Foto./ nytimes.com
Foto./ nytimes.com

Vinceró contra el tiempo

Nessun dorma, un aria de la ópera Turandot, es considerada por muchos la obra maestra del compositor italiano Giacomo Puccini y una de las más famosas de la historia. Luciano Pavarotti, compatriota del autor, logró impregnarle su propio sello y cautivar a otros públicos más contemporáneos y menos aficionados a este género musical


Rodeada de armarios con colchones raídos encima, custodiada de coquetas, libros, telas y un caos de trastos sin identificar, cuyo orden solo sus dueños comprendían, bajo una lona gigante y blanca -que era el reverso de un cartel propagandístico del champú Sedal- ahí estaba: una victrola ortofónica de 1906.

Una familia guanabacoense quería que escuchara en su reproductor el aria Nessun dorma de la ópera Turandot, como mismo lo hacían ellos durante los apagones de hace 20 años, en madrugadas en las que todos se acostaban en el piso de la sala a coger fresco y música. “Nadie duerma”, significa en español la frase italiana con que se inicia el sumario y ninguno dormía.

Miniatura del siglo XV basada en los relatos de Haft Peykar, del poeta persa Nezamí Ganyaví, uno de los cuales narra la historia de una princesa rusa que dio paso a la historia de Turandot./ britishmuseum.org

Después de quitar la lona y sacudir el comején que había caído de las vigas de madera del colonial techo, la hija menor abrió la tapa. Sacudió adentro. No tenía mucho polvo. Empezó a buscar el aria, álbum por álbum, entre una colección de más de 400 discos planos de placa negra, originales de la marca Victrola o de la Columbia. Pistas de jazz, rock and roll, salsa, chachachá, musicales de Broadway, canciones religiosas o para niños, cursos de inglés y, por supuesto, música clásica.

Sin embargo, no aparecía Nessun dorma. En cierto momento sentí que picábamos cerca. El índice del cuaderno señaló un ‘O sole mio, cantado por el famosísimo tenor Enrico Caruso, así como el prólogo de la ópera Pagliacci; dos temas de La bohème; uno de los solos para piano de Franz Liszt, Liebesträume… me despertaban mucha curiosidad, pues anteriormente los había escuchado por primera vez gracias al maestro.

El tenor Enrico Caruso y una victrola ortofónica./ wallpaperflare.com

La muchacha limpió la capa superior del acetato de ‘O sole mio con una escobilla de terciopelo, lo colocó en el plato giratorio y lo aseguró moviendo una palanquita. Luego le dio varias vueltas a la manivela. En cuanto el disco empezó girar, con la aguja del brazo móvil del equipo pinchó la parte más alejada del centro del surco sonoro, una ceremonia antaño reservada a los más diestros del hogar, hoy vulgarizada con un apretón de tecla en lo modernos sistemas de audio.

Como si le ardiera la punzada, el disco chilló hasta que su dolor se convirtió en canto. Y claro, sonaba monofónico, seco, incluso a veces entrecortado como el llanto de lactar, pero siempre íntimo, como si Caruso te susurrara al oído. Si abrías unas compuertas delanteras del gramófono, lo escuchabas más alto y, si cambiabas la aguja por otra con amplificador, Caruso ya no susurraba, gritaba. La aguja fue peregrinando hasta el centro del disco y solo al finalizar cesó el dolor.

Pagliacci no se oyó bien. Al parecer, su disco no había sobrevivido al tiempo. Rebuscando en los álbumes, probamos otros temas que se escuchaban, o no, según su suerte de ruleta rusa, mas jamás encontramos Nessun dorma, por más que se llenaron nuestros pulmones de polvo.

En realidad, no importaba. Sería una versión muy vieja, interpretada por un tenor de la época. La versión que me encantaba a mí no se grabó en placas duras o de vinilo, sino en casetes; hoy abunda en Youtube, en cientos de videos que “refritan” lo mismo. Al cierre del aria, cuando el tenor aumenta sus decibeles en “All’alba vincerò! Vinceró! Vinceró(¡Al amanecer venceré! ¡Venceré! ¡Venceré!), que impacta con una nota Si, natural, que brota desde las profundidades del diafragma, no hay voz que me estremezca más que la del maestro Luciano Pavarotti.  

Nessun dorma era el aria distintivo de Luciano Pavarotti (fotograma del documental Pavarotti, de Ron Howard./ codalario.com

Turandot, una historia milenaria

El muro de la ciudad de Pekín se levanta magnánimo. Un vocero anuncia el edicto de la princesa Turandot: el hombre de sangre real que logre descifrar sus tres acertijos, se casará con ella. Todo aquel pretendiente que falle, morirá ejecutado. 

