Recuerdos en la desmemoria

Liudmila Peña | Marieta Cabrera | Mariana Camejo | Lys Alfonso | Dariel Pradas | Mario Bermello

Segunda parte del reportaje Tragedia en el Saratoga: Mientras la Noble Habana llora


Un asfalto caliente como el canto. Y una luz cegadora, en un mes de mayo renuente a llover. Guillermo Díaz aguardaba bajo la marquesina de la entrada, un poco inquieto y acalorado también.

Aquella mañana, en el hotel Saratoga, no faltó quien deseara una repentina puesta del sol. Y no por el calor, sino para recesar esa carga de trabajo que iba demandando la anunciada reapertura del 10 de mayo, luego de dos años pandémicos de cierre.

Si bien la fachada neoclásica del edificio lucía intachable, con sus ventanas francesas, persianas de caoba y balcones de hierro forjado, en el interior aún faltaban meros brochazos, razón por la que el restaurador Ernesto Cárdenas andaba por el lobby con dos latas de pintura bajo sus brazos. Su overol azul oscuro resaltaba al cruzarse con los uniformes alisados del personal y también al reflejarse sobre los pisos de mosaicos criollos.

Los empleados del hotel se habían engalanado para recibir, con talla de cinco estrellas plus, una visita que promovía la aerolínea Iberoestar con unos importantes turoperadores, interesados en comercializar los servicios de este.

Antes de dirigirse a la marquesina, Guillermo Díaz, jefe de seguridad, había inspeccionado el cuarto de cámaras que mostraría a los visitantes, pero inesperadamente llegó un funcionario de la Agencia de Protección Contra Incendios. Subieron al bar del mezanine, pues era también necesario acabar de concretar la certificación de la entidad hotelera.

Por su parte, el económico Julio Pelier, de 64 años, retornaba de la sucursal del Banco Financiero Internacional. La víspera había terminado tarde y podía largarse a casa ya. Pero había dejado su maletín en la oficina y lamentó tener que regresar a buscarlo.

Al llegar a la entrada lateral del hotel, un camión cisterna de gas licuado surtía combustible al edificio. Julio supo entonces de cierta preocupación por un escape de gas; pero ya estaba controlado y sin peligro, aseguró el pipero, un hombre canoso. De hecho, el portero le indicó que podría entrar al edificio por Prado.

Confiado, deambuló hasta toparse con la directora de Economía, quien le encargó entrevistar a una solicitante para un puesto laboral del propio departamento: Yanelys Socarrás, su nombre.

“Me hace falta que vengas otro día”, sugirió Julio, pero ella insistió y él la condujo al mezanine. Escogió un sitio adecuado, haló la silla y cuando levantó la mirada, ya no estaba Yanelys, sino una masa negra y amarilla que lo envolvía hasta el subconsciente.

Como ratón en pánico

La explosión empujó dos pasos a María Kellyn Vargas. Aquello le salvó la vida, porque al mirar atrás, el patio se rajó y empezó a derrumbarse mientras caían horrendos pedruscos de pared y techo y los tanques de agua se desparramaban como huevos rotos.

Kellyn es una boliviana que llevaba más de diez años estudiando medicina en Cuba: apenas unos días le faltaban para concluir su residencia en radiología en el Calixto García. Desde hacía dos meses vivía en ese apartamento del edificio de Prado colindante con el Saratoga, también afectado severamente por el accidente.

Allí mismo, esa mañana, luego de prepararle una merienda a su niña, fregó los platos, fue al patio y de regreso sintió, junto al estruendo, un subidón de adrenalina. El tiempo parecía derretirse y pocos segundos le bastaron para reaccionar y pensar en su hija, el techo tambaleante sobre su cabeza e, incluso, que el sonido de la explosión era más, en efecto, el de una catástrofe. Corrió a la habitación de la nena, pero un chillido a sus espaldas la frenó antes de entrar al cuarto, que de repente comenzó a desplomarse.

