A la distancia de 150 años, resucita

Diamante con alma de beso lo inmortalizó Martí. Como un futuro Sucre cubano lo calificó Gómez. Entre el virtuosismo y la epopeya trasciende Ignacio Agramonte como el más romántico de los libertadores cubanos


Amanecía el domingo 11 de mayo de 1873. La mañana empezaba a dar colores a la manigua mientras la neblina, obligada, recogía lentamente sus hilachas blancas de los potreros de Jimaguayú. Ante las tropas que se aprestaban al inminente combate, el Mayor saludó por última vez el estandarte de la estrella solitaria y revistó con los jefes las posiciones de sus hombres.

Desde bien temprano el joven Ignacio manifestó su espíritu de rebeldía. / Tomada de la Oficina Historiador Camagüey

La noche fue de jolgorio, pues el mando de la Brigada de Caonao había convidado a una “cena mambisa”, consistente en carnes asadas, viandas, arroz, palmito y aloja (agua y miel) recién hervida. Pero, sobre las ocho, cuando el rancho estaba en su apogeo, como pájaro de mal agüero irrumpió en el campamento un mensajero con la noticia de que, a dos leguas, en la finca Cachaza, pernoctaba una columna de mil hombres de las tres armas –infantería, caballería y artillería–, que venía desde Puerto Príncipe, 32 kilómetros al norte, a cazarlo.

Con esos rumores vagos rondándole el sueño, Agramonte durmió poco. Y aún la madrugada estaba lejos de recibir el puntapiés del sol cuando ya él, avizor, ordenó el toque de diana y comenzó a delinear, en los planos tridimensionales de su mente, la clásica operación de “martillo mambí”, que podría desplegar aprovechando las condiciones topográficas del escenario. Sucintamente, el plan consistía en cuquear la vanguardia española con pocos jinetes que debían atraer a los perseguidores hacia el fondo del potrero, donde los emboscaría a plomo limpio la infantería del Camagüey y Las Villas para luego cargarlos por uno de los flancos y la retaguardia con la temible caballería, al pavoroso clarín de “a degüello”.

Pero el destino tiene su propio hilo, poderoso, invencible; ni el mayor profeta es capaz de adivinarle sus trapisondas y vericuetos. Así, en astuta maniobra el jefe del batallón rival, teniente coronel don José Rodríguez de León, no mordió el anzuelo y el enfrentamiento corrió temprano por cauces imprevistos.

Todo iba de mal en peor. Su gente quedó encajonada bajo balacera y cañonazos. Desde su posición, el caudillo forjado en cientos de batallas a pesar de contar 31 años, advirtió que no fluían sus instrucciones. En su último combate, en su último día, espoleó los ijares del brioso Ballestilla y cabalgó repentinamente hacia el frente, en un heroico impulso de redención. Apenas lo escoltaron dos ayudantes. “El valor crece a caballo”, sentenció Martí en su relato El teniente Crespo. En el mismo texto, publicado en el segundo número de Patria, el 19 de marzo de 1892, sostuvo metafóricamente que “Agramonte se dispuso a morir en Jimaguayú por salvar a sus compañeros fugitivos, y ver luego de salvarse él”.

Monumento erigido en el lugar de su caída en combate.

¿Qué pasó en realidad? Es a partir de ese instante que surgen las disímiles –e inverosímiles, como la del “fuego amigo”– versiones. No obstante, se puede hallar cierta claridad en el libro Ignacio Agramonte y el combate de Jimaguayú, investigación pormenorizada de un equipo multidisciplinario. Besa su mano la leyenda.

