Trasfondos de reportero: En el diván del psicoanalista

Ilustración consulta psiquiatría
Collage. / Fabián Cobelo Caballero

He decidido autosicoanalizarme. No conozco demasiado las técnicas para hacerlo, pero al menos tengo un venerable sofá (por las muchas décadas que lleva en la familia), una sala en semipenumbras y una tarde de sábado toda para mí.

Ya en posición de arrancada, ¿por dónde empiezo? “Las penas que a mí me matan [¿en una consulta verdadera tararearía la célebre canción, o me sentiría cursi?], son tantas que se atropellan”. ¿Pienso en los problemas con mi pareja, o en mi centro laboral?

Tal vez un inicio prometedor sería concentrarme en el despertar de mis instintos homicidas cuando a las 2:00 de la madrugada la vecina de los altos pone al máximo volumen una telenovela mexicana, turca, colombiana… no sé, suenan igual: gritos, suspiros, llantos. O cuando cada fin de semana, alrededor de la medianoche, empieza el fiestón en alguno de los edificios colindantes, a cien decibeles, pobres oídos violentados.

¿Será mejor autoaconsejarme sobre cómo refrenar la compulsión de seguirle el rastro a las impredecibles ventas de pollo, detergente, aceite y papel sanitario en las escasas tiendas del vecindario? Quizás ahora mismo debiera estar junto a la de la esquina de mi casa, en lugar de recrear aquí una de esas escenas de filmes sobre trastornos psicológicos, aunque sin el glamour del cine, debo confesarlo.

Según la bibliografía, un psicoanalista intenta que el sujeto practique la introspección, se desinhiba y libremente verbalice sus conflictos. Por eso al método lo han llamado “la cura del habla”. En mi caso, sin embargo, resulta más complicado, pues verbalizar es precisamente lo que suele meterme en problemas. Sí, el apremio de opinar sin cortapisas, no detenerme un segundo a razonar, a medir las consecuencias.

De ese modo, me he agenciado enemistades lamentables y hasta peligrosas: al vendedor de yogurt tanto le dije sobre su manía de subirle el precio y añadirle agua al “pepino”, que dejó de visitarme; al bodeguero lo tuve hora y media intentando convencerme de que el peso del arroz despachado era el correcto; a mi tía… mejor no revivir eso. En fin, son un recordatorio de lo que jamás pongo en práctica: tener algo que decir resulta tan encomiable como saber callar a tiempo.

Ayer por la tarde, en la revista me pidieron una crónica dominical. Sin pensarlo dos veces, salté: “Nunca la escribiré, se trata de un género muy especial y no va conmigo, no lo puedo forzar. Saldrá un bodrio”. Como el argumento me pareció insuficiente, eché mano a la teoría; con mi mejor pose oratoria, diserté: “La crónica –explica una colega en su libro La Nota– es ‘aquella narración o exposición que se caracteriza por un estilo literario, evocador, emotivo, que transmite impresiones personales del cronista sobre el hecho u objeto que trata’”.

Por qué no me habré controlado. Siguieron más de 45 minutos de debate con mi jefe, en torno a las responsabilidades y habilidades de un buen periodista. Y el hambre atenazándome, casi desvaneciéndome, pues hacía rato había pasado la hora del almuerzo. Al final, eso fue lo peor, me convenció de que yo podía coger el toro por los cuernos, es decir, la tarea asignada, y redactar un material atractivo. Para eso tenía experiencia en la profesión, había ganado equis premios, la revista me necesitaba, etcétera, etcétera. Mi ego subía, subía, subía, hasta que espeté: “De acuerdo. Hoy mismo tendrá su crónica del domingo”.

Caminando entre nubes y trompetas auspiciosas regresé a mi cubículo, me senté frente a la computadora y lancé la pregunta de rigor: ¿cuál será el tema? Ahí mismo la cruda realidad me puso una zancadilla: no he protagonizado episodios sensacionales, no tengo sentido del humor ni dotes de literato ni esa vibra emotiva en que tanto insiste el manual periodístico de mis pesares.

Escribí una cuartilla y la descarté de inmediato; segundo intento, tercero… Entonces opté por una solución arriesgada: inventar un personaje, un alter ego, “adornarlo” con anécdotas ¿descabelladas?, acostarlo en el diván del psicoanalista. Salió la primera hoja, las siguientes; listo, había cumplido, para bien o para mal, el pedido de la Redacción.

Pasó el viernes, la mañana del sábado, y el cargo de conciencia empezó a adueñarse del día. ¿Cómo poner a prueba de tal modo la credulidad de los lectores? ¿Qué tremenda y equivocada idea se van a formar de mí? ¿Entenderán este rejuego entre ficción y realidad? ¿Llamo a mi superior y le suplico que deseche el trabajo? Ya no tiene remedio, me digo y salgo del sofá, enciendo la luz.

No sé si finalmente publicarán el texto, o van a darme un tirón de orejas; pero podría ser la protoidea de una serie titulada Crónicas al borde de un ataque de nervios. Si permito, ¡solavaya!, que me atrapen de nuevo.

 

 

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