Ya han rodado 12 cabezas, mientras la decimotercera, perteneciente al joven príncipe de Persia, se aproxima al cadalso. Aparece la princesa de hielo y ordena su muerte.

Calaf, un príncipe tártaro desconocido, la ve y se enamora de su belleza. Su padre Timur, un rey exiliado, y Liú, la sirvienta y antigua esclava que le guía, intentan disuadir al joven para que no participe en el reto. A la advertencia se unen los ministros Ping, Pang y Pong: “Donde rueden cabezas, ahí no es, Calaf”. Mas, este no escucha y toca el gong tres veces, anunciando la llegada de un nuevo pretendiente.

Así finaliza el primer acto de la ópera Turandot, nombre de origen persa que significa “la hija de Turán”; es decir, de una región de Asia Central que pertenecía al viejo Irán imperial. Si bien la princesa es china como su reino, la explicación rebasa la trama.

Turandot no nació de la inspiración modernista de Giacomo Puccini, el autor de la ópera (al menos, de la versión más conocida), pues su leyenda parte del ingenio del más grande poeta épico de la literatura persa Nezamí Ganyaví, en el siglo XII.

Con sus 12 óperas y decenas de arias famosos, Giacomo Puccini constituye uno de los más grandes compositores de la historia./ Universal History Archive.

Él escribió una serie de poemas épicos llamados Las siete bellezas, que cuentan la historia de siete princesas provenientes de distintas regiones. Una de ellas, la de origen ruso, no encontraba ningún hombre que fuera digno de ella; para evadirlos, se encierra en una fortaleza y declara que se casará con quien la encuentre y resuelva unos cuantos enigmas.

La trama descansó en esa región durante varias centurias, hasta que fue retomada en 1710 por François de la Croix, anticuario francés experto en temas orientales, quien tradujo y adaptó cuentos autóctonos de esa zona del planeta en su libro Los mil y un días. Uno de estos aborda la historia de la doncella rusa, pero con un cambio de nacionalidad, por lo que se convirtió en Turandot, una cruel y gélida princesa china. También modificó el cuento: La muchacha, en venganza de su antepasada Lou-Ling, violada y asesinada por un extranjero, decide decapitar a sus pretendientes si no responden tres adivinanzas.   

El poeta y dramaturgo veneciano Carlo Gozzi, 50 años más tarde, adaptó en verso 10 fábulas teatrales. Turandot era una, con cinco actos, un formato de tragicomedia y nuevos personajes. A principios del siglo XIX, el dramaturgo alemán Friedrich Schiller traduciría la obra a su idioma natal y la recrearía para un público germánico. En 1904, Ferruccio Busoni compuso música incidental para ser interpretada en una producción de la creación de Gozzi. En 1911, en Berlín, el director teatral austriaco Max Reinhardt estrenó otra versión del Turandot de Gozzi, pero con música de Busoni, y dos años después la representó en Londres, donde asistió el propio Puccini. En 1917, Busoni lanzó en Zurich una ópera que bebía tanto de Gozzi como de la música que él mismo compuso 13 años atrás.

Después de un viaje casi milenario de recreaciones sobre la princesa sanguinaria, Puccini decidió abordar su propia inspiración de la historia. Empezó a trabajar la ópera entre finales de 1920 y principios de 1921, junto a los libretistas Giuseppe Adami y Renato Simoni. Añadieron, como narradores, a los ministros Ping, Pang y Pong. El creador de La bohème, Manon Lescaut, Madama Butterfly y otras grandes joyas de la ópera, exploró con nuevos recursos tímbricos partiendo del contexto asiático en el que se desarrolla la obra e incluye instrumentos atípicos (marimba, glockenspiel, tam-tam, gongs, campanas tubulares, címbalos o campanillas), y con ellos construye melodías con la escala pentatónica.

La música era su sello. Por eso, se encargó él solo de su composición o, al menos, de casi toda la composición.

Cierre inacabado

Acto dos: Los ministros se preocupan por el comportamiento hostil de Turandot, hacen un recuento de las muertes hasta entonces. Después, la gente se congrega en la plaza junto al palacio imperial. Entran varios dignatarios y, de último, el emperador Altoum, el progenitor de la chica macabra. Explica las razones del odio de ella y enuncia los acertijos ante Calaf.

