Potrero

Cuando aquella punta de ganado advirtió las primeras señales de la huida del agua, olió inquieta, bajando la barranca, la huella húmeda que se marcaba siempre más abajo, más abajo…

Las reses conocían lo que presagiaba la señal y se aterrorizaban. A veces, durante largo rato, miraban desde arriba, arrimadas a la sombra enana de una palma cana, el hilo delgado y brillante que cada tarde era más escaso. No mugían entonces, como ganosas de ahorrar fuerzas que después iban a necesitar; pero bramaban sordamente haciendo extrañarse a los terneros, que volvían intranquilos sus cabezas de ojos saltones para mirar a las vacas regadas sobre el lugar inhóspito.

Todos los años sucedía igual. Aquella apartada zona, encajada como un dolor entre la costa y la tierra adentro, acumulaba diez caballerías de tierra pelada, donde los peralejos y las palmas panzudas se alzaban ralos con empuje de fuga; y sí era potrero, debíase únicamente a la entraña (también sembrada de palmeras enanas sobre tierra mala) del viejo Melchor Gamarra.

De sobra conocía él, que la aguada era pobre y en cuanto a la sombra, apenas se despegaba de las chatas pencas que un viento seco hacía cabecear en negativa de maldición continua. Bestia que por mucho tiempo pisara los olvidados rincones del guanal, tenía bastante suerte si aguantaba viva la llegada ocasional del comprador arriesgado que quisiera los flacos pellejos de los animales. Pero si al viejo le sobraban reses y dinero, permitiéndose el lujo de una conciencia dura como diente de perro para sus intereses regados en los sabanazos inclementes, ¿qué se podía hacer?

—Por allá siempre hay un pico chiquito de rastrojos: vacas de atraso, cimarrones y toretes de hueso y tarrazón. Es un ganao tan malo que pué escapar como el sapo: con fango solo, si lo apuran. Ni su cuero vale.

Pero el dueño vivía en buena casa, toda con portales alrededor, mirando siempre el vuelo alto del molino que trituraba anchos pedazos de brisa mostrenca y el chorro de agua pura que subía del corazón de la tierra e iba a caer dentro del tanque grande, surtiendo después la tinaja barrigona que trasudaba ahíta.

Bebía Melchor a la hora cálida de la siesta en su jarro de lata, a largos tragos, chorreándole por las comisuras de la boca, destilándole también por los bigotes lacios.

—Ah, sabrosa que está hoy, con esta calor…

Luego, con una mirada que era un cujazo, cruzaba la inerme carnazón azul del cielo sin nubes, afirmando enseguida a su perro que lo contemplaba fijamente, acezando:

—¡Y que no llueve; no llueve! ¿Habrase visto con la vejiga del diablo?…

De esa lamentación no pasaba sino al sueño. Y parece que jamás la pesadilla del palmar apareció para despertarlo asustado, porque el potrero seguía surtiéndose de la corriente insegura y el molino del batey no tuvo compañero por allá.

Según transcurrieron los días, los animales pasaban más horas echados en grandes masas de miedo amontonado. Cuando ardía la luz de modo intolerable sobre los testuces tenaces, se levantaba una sola res, lentamente, marcando con pesadez el trillo del arroyo, y, tras ella, otras, en caravana resignada. El hilo brillante, cortado por un tijeretazo de sol, se resolvía en charcas que se cerraban más y más según los chatos morros bebían en ellas con ahogos de fiebre.

Las tardes llenas de colores suaves prometían diariamente una buena nueva: la noche. Una humedad ligera que parecía caer de los luceros aleteantes, traía el descanso apacible de las diez distancias de la faja de tierra dura. La aguada, oculta por la oscuridad, era apenas una línea fangosa.

Ya comenzaban a morirse los terneros, traspasados por los cuchillos del calor. Las madres, asustadas por la ausencia persistente, se arrimaban un momento a las crías que sobrevivían para apartarse luego desengañadas y seguir mugiendo en demanda del hijo.