Entre la espesura de la yerba de guinea que crecía silvestre hasta tapar un hombre a caballo, una figura blanca apareció. Se deslizaba sigilosa, empinada, aérea. Era el mayor general Ignacio Agramonte acudiendo a su cita con la muerte. Las espigas molestaban el rostro. Y al desembocar en un estrecho claro, desde la garganta de un fusil inadvertido emergió el zarpazo que abrió de súbito un torrente tibio, rojo, humeante, en la sien derecha. “La frente, en que el cabello negro encajaba como en un casco, era de seda, blanca y tersa, como para que la besase la gloria”, al decir del Apóstol. El azar, o más bien, la fatalidad, había halado a bocajarro su gatillo. Es en ese momento, ante la fragilidad de la vida, en el que se suele repasar los eventos que condujeron al fatídico desenlace.

Luz de terratenientes y de revolución

Con escudo de nobleza nació Ignacio Agramonte y Loynaz, el 23 de diciembre de 1841, en la villa de Puerto Príncipe, hoy Camagüey. A La Habana se fue a estudiar Derecho Civil y Canónigo, siguiendo los pasos de su padre. De cuerpo delgado, con esbeltez y donaires de fineza vestía la última moda, llevaba el pelo ligeramente largo, sortija en la mano. Era un joven apuesto, privilegiado… Mortales ingredientes, armaron al Mayor.

Cuentan que al graduarse de Licenciado en Derecho pronunció un canto a la libertad y a los derechos individuales, síntesis de su espíritu rebelde. Al respecto narró Antonio Zambrana: “Aquello fue como un toque de clarín. El suelo de todo el viejo Convento de Santo Domingo se hubiera dicho que temblaba. Lamentándose el Presidente del Tribunal de no haber conocido previamente el discurso para haber prohibido su lectura”.

Llegó el 68. En el antiguo ingenio Oriente, en las cercanías de Sibanicú, se incorporó el 11 de noviembre a las fuerzas independistas, pero pudiera afirmarse que fue en la posterior reunión del Paradero de Las Minas donde manifestó las impresionantes dotes que lo llevaron a ser uno de los paladines durante la Guerra de los Diez Años. Allí, enfrenta las contradicciones y dudas de pedir reformas: «Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan: Cuba no tiene más camino que conquistar su redención, arrancándosela a España por la fuerza de las armas».

Uno de los planos más fidedignos de la acción.

Por el carácter recto y justiciero, la coherencia y decencia de sus actos, su astucia e ilustración; por su arrojo incomparable y hasta por su gallarda figura, Agramonte más que un jefe fue un ídolo para sus comprovincianos. Una vez, hallándose en el campamento de La Redonda, algunas personas visitaron al Mayor con el propósito de convencerlo de la inutilidad de sus esfuerzos. En el calor de la conversación alguien le cuestionó: ―»¿Con qué cuenta Usted para continuar esta lucha sangrienta?» ―»¡Con la vergüenza… de los cubanos!», replicó con presteza.

En la Asamblea de Guáimaro, el 10 de abril de 1869, desempeñó un papel protagónico como redactor de la primera Constitución, junto a Antonio Zambrana. El año 1870, saturado de tragedias y heroísmos, fue su “prueba suprema” de patriotismo. Tras renunciar a la división de Camagüey por “las majaderías” del general Thomas Jordan, a la sazón general en jefe del Ejército Libertador, Agramonte valoró viajar a New York con motivo de la muerte de su padre. Sin embargo, permaneció en Cuba, ante la insistencia de terceros de que su ausencia podría dañar severamente la moral insurrecta. En su lugar envió a su hermano Enrique. Un sacrificio más, en aras de la patria, es para él aparentemente nada, pero en lo profundo del ser, deja cicatriz como una herida de combate.

Con Céspedes, el otro gigante indiscutible de su tiempo, tuvo los más sonados pesares, desalientos y encontronazos. Por eso, en lealtad a sus principios, presentó repetidas renuncias; y de tal modo llegaron a inflamarse los ánimos entre ambos que acabaron retándose a duelo, el cual fue aplazado atendiendo a la prioridad de la independencia. Irónicamente, aun en esa suerte de exilio que sufrió en tierra propia, en los días que vagó sin mando, siempre, el Bayardo defendió la imagen del Hombre de Demajagua: “¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!». Eran dos naturalezas soberbias persiguiendo el mismo fin, pero por diferentes conductos.

“El extraño puede escribir estos nombres sin temblar, o el pedante, o el ambicioso: el buen cubano, no. De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra; y el otro es como el espacio azul que lo corona. De Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación. El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence. Vendrá la historia, con sus pasiones y justicias; y cuando los haya mordido y recortado a su sabor, aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya. Las palabras pomposas son innecesarias para hablar de los hombres sublimes”; no habría mejor modo de esculpir a esos “héroes de mármol” que esta crónica brotada del genio martiano.

Al final, en la medida que crecía su madurez política, Ignacio se convenció de la importancia de la unidad y aceptó retomar el mando, en 1871. Volvió a levantar el Camagüey deshecho, organizó la caballería con tan portentosa capacidad que al llegar en julio de 1873 para ocupar su puesto vacante, Máximo Gómez expresó: “Agramonte, inspirado en puro patriotismo, dejó asegurada la Revolución”.

Las sabanas camagüeyanas se convirtieron en las huertas donde sembró sus laureles de estratega. La más antológica de todas sus hazañas, sin dudas, el rescate del brigadier Julio Sanguily; que realizara al frente de 35 enardecidos jinetes. Mezcla de leyenda y realidad, aquel episodio casi sobrenatural parecería inspiración digna de Homero más que verdad contumaz. Pero a falta del aedo griego tuvimos a un Villena enorme, con un poema igual de evocador:

Alzóse un yaguarama reluciente,
se oyó un grito de mando prepotente
y un semidios, formado en el combate,

ordenando una carga de locura,

marchó con sus leones al rescate

iy se llevó al cautivo en la montura!

Amalia abandonada

Uno de los romances más hermosos de nuestra historia. / Archivo

Amalia Simoni fue su único y gran amor. Mujer culta, musical, de belleza y valor, se abrió su propia ventana a la historia como la más fiel cómplice. “Primero me corta Usted la mano, antes que pedirle a mi marido que sea traidor”, contestó enérgica cuando un oficial español, con pluma y papel, le exigió escribir al esposo para que desistiera de la causa insurrecta.

El matrimonio fue celebrado en la Iglesia de Nuestra Señora de La Soledad, el 1 de agosto de 1866, apenas dos meses antes del grito independentista. Poco les duró la felicidad. Precisamente el levantamiento de Las Clavellinas los sorprendió de luna de miel, en la espléndida hacienda La Matilde, propiedad del padre de ella, y en donde todavía hacia 1895, afirma en sus memorias Loynaz del Castillo, entre las ruinas del sitio, pudo descubrir un árbol con las iniciales grabadas de los recién casados. Dicho sea de paso, fue allí donde este escribió los versos que se convertirían en las estrofas del Himno Invasor.

“No te aflijas, la esposa de un soldado debe ser valiente”, fueron las últimas palabras que le dijo Amalia cuando se separaron en El Idilio. Nunca más se verían. Fue un idilio apasionado, distante, intermitente, fugaz… condenado al anhelo y a la epístola por las dramáticas notas de la guerra. Sacrificio de época. Así lo revelan las cartas cruzadas entre ambos; documentos que en Para no separarnos nunca más, compilación liderada por esa gran experta en el tema que fue Elda Cento (Premio Nacional de Historia 2015), pueden disfrutarse cual literatura romántica, melancólicos ejemplos de abnegación y cariño. El amor en tiempos de guerra:

  Idolatrada esposa mía:

Mi pensamiento más constante en medio de tantos afanes es el de tu amor y el de mis hijos. Pensando en ti, bien mío, paso mis horas mejores, y toda mi dicha futura la cifro en volver a tu lado después de libre Cuba. ¡Cuántos sueños de amor y de ventura, Amalia mía! Los únicos días felices de mi vida pasaron rápidamente a tu lado embriagado de tus miradas y tus sonrisas. Hoy no te veo, no te escucho, y sufro con esta ausencia que el deber me impone. Por eso vivo en lo porvenir y cuento con afán las horas presentes que no pasan con tanta velocidad como yo quisiera.

Camagüey, julio 1 de 1871

“Yo te ruego Ignacio idolatrado […] que no te batas con esa desesperación […] por interés de Cuba debes ser más prudente, exponer menos un brazo y una inteligencia de que necesita tanto. Por Cuba, Ignacio mío, por ella también te ruego que te cuides más”, le suplica ella en otra misiva. ¿Cómo podría él cumplirle? Un guerrero pacta cada día con la muerte.

De esa unión germinaron dos hijos: Ernesto y Herminia, a la que Ignacio no pudo conocer. Amalia padeció los rigores de la cárcel, del exilio; de madre soltera. Aunque en bajo perfil, se mantuvo siempre fiel a las ideas libertarias hasta fallecer en La Habana, en enero de 1918. Sus restos descansan en la tumba familiar, en su ciudad natal, como ella pidió. No volvió a casarse.

Sobre una palma escrita

El 12 de mayo, sobre las nueve, por frente a las casas cerradas llevaron el cuerpo de Agramonte en camilla al Hospital San Juan de Dios. Hurras y vivas a España unánimes se escucharon en boca de la turba marcial que había acudido en tropel a ver la llegada del muerto, cruzado sobre una mula. Las piadosas manos del capellán Manuel Martínez y del fray José Olallo -el llamado padre de los pobres, beatificado en 2008-, lavaron el cadáver. Coronando la cabeza, afloró la caricia desoladora de la muerte. Después de los rezos para dar paz a su alma, quedó expuesto a la curiosidad pública.

Rincón donde permaneció algunas horas expuesto el cadáver. / Tomada de 5deseptiembre.cu
“Con la vergüenza de los cubanos”, Agramonte convoca. / Tomada de la Oficina Historiador Camagüey

Alrededor de las cuatro de la tarde de ese mismo día lo trasladaron al cementerio, donde supuestamente se le incineró, con leña y combustible, hasta que no fue más que un montón de cenizas lanzadas al viento. (Sinceramente, me cuesta asimilar esta posibilidad. A juzgar por los requerimientos de la cremación total de un cuerpo). Otras historias recogen un acto de inhumación en una fosa común. Lo ratificaría años después el Diario de la Marina. (Pienso en las dos: los restos chamuscados por el fuego acabaron arrojados en alguna tumba sin nombre). Mucho mito rodea esas horas finales, muchas versiones salidas de los propios encargados de “desaparecer” a Agramonte para agudizar “la hecatombe” que había significado su pérdida en las huestes mambisas.

Entraba en el agujero negro de la historia. Nacía el enigma. Quizás lo más cerca que se ha estado de “desenterrar esa verdad” son los estudios encaminados por la Oficina del Historiador de Camagüey, que en 2020, basados en el hallazgo de material de archivo, realizaron algunos desmentidos y se trazaron nuevas pistas sobre el posible paradero de los restos mortales. Mientras tanto, un cenotafio guarda su espacio.

Como héroe acreedor de los retornos, su nombre trasciende en el gentilicio de una provincia, en libros y oralidad, en poemas y canciones, en monumentos y pinturas; incluso en un billete y un filme que como buen cine corre entre luces y sombras. Por el halo real-maravilloso que lo circunda, se trata, a mi juicio, del más romántico de los cinco grandes héroes mambises. Sin embargo, parece que mucho falta interiorizar su pensamiento y acción. A la distancia de 150 años –parafraseando la celebérrima canción que Silvio le dedicara en el centenario– Agramonte necesario, fecundo, apolíneo… resucita.

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2 comentarios

  1. Y mientras mas mortal el tajo es mas de vida.Los encabezamientos de los parrafos y la frase que aquì, reproduzco son de la canciòn «El mayor» de Silvio Rodriguez.

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