La solución del primero es “esperanza”, la del segundo “sangre” y la del tercero (“Hielo que te inflama y con tu fuego aún más se hiela. Cándida y oscura. Si libre te quiere, te hace más esclavo. Si por esclavo te acepta, te hace rey la propia”) la respuesta correcta es “Turandot”.

Calaf acierta en las tres ocasiones; la princesa atosiga a su padre para que no la entregue al desconocido, a pesar de haber completado la prueba. El tártaro, quien no quiere forzarla tan abruptamente, le propone un reto extra: si logra ella adivinar su nombre al siguiente amanecer, él morirá ejecutado. Si no, se terminarán casando, como se había previsto.

Cierra el telón, abre de nuevo y, en el tercer y último acto, Turandot ordena pena de muerte a toda persona que sepa el nombre del extranjero y no lo exponga. Los heraldos recorren la ciudad pregonando que nadie duerma hasta que se descubra su identidad. Es en ese momento cuando Calaf recita y repite “nessun dorma” mientras contempla las estrellas, impaciente por que amanezca. Y termina de cantar el aria más famosa de la ópera, un himno de esperanza, de amor contra el odio.

“…Dilegua, o notte! (Noche, disípate)

Tramontane, stelle! (¡Ocultaos, estrellas!)

Tramontane, stelle! (¡Ocultaos, estrellas!)

All’alba vinceró! (¡Al alba venceré!)

Vinceró! Vinceró (¡Venceré, venceré!)”.

Y el tenor acaba, con su público impregnado de sueños.

Timur, el rey exiliado, y Liu, su criada, son interrogados, pues les vieron hablar con Calaf. Son llevados ante Turandot, pero no revelan el nombre del joven. Ni siquiera bajo tortura Liu cede y le dice a la princesa que prefiere morir antes de traicionar al hombre que ama; le roba la daga a un soldado y se suicida.

“Aquí finaliza la ópera, porque en este lugar murió el Maestro”, expresó ante público del Teatro alla Scala de Milán, Arturo Toscanini, uno los más grandes directores de orquesta de la época, durante el estreno de Turandot en 1926.

En noviembre 1924, Puccini dejó su obra inacabada por un cáncer de garganta que le arrebató la vida, con tan solo 36 páginas y unos esbozos de lo que pudiera ser el final. Quedaba pendiente del tercer acto, terminar la primera escena y la segunda completamente.

En marzo de ese año estaba estancado sin un cierre que le convenciera, pues no se imaginaba un final feliz para una obra tan sádica. ¿Cómo podría Calaf seguir amando a la princesa después de que ella torturara a Liu? O peor, ¿cómo podría ella cambiar su actitud del rechazo a la aceptación del pretendiente tras un simple intercambio de palabras? Sin embargo,  en la ópera todo se justifica a través del canto, por lo que la verdadera cuestión era: ¿qué música pudiera ser convincente para ese semejante cambio de actitud?

Por cierto, como dato curioso, se dice que el suicidio de Liu está inspirado en el de una empleada de la casa de Puccini, Doria Manfredi, de 23 años. Elvira, la esposa del compositor, acusó a la joven de haberse acostado con su marido y de ser una prostituta. Esta no resistió la presión y tomó un veneno mortal. En la autopsia, el médico diagnosticó la virginidad intacta de la chica y a Elvira la acusaron de incitación al suicidio. Puccini pagó una gran suma de dinero a cambio del silencio de la familia Manfredi.

Según el director de orquesta Nicola Luisotti, lo ocurrido atormentó durante 15 años al músico, quien “en 1924, cuando enfermo de cáncer de garganta viaja a Bruselas para ser operado, decide que el personaje de la esclava Liu se suicidara, sacrificándose por su amo”, algo que no estaba originalmente en la comedia de Carlo Gozzi. Puccini intentaba expiar sus arrepentimientos a través de las palabras de Calaf y Timur tras la muerte de Liu.

En septiembre de 1924, se le despertó la musa y reemprendió la composición del final; sin embargo, ya era demasiado tarde: al mes siguiente se le diagnosticó la enfermedad y fue a operarse en Bruselas. Debido a un fallo cardiaco, murió el 29 de noviembre de ese mismo año.

Poco antes de entrar en esa fase final del cáncer, como si fuera una premonición le dijo a Toscanini: “Si algo me sucediera, no abandones mi Turandot”. Y se hizo cargo de la partitura. Se la encargó al compositor Franco Alfano, quien escribió el dichoso final a partir de una serie de páginas manuscritas y algunas indicaciones dejadas por Puccini antes de morir, y un poco de música propia. En resumen, su aporte fue de 22 minutos a la obra, que luego se redujeron a 15 con la edición de Toscanini.