Cuando pasaban los montunos y transeúntes por el camino real que cortaba un lado del potrero y que desembocaba en los embarcaderos clandestinos de la costa cercana, el ganado sediento se apretaba contra la cerca de alambre de púa, enterrándose los pinchos que hacían brotar, como lágrimas, goterones de sangre espesa que nunca les calmaba la sed.

Comenzó entonces a brillar la locura en los redondos ojos de algunos de aquellos animales canijos, de estampa corta y huesuda, grandes cuernos y larga pelambre. El resto de la vacada adivinó los síntomas, apartándose antes que los machos jóvenes se lanzaran desde la barranca, en carrera furiosa, contra los fondos agrietados del arroyo seco, al soñar un agua irreal, profunda, lenta y clarísima en el exhausto cauce. Y allá abajo quedaban desnucados unos, cuando el choque brutal les rompía el cuello, y otros subían flaqueando la cuesta para repetir a intervalos la aventura del agua. Hasta quedar postrados de fatiga, mirando a un punto fijo y resollando fuego, o junto a los otros: para siempre quietos, endurecidas las pupilas  vidriosas, rígidos bajo los vuelos circulares de las tiñosas que parecían seguir la muerte.

En esa última semana, el viejo Melchor discutía un poco de dinero que le iba a sobrar. Dinero de un embarque de cueros. Bien afianzado sobre su decisión, puntualizaba:

—¿Y pa´ qué esperar a mañana? Esta misma noche se los llevo al embarcadero de la costa. En cuanto salga la luna arrimo el hombro y le meto mano a los cueros. El comprador también sabía de urgencias en el caso de afilar el negocio: —Mire, don Melchor; si usté se compromete, mejor. A las doce, la goleta “Panchita” sale con carga y el patrón es mi amigo. Bien apilaos, cabrán en algún rincón. Usté dirá…

—Pues ya está dicho. Espéreme sin más belenes.

Cuando salió, varias horas después, la noche era tan clara que hacía innecesario llevar encendidos los faroles del auto. Una luna redonda, como calimba reciente, ardía sin prisa sobre el anca retinta del firmamento. El traqueteado cacharro avanzaba arrastrado por el motor asmático que mordía la masa inerte del silencio del campo, rozando los tres hilos de alambre de púas del sabanazo de las palmas. Melchor Gamarra sentía desfallecer por momentos el corazón del viejo vehículo, que al fin se paralizó junto al potrero como fijado por el peso de una culpa.

Bajó del carro el hombre, echando maldiciones: por la tapa del radiador salía un fino chorro de humo. Entonces, buscando el garrafón de emergencia que siempre cargara por la zona estéril, volcó un grueso gorgoteo transparente en el gaznate abrasado del automóvil, que comenzó a vomitarla a golpes…

Y sucedió algo: del fondo del potrero, atraídos por el ruido, llegaron las reses llenando de fantasmas escuálidos la claridad lunar. Pegadas a la cerca olieron con sus narices hinchadas y calientes el profundo vaho del agua que hervía cercana derramándose sobre el polvo del camino. Y desde los tuétanos calcinados les subió un temblor de imperioso deseo que se hizo, de súbito, embestida y tropel…

El viejo los vio surgir de repente, famélicos sedientos, rabiosos, mugiendo, cayendo y levantándose; los machos, las hembras, todos… Era un manchón temible agolpado contra los tres acerados contenes, que se venían abajo al reventarse…

— ¡Ave María Purísima…!

Pero las tres palabras y el terror de Gamarra pronto quedaron enterrados bajo las pezuñas de sus enemigos, entre el coro de bramidos que se alzaba en lamento salvaje punzando la noche…

A las doce, junto a la paz del mar, oyendo los clarineos de los gallos en las casas de los pescadores que el mangle tapaba, el patrón de la goleta le decía al comprador en espera:

—Creo que lo dejaron embarcao, compadre. El viejo Melchor, como que parece que no pudo venir.

Le afirmaron el eco:

—Sí. Como que parece que no supo llegar… ¡Con sus pelos de buey tendrá que quedarse pa siempre,  ahora… ¡pa siempre!

Y con un golpe de viento “La Panchita” se hizo a la mar.

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