Yasmani o una vida en un flashazo

Era uno de esos días que amanecen bien, pero se precipitan, por hora, a lo peor; de esos que cuando llega la noche no hay noticia que pueda sorprenderte porque se ha agotado la capacidad de asombro y fastidio. El mediodía, entonces, era un escalón avanzado de ese terrible paso del tiempo ya tornado grave y denso, cuando me bajé de un carro al final del boulevard de San Rafael y busqué a ojos vista un bicitaxi.

Sin espejuelos, impedida de definir el rostro de la gente desde lejos, vi a un muchacho con una riñonera vieja y raída al hombro, esperando clientela: el único bicitaxi que había en derredor. Noté que era demasiado joven mientras le decía que necesitaba llegar a Obispo y San Ignacio.

—¿Pero estás trabajando? —le pregunté a bocajarro.

—Sí, sí, claro —me respondió con voz gruesa y entusiasmo—. Dale, sube.

Y entre perpleja y desconfiada me senté tras él, insegura de si debía hacerlo, de si era correcto o justo.  Es que eres demasiado joven, creo que balbuceé.

Todo el empeño del mundo tomó forma en su cuerpo inclinado hacia delante. Se movía al ritmo de sus hombros, al ritmo de sus piernas pedaleando por las calles polvorientas de La Habana Vieja, calles flanqueadas por casas y tiendas mayormente despintadas y opacas. Supe de inmediato que sabía cuándo parar, por qué senda ir, cuándo apurarse y cuándo ceder.

–Yo empecé hace poco, tía –me dijo de pronto, como quien necesita explicarse ante el otro—, pero sé cómo es.

Me quedé en silencio unos segundos. Mis ojos clavados en su nuca.

—¿Hoy es tu primer día? —pregunté, con la sensación de ser inoportuna.

—El segundo —dijo sin vacilar—. Yo hago esto pa’ ayudar a mi mamá.

Paramos en el semáforo a un costado del Capitolio, del otro lado el Gran Teatro Alicia Alonso. Miré a los turistas sentados frente a mesas vestidas de manteles rojos, hablando de cualquier cosa, disfrutando la vida misma a sorbos de jugos y alcohol. Se me antojó irónica la escena: el privilegio y su contrario tan cerca, tan íntimamente ligados en esta ciudad.

—¿Pero qué edad tienes? —me atreví, al fin.

—16 —de nuevo respondió sin titubeos, con una firmeza que percibí ingenua y cierto orgullo—. Pero ya terminé el curso.

Era noviembre. 2022 en el ocaso.

Yasmani, flaco, de piel negra, pelado al uno en alguna barbería de Centro Habana, tiene dos hermanos menores que atender, un padre que fomenta que se encargue del bicitaxi y una madre enferma. Cuando pasamos el Parque Central me confesó que el cáncer no la deja trabajar.

(Me abrumó la repentina conciencia del carácter de ese día y la desesperación por que se acabara)

—De todas formas tengo que terminar la escuela.

Entre una frase y otra Yasmani sonaba el timbre de la bicicleta sorteando a quienes caminaban por el medio de la calle estrecha, como si el tránsito no existiera. Me desconcertaba el ruido y la velocidad con que forzaba los pedales. Pero el peso del día y el agobio me habían despojado de la capacidad de reacción.

Seguía atónita mirándole la nuca mientras Yasmani decía que después del pre nada de universidad, que tenía que ayudar a sus hermanos de siete y nueve años, que su papá empezó con otro bicitaxi y le dejó este a él “porque la cosa está muy dura, tía, y hay que luchar”.

(Yo creo que lo ha memorizado. Cada palabra de la historia la ha repasado en su mente muchas veces, eso creo).

El silencio se le instalaba en las palabras como pausas demasiado largas y demasiado incómodas.

—¿Pero tus hermanos están ahora en la escuela, verdad?

—Sí, el que trabaja soy yo.

— Pero, ¿en serio no quieres estudiar algo más?

—Na, que va, ¿para qué?

—Claro… —dije por lo bajo.

—Y ahora cuando mi papá llegue a donde tú te montaste —hablaba como quien sigue el hilo de un pensamiento— va a saber que me llevé a alguien, porque no me va a ver ahí. Pero él sabe —asentía con la cabeza—, él sabe que me fui con alguien.

Y de nuevo el silencio se le instalaba en las palabras como pausas demasiado largas y demasiado incómodas.

—¿Ya estamos cerca de San Ignacio? —me preguntó dubitativo cruzando Aguiar. Pensé que tenía sentido, es solo su segundo día, no puede saberlo todo con esa maestría en geografía habanera que poseen los choferes de bicitaxis.

Sí, finalmente llegamos. Dobla a la izquierda, le dije, déjame aquí. Y entonces no supe que hacer, o qué debería, o qué podría. Le entregué 200 pesos en sus manos huesudas, largos los dedos.

—Qué tengas buen día —se despidió con una sonrisa, y yo me quedé mirando cómo giraba volviendo a la rutina, a la realidad.

Sí, creo que lo tiene memorizado. Que, tal vez, si nos reencontramos y no me recuerda lo repita todo de nuevo, con las actualizaciones, igual de alto, a viva voz, sin importar quién oyera qué fragmento, de ese algo que él narraba.

Yasmani fue un capítulo más de ese día impertinente, pero el más demoledor.

Yasmani no aspira a mucho. Eso dice. Pero hay tantas entrelíneas como gritos agazapados tras esa aparente resignación, tras ese aparente entusiasmo. Lo que fue una suerte de fuga nos asoma a su vida desde arriba, o desde un hueco aquí autorizado, a través del cual solo puedes mirar en lo que dura un flashazo, y no tan a escondidas. Y es que quizás él necesite repetir los detalles a cada extraño, quizás inconscientemente busque comprensión, quizás espere escuchar la fórmula para que las cosas vayan diferente, quizás sueñe un milagro…, quizás.

Quizás lo único que quiere es que lo salven.

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Para el propósito de este texto se ha cambiado el nombre del protagonista, en aras de proteger su identidad.

Diseño de Portada: Félix M. Azcuy

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4 comentarios

  1. Tenemos un tantas historias por contar. La brecha de la desigualdad se amplía ante nuestros ojos y nos quedamos, tal cual narra la periodista. Excelente crónica, que prestigia al periodismo de la centenaria Bohemia.

  2. Duele que haya tantos Yasmani en ciudades y campos de nuestro país. Debemos como sociedad lograr salvar a esos niños, convertidos en adultos prematuramente, decirles los sueños. No debemos ni podemos mirar para otro lado. Se lo debemos.

  3. Excelente, me ha calado muy profundo y pensar que en esa cruda realidad viven otros jóvenes y que esto se ha exacerbado en estos útimos años , es muy triste esos niños que se ven obligados a quemar etapas de la vida y no pueden disfrutar a plenitud de su niñez y adolecencia sanamente por tantas carencias.Gracias a la periodista por tan sensible crónica.

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