Ninguno de esos minutos se vio durante el estreno de la ópera. Realmente había acabado donde dijo el maestro. Fin.

El (otro) final

A partir de la segunda noche de la temporada de estreno, empezó a representarse la versión completa: después de la muerte de Liu, Calaf le recrimina su frialdad a Turandot. Terminan ambos en un dueto en el que Calaf la besa. Ella cede. Por primera vez, la princesa de hielo llora, confirmando el amor que el tártaro siente por ella. Entonces el príncipe le revela su nombre: “Calaf”.

En la segunda escena del acto, al amanecer, en la plaza del palacio imperial, cuando el emperador le pregunta a su hija si descubrió el nombre del pretendiente, ella dice frente a todo el pueblo: “Amor”.

El vinceró de Pavarotti

El pasado 6 de septiembre, aniversario del fallecimiento de Luciano Pavarotti, recuerda un poco a Nessun dorma, un aria de difícil ejecución, que requiere un intérprete de amplio fiato (posibilidad de dosificar adecuadamente el aire mientras se canta) para ligar frases largas, de precisa acentuación y que sepa moverse tanto por registros graves como agudos.

Han pasado muchos intérpretes desde que el tenor español Miguel Fleta estrenó el aria en Milán: Giacomo Lauri-Volpi, Antonio Cortis, Roberto Quilodran Jara, Beniamino Gigli, Francesco Merli, entre otros. Una de las versiones más aclamadas fue la del sueco Jussi Björling en 1959, en el Teatro de la Ópera de Roma, que abrió el diapasón de candidatos al ser un tenor lírico, aunque Nessun dorma se hubiera pensado para uno de tipo dramático. Entonces se sumaron otras excelentes muestras por parte de Mario de Monaco, Richard Tucker, Mario Lanza, Giuseppe Di Stefano, Carlo Bergonzi y, en especial, de Franco Corelli, considerado por muchos la mejor interpretación de todas.

Incluso, Aretha Franklin, la apodada Reina del Soul, realizó su propia adaptación al inglés en la ceremonia de los premios Grammy 1998, como reemplazo inesperado de Pavarotti. El tenor lírico Andrea Bocelli la canta casi siempre y la británica Sarah Brightman, a quien se le atribuye la creación del estilo musical Classical Crossover o fusión, sacó el aria en dos álbumes suyos.

Quizás ha sido Pavarotti quien mejor ha logrado inmortalizar Nessun dorma. O, al menos, popularizar.

Hijo de un tenor panadero, la primera ópera de Luciano era también de Puccini, La bohème. Un hombre que con su inmenso talento, carisma y poder de convocatoria logró devolverle a su profesión el esplendor de antaño, de cuando no existía el cine y los cantantes de ópera eran las estrellas mediáticas de entonces.

Si bien pocas veces interpretó en escenario Turandot –su voz era demasiado lírica y podía perjudicarse–, su aria distintiva era, sin duda, Nessun dorma. En 1972, grabó la ópera completa junto a Joan Sutherland y Montserrat Caballé. Fue un éxito y desde entonces se convirtió en parte imprescindible de su repertorio.

La versión más popular ocurrió justo antes de la final de la Copa del Mundo de Fútbol de 1990, en Italia, cuando juntaron sus voces “los tres tenores” (los españoles José Carreras, Plácido Domingo y Pavarotti). El italiano de Módena primero lo cantó en solitario, pero -ante la ovación del público- decidieron repetir el aria los tres juntos, de forma improvisada.

El primer concierto de Los Tres Tenores, ocurrido el 7 de julio de 1990, juntó a Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras en un mismo escenario. Aquel suceso cambió la historia de la música clásica y la visión popular de la ópera./ duna.cl

La BBC había usado la grabación de 1972 de Nessun dorma para promocionar la cobertura del mundial de fútbol y alcanzó el segundo puesto en el top de sencillos en Reino Unido, el mejor que una pista clásica haya obtenido. Y el concierto de los tres tenores, Carreras Domingo Pavarotti In Concert, se volvió el álbum clásico más vendido de todos los tiempos.

Más allá de esas pruebas cuantitativas, Pavarotti ha logrado con su interpretación agregarle una mística nueva al aria cuando esta era ya suficientemente magnífica por sí sola, veterana de varias batallas y sobreviviente a las modas de casi un siglo. El hijo de panadero logró apropiarse de ella, revitalizarla y taladrársela en el cerebro a las generaciones más contemporáneas –como la mía– que erróneamente creen no tener oídos para la ópera.

Comparte en redes sociales:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos