Me “muero” con los de mi pueblo
Me “muero” con los de mi pueblo

Me “muero” con los de mi pueblo

A veces, las personas más nobles, sanas, desprendidas, serviciales; esas que se quitan, literalmente hablando, lo que tienen para dártelo, son las económica y socialmente más humildes y necesitadas.


Recuerdo que cuando el Período Especial irrumpió en la palestra nacional con su brutal impacto sobre la economía, la sociedad y la familia cubanas, retomó fuerte presencia una frase del Che: “Que la dureza de estos tiempos no nos haga perder la ternura de nuestros corazones…”.

Las distintas maneras y grados en que comenzaron a expresarse ciertas formas de desigualdad, como fenómeno prácticamente inexistente hasta entonces, fueron desplazando valores dentro de muchas personas.

Sin embargo, otras, con menos dinero, ingresos, remesas, posibilidades, prerrogativas, privilegios, cálculos y maquinaciones… pero con más zumo humano en su interior (heredado de padres, abuelos, escuelas, vecinos e incluso de instituciones como la iglesia) conservaron intactas, o al menos con buena salud, virtudes como el desinterés, la solidaridad, la ayuda, la sensibilidad, el deseo de hacer bien por los demás…

Volví a comprobarlo en mi última visita a la oriental provincia de Las Tunas, aunque muestras similares he hallado en Holguín, Ciego de Ávila, Sancti Spíritus, La Habana…

He aquí tres o cuatro ejemplos. Usted, los toma, los deja o los asocia a otros que seguramente también lleva por dentro.

Lo que quiere el negro

–Si pudieras hacer algo por mí antes de que me vaya, te lo agradecería; si no se puede, no importa, yo siempre te estaré agradecido, le digo.

El negro, como todos llaman a José Luis Ávila, solo miró de reojo los dos amortiguadores, largó una muy leve, y yo diría que infantil sonrisa, y dijo: “No te preocupes, aunque estoy contra el techo tú te llevas eso reparado o me quito el apodo”.

Al siguiente día, cuando hecho una bola de grasa y de hollín, su madre le suplicaba que descansara ya y dejase para mañana un poco de trabajo, el noble muchachón no solo tenía listos los dos amortiguadores, sino que además se negó rotundamente a cobrar por un servicio que en cualquier lugar de este país se paga… y caro.

Entonces, con más rostro de niño grande que de trabajador por cuenta propia, añadió: “Compadre, usted lo único que hace con ese carrito es trabajar, cómo te voy a cobrar. Yo ni voy a ser más rico ni más pobre. La vida está dura, es verdad, y hace falta el dinero porque los precios andan de las nubes pa’rriba. Pero lo que más quiero es que la gente resuelva y se vaya satisfecha”.

Explicaciones muy parecidas, me habían dado un tiempo atrás otro tunero, Valentín, otrora chofer de la entonces Agencia de Información Nacional (hoy ACN), al revestirme pieles de frenos; y Chepe, a quien no hay alternador o sistema eléctrico que se le resista allá en Bolivia, al norte de Ciego de Ávila.

Me “muero” con los de mi pueblo
Emilio, un mago sin trucos ni engaños, dispuesto a ayudad a toda hora del día.

Nunca sabe decir no

Yo no sé si en Checoslovaquia, cuando formó parte de aquellos contingentes de trabajo, habrá aprendido a decir que no. En español, a Emilio Gutiérrez no se le ha escuchado articular esa palabra ni una sola vez ante emergencias y “tiñosas” de esas que sobrevuelan y se te posan en una cuarta de tierra.

Por eso a cada rato pone a un lado lo que hace para echarle un cabo a algún conocido, trátese lo mismo de un ventilador en coma o de equipos de aire acondicionado, planchas eléctricas, televisores, bicicletas, motos, cables, tomacorrientes y cuanto aparato o instalación requiera de su autodidacta conocimiento y de su congénita manía de ayudar.

Con el brillo en lo más hondo

A Eddy Fernández Pérez lo conozco –y lo conoce Las Tunas entera– desde hace siglos.

Su hábitat predilecto es el sosegado espacio aledaño a la cafetería Dos Palmas, en Buena Vista, donde una escultura reverencia la humilde labor de los limpiabotas.

Eddy lo es. Desde muy temprano, hasta que muere el día, se le ve allí, sacándole brillo al calzado de quien llegue.

Jamás ha sido un despiadado. Lo imagino ofreciendo gratis el servicio a quien no tiene dinero para pagarlo, y jamás  “acaballando” a alguien, ni siquiera a esos tipos llenos de anillos y cadenas de ¿oro?, dientes ídem y los bolsillos inflados de billetes, casi nunca fruto del sudor en trabajo honrado y socialmente útil.

Hace años no pude aguantar y, convencido de que es un hombre y un personaje de pueblo, lo “fusilé” sin previo aviso con mi lente y disparé para el periódico Granma una crónica titulada Manos que en silencio brillan. Menudo revuelo el que provocaría ese trabajo entre modestos lustradores.

Me “muero” con los de mi pueblo
Eddy: mereces, como tantos, un monumento.

Durante mi última visita a Las Tunas pasé por allí. Pareciera que él recibía al hermano sin ver durante años. El tiempo me tenía en ese instante contra las cuerdas. Y Eddy, empecinado en limpiarme el par de botas de trabajo que llevaba puestas. No pude complacerlo. Sé que era el regalo que él podía y quería hacerme. Privé sus diestras manos del brillo que saben dar. No importa compadre, el más divino brillo lo llevas dentro, desde que naciste.

A la hora que me llamen voy

Hace años que pasó de la mecánica automotriz a “médico de grupos electrógenos”.

Pero con frecuencia, almas necesitadas acuden a su casa en busca de salvación.

Y, del mismo modo que Emilio, tampoco Yordanis Rojas Osorio sabe decir que no, aun cuando su habitual Sí implique tiempo quitado al necesario descanso, a los niños, a la esposa, a su siempre adorada madre.

Digo más: nunca –al menos yo– lo he visto con cara de disgusto o refunfuñando entre dientes. Fuera de ellos, sí: una sonrisa tan transparente como el modo en que te mira a los ojos.

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Como Yordanis: miles. Solo hay que verlos… y reconocer sus valores.

Bueno… a decir verdad, sí lo vi disgustado una vez: el día en que, luego de permanecer horas fajado al duro y sin guante con la caja de velocidad de mi aguerrido Fiat Seicento, le dije que mi compañera y yo lamentábamos no poder complacerlo comiendo con él y su familia esa noche, como me había insistido.

No sé qué tendría de alimento para ofrecernos. A él eso le importaba un soberano bledo. Solo deseaba compartir lo que a mano tenía, entregar algo de sí. Y pobre de mí, el día que se me ocurra volver a preguntarle cuánto le debo por el mantenimiento, arreglo, sustitución de pieza o cualquier otro de esos trabajos que hace aparentemente con las manos. Mentira: los hace con las dos aurículas y los dos ventrículos… como tanta gente noble, de pueblo.


CRÉDITO

Fotos: Pastor Batista Valdés

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