lo circundante, como ha dicho, finamente, Juan Marinello –y lo circundante necesita ser superado en Cuba–, hay un solo camino, uno solo, para morir por los demás: la lucha, en cada hora, en cada día, no tan solo en lo intelectual sino principalmente en lo político, por superar lo circundante, Martí fue, desde la calle de Paula hasta Dos Ríos, ese impulso. Martí fue, desde el 28 de enero hasta el 19 de mayo, ese impulso.
Por consiguiente, el que aspire a ser un martiano, el que aspire a serlo, no a parecerlo –“quien aspira a parecer renuncia a ser”– ha de cumplir un programa de vida hecho del amor, de ese amor que ya hemos mencionado. Y cumplirlo… sin ningún intermedio de descanso. Para ese programa, para su cumplimiento estricto, no se necesita conocer, ni mucho ni poco, a José Martí. Bastará, solamente, con sentirlo. El último de los analfabetos; el más oscuro hombre de la calle; aquel que no haya oído, jamás, el nombre de Martí, puede ser un martiano purísimo. Puede serlo si, en cada minuto, cumple, lealmente, su función de hombre. Y con las herramientas limpias de que disponga, se esfuerza, en beneficio de los demás, por superar lo circundante.
Pero conviene aclarar qué cosa es eso de superar lo circundante. Y con que digamos que se trata de un sentido y de un anhelo limpios, distantes y desconocidos de las pinturerías demagógicas; con que digamos que se trata de una fuerza capaz de disponer y organizar las cosas para el disfrute, en común, del bienestar a que todo hombre, sea quien fuere, tiene derecho en su patria, bastará para que nos comprenda, si quiere comprendernos, la más desmirriada inteligencia.
Quien no pueda realizar, desde que nace hasta que muere, esta actividad del decoro, no podrá, tampoco, llamarse martiano. Aunque oficie en todas las capillas; aunque todos los días ore y se persigne y ofrezca los mejores presentes. Aunque conozca toda la vida, y toda la obra y todos los milagros de Martí. Si precisamente los amartianos son, o deben ser, aquellos que conociendo más a Martí no lo siguen en toda su raíz y en toda su sangre.
Pero es que la tragedia del amartiano –que casi siempre es el intelectualizado, no el intelectual legítimo– reside, a nuestro ver, en que su amor desmesurado a las letras, y a la letra, lo apartó del amor al espíritu. Y hasta del amor a sí mismo. De ahí que la función de su hombredad, en lo humano, se reduzca a las tareas de la pluma. Tareas, además, ajenas, siempre, del peligro. Ni la privación prolongada. Ni la cárcel. Ni el hambre. La tranquilidad personal, sí. Y, en muchas ocasiones, a expensas de un empleo que se detesta; pero que no se puede renunciar por que lo impide la conveniencia económica inmediata.
¿Puede ser un martiano quien no sea capaz de renunciar a todo –a la familia inclusive–: a la esposa, al hijo, a la madre, para cumplir los deberes mayores, que no están en el círculo de la vida doméstica? Se puede amar mucho los libros. Martí los amaba. Se puede amar mucho el hogar. Martí, que apenas lo tuvo, lo amó como nadie. Se puede amar mucho, mucho, a la madre, a la esposa, a los hijos. Martí los amó como nadie. Pero quien no sea capaz de tener, en todo momento, el pie en el estribo para abandonarlos por ese deber mayor que es la patria, podrá ser –nadie lo duda– un excelente hijo, un excelente esposo, un excelente padre de familia. Pero, jamás, un martiano auténtico.
El martiano auténtico aspira, casi siempre, aún él no lo sepa, a la estatua. Y nada conspira más contra la estatua que el buen padre de familia. Como que el buen padre de familia no es más, en síntesis, en verdad, que una egregia “virtud pusilánime”. Si todas las instituciones martianas que conocemos, y todos esos cultores a que nos hemos referido, abandonando, durante un solo año, un solo año, sus tareas, se entregasen, durante un solo año, un solo año, a dar gritos en medio de la calle, con seguridad que realizarían, en lo político, en lo humano, una labor más afilada, más sustanciosa y conveniente.
Porque estoy convencido, –decía el viejo Unamuno– de que resolveríamos muchas cosas si saliendo todos a la calle, y poniendo a la luz nuestras penas, que acaso resultase una sola pena en común, nos pusiéramos en común a llorarlas, y dar gritos al cielo. Pero ni siquiera eso, ni siquiera eso será llevado a término, jamás, por tales instituciones ni por tales cultores. Porque dar gritos en medio de la calle poniendo a la luz nuestras penas, es algo que está en Cuba, a pesar de lo dicho por don Miguel, más cerca del planazo constitucional y de los Tribunales de Urgencia, que de la misericordia divina.
Manzanillo, mayo de 1938