La niña había ido al baño y sus gritos sonaban desde la inmediación de un metro. Kellyn no podía divisarla por una polvareda que desde el patio inundó la casa e invadió su boca hasta los alveolos pulmonares, como una mano sádica que le robara el aire. “Era como un río revuelto”, así lo recordará la niña toda su vida.

Ciega, entre gritos y tanteando la pared, la doctora encontró a su hija. Feliz, pero agitada, porque la corrosión de su hogar había enfermado la cocina. La niña, como ratón en pánico, en vano intentaba escabullirse: La madre jamás la soltó, porque si la pequeña era tragada por la tierra, ni casa, ni tesis, ni ella misma importarían.

Al fin acariciaron la puerta de salida, pero Kellyn se desesperó al ver cerrado el candado de la reja. Retornó a la sala con la urgencia de un cólico y, asfixiada entre la bruma de polvo, sin soltar a la cría, palpó cada mueble hasta sentir una pelotica peluda, un llavero que odiaba por incómodo, pero que perdonó y amó en ese justo momento en que la hoja de la parca marcaba su cronómetro.

Abrió el candado, golpeó la ya deformada reja y salió. Al girar la cabeza no logró distinguir su casa. Identificó a varios vecinos, pero no al delegado, y oyó el llamado de auxilio de la anciana vecina de enfrente. La rescató y regresó a los escombros donde antes ella habitara. Pudo agarrar la tablet, una mochila, el disco duro.

El humo negro intoxicaba el olfato con su peste a goma quemada. Kellyn sintió que se desmayaba, mientras veía que otra ala del edificio parecía inclinarse. Sus nervios no podían más. Tomó fuertemente a su hija y la estrechó contra ella. En shock, miró arriba, nubló su mente y rezó: “Que sea lo que Dios quiera”.

Casa de muñecas

El teniente coronel Alexander Santillano, jefe del Comando 1 de Bomberos, justo iba a contactar a los sonidistas para un concierto por el Día de las Madres, cuando el ruido de una explosión antecedió a una nube de polvo y virutas que alcanzaron la estación, a poca distancia de allí.

Sin esperar el reporte del Puesto de Mando, ordenó arrancar a cada dotación y vehículo de bomberos bajo su mando. Pasada una cuadra, los peatones corrían aterrados por Monte. Decenas de personas tendidas en el suelo, cabezas rotas, occisos. Santillano comprendió de súbito que había ocurrido una deflagración feroz.

El oficial dispuso evacuar a los civiles. Distinguió el humo negro característico de la combustión de materiales sólidos, cuya traza persiguió en el camión auto-cisterna, dobló en Prado y paró frente al Saratoga: con los ojos encendidos, pidió por la planta refuerzos de ambulancias, policías y unidades de rescate y salvamento. A la par, indicó a sus subordinados sacar mangueras para extinguir el foco de incendio y la evacuación de la zona circundante. Su comando fue el primero en llegar al lugar del incidente. Pero ni él ni su gente habían experimentado nada similar en sus carreras.

El hotel de otrora ventanas francesas y persianas de caoba, ahora parecía una macabra casa de muñecas: habitaciones al descubierto, sin paredes ni pisos, apenas algún vestigio inerte del lujo que minutos antes poseía. Los hierros de la marquesina quedaron retorcidos como tirabuzones. Humo, polvo, más gritos… y Santillano aún ignoraba cuánta gente había atrapada dentro.

Sin soplo de esperanza

Julio Pelier despertó cubierto de escombros y arena hasta la coronilla. “Pelier, ayúdame, no me dejes morir”, escuchó los gritos de la directora económica. Abrió un boquete con sus manos para que entrara oxígeno. Intentó moverse, pero una punzada lo paralizaba. Tras un vistazo entendió que su pierna derecha sufría, aplastada bajo una viga de hierro. Oyó otras voces. Una de estas, la del jefe de seguridad, quien también había recuperado la consciencia entre los residuos de gran parte de las 96 habitaciones del hotel.

El último recuerdo de Guillermo, el jefe de seguridad, era el del uniforme impoluto de la capitana del bar. Lleno de vigor, emergió de las piedras y tuvo la sensación de haber perdido los dientes. Un mareo lo sentó de golpe. Tocó su cabeza y tenía sangre.

Entre los cuerpos desperdigados, notó que el económico le llamaba. Al acercársele, vio su pie amorfo e inverosímil. “Creo que lo perdí”, admitió Julio mientras sentía cómo Guillermo zafaba la viga.

En realidad, a este le faltó la energía y no tuvo más remedio que salir a pedir ayuda. Al instante llegaron bomberos rescatistas.

Julio sumó otro paciente al cuerpo de guardia del Calixto, que se desbordaba entre pacientes, camillas y personal médico.

Una encargada de conducir la caótica estampida de lesionados fue la doctora Nadieska Pérez, vicedirectora de Asistencia Médica y cirujana. Minutos antes preparaba el cuarto cumpleaños de su hija, pero la noticia de este accidente masivo cambió sus planes.

Como todos, Julio pasó por Politrauma. Allí lo diagnosticaron de “grave”, pero sin peligro de perder la vida. En tres horas lo trasladaron al quirófano bajo la cuchilla del doctor Reinier Pacheco. Su pierna estaba tan estropeada que clasificaba como “3B”, en una escala en la que “3C” representa el grado máximo de gravedad (cerca de la mutilación, con lesiones arteriales o nerviosas).

Huesos expuestos rasgaron su epidermis. Pero lo peor no fue eso, sino el polvo decimonónico procedente de la estructura colonial que, tras la explosión, se incrustó como esquirla contra su piel y la de otros lesionados, impregnándola de bacterias que solo habitan en archivos históricos. Por la infección que esto ocasionó, nadie, ni siquiera Octavio Álvarez, jefe del servicio de Ortopedia y Traumatología, se atrevía tres semanas después a poner las manos en el fuego y asegurar que el paciente conservaría la extremidad.

Por su parte, Guillermo “libró” con varios puntos de sutura y una mandíbula rota; Yenelys Socarrás, la de la entrevista de trabajo, con una herida en el antebrazo. A Kellyn solo le subió la presión por el shock y el desconocimiento del paradero de su niña. Quien le averiguó fue su colega David Pérez, un imagenólogo que llevaba más de dos horas haciendo ultrasonidos de urgencia: La chiquilla estaba a salvo, en el Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez.

En la historia reciente del Calixto, nunca se habían recibido tantos casos de golpe: 30 en total, y de ellos, 29 procedentes del Saratoga. Y si la agitación de adentro era inédita, la de afuera lo era más, con un tumulto de familiares ávidos de buenas noticias.

Entre ellos, estaba Alejandro Cárdenas, gemelo de Ernesto, uno de los restauradores que pintaban en el lobby del Saratoga. Desde una azotea en El Vedado, Alejandro oyó lo que interpretara entonces como salvas del recibimiento protocolar de un buque que entraba al puerto. Tras varias llamadas, supo que el hotel había reventado y con este, dentro, su hermano.

Pronto le acompañaron su madre y otros allegados. Pasaron la noche en el pabellón de Otorrinolaringología y, al día siguiente, se mudaron para el adaptado Palacio de la Computación, cercano al Saratoga, donde se mantuvieron atentos a los partes sistemáticos que daban las autoridades sobre lesionados y desaparecidos.

Pero en las listas no aparecía Ernesto. Una llamada a las diez de la noche catapultó a Alejandro a Medicina Legal. Este identificó las ropas que su mellizo traía puestas al morir: el overol azul oscuro, una faja, unas botas gastadas y un pullover. Le informaron que podía ver el cadáver si deseaba, pero lo desaconsejaron y no lo hizo.

Durante la espera, había decidido no transitar cerca de las ruinas del Saratoga. Sabía que, de presenciar semejante destrucción, perdería cualquier soplo de esperanza. Sin embargo, días después recogería en el crematorio la urna con las cenizas para intentar seguir con su vida. Quizás no le quede otra opción. Como a ninguno de los sobrevivientes.

Tercera parte:

Radiografía de la fatalidad

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