Foto. / Autor no identificado. (Restauración internet)
Foto. / Autor no identificado. (Restauración internet)

Una vida de novela

A 220 años de su natalicio evocamos a quien fuera universal poeta, en versos y actos; pues como él mismo cantara: siempre vence quien sabe morir


Cuentan que fue en 1803 cuando llegó a Santiago de Cuba el matrimonio de don José Francisco Heredia y doña María Merced Heredia, emigrados de Santo Domingo. Se alojaron en la vivienda marcada con el número 6 de la Calle de la Catedral, a un par de cuadras de la Basílica Metropolitana. Era una casona de la segunda mitad del siglo XVIII, con aleros de tejas rojas y ventanas balaustradas de madera torneada que daban directo a la rúa de adoquines; en su interior, arcadas y techumbres en colgadizo y un piso de cerámica completaban deleitosamente la típica arquitectura española con influencias moriscas.

El último día de aquel año, en la habitación principal, le nació un nuevo integrante a la familia. Trece días después, el párroco don Tomás de Porte ponía óleo y crisma y registraba como número 3 en el folio 1 del Libro de Bautismos de Blancos el nombre de José María. Los padres no solo le habían dado el ser, sino que fusionaban sus primeros nombres para bautizar aquel fruto de amor.

Santiago sería para la historia su cuna, pero no le pertenecía. A los tres años su padre fue nombrado Asesor de la Intendencia de la Florida Occidental y abandonó la ciudad en un dilatado viaje –por Santo Domingo, Caracas, La Habana, Matanzas, New York y México– para jamás volver. Aun cuando en la cálida villa de Velázquez y Cortés tuvo su primeros olores, aires, luces, gentes, comidas… Heredia no podría tener demasiada memoria de sus primeros pasos. Asumió a Cuba como tierra natural.

Fue la suya una vida épica, de novela, de tormentos poéticos y desarraigo dramático que lo han inmortalizado como el eterno peregrino.

Foto antigua de la casa natal, rescatada por la in-gente labor de la Junta Heredia, organización fundada en 1889 por preclaros santiagueros.. / Autor no identificado
La actual casa-museo conserva como un santuario todo lo relacionado con el bardo. / casadranguet.com

Torbellino revolucionario

Tenía apenas 35 años cuando lo malogró la muerte. José María Heredia murió, pobre y minado por la tuberculosis, en un cuarto interior de la casa número 15 en la Calle de los Hospicios, en la ciudad de México, tierra donde –a decir de Martí– todo peregrino halló refugio, pero estaba lejos, ¡ay!, de sus palmas. Fue el 7 de mayo de 1839. Como colofón, quizás, de esa desgracia que parecía llevar como grillete incorpóreo, sus restos acabaron extraviados.

Detalle de la habitación donde viera la luz el 31 de diciembre de 1803. / Oficina del Conservador de SCU

Joven virtuoso, en esa cortedad logró desarrollar “con más o menos fortuna” –según sus propias palabras– múltiples facetas. Fue un hombre de esmerada educación, abogado, catedrático, militar, crítico literario, traductor, periodista, diplomático, diputado e historiador. “El torbellino revolucionario me ha hecho recorrer en poco tiempo una vasta carrera”, declaró en su prólogo a la segunda edición de sus Poesías Completas que publicó en Toluca en 1832.

En los nueve años que estuvo vinculado a México, vale ilustrar, dirigió con notables aportes el Instituto Científico y Literario. Junto a los italianos Claudio Linati y Fiorenzo Galli, fundó la primera revista literaria, El Iris, que inauguraría la litografía con “semblantes venerables de los caudillos de la revolución”.

También desempeñó labores de magistrado, juez, legislador y político vinculado estrechamente a personalidades como Guadalupe Victoria, Lorenzo de Zavala, Andrés Quintana Roo y Santa Anna, en su primera época. Compartió funciones de Legislador en la Cuarta Legislatura del Estado de México, junto a José Manuel González Arratia, Mariano Ariscorreta y Francisco Suárez Iriarte, entre otros.

Por su acendrado patriotismo y corazón antillano, llevó sus oficios ocupado en el ideal independentista y anhelando un halagüeño porvenir para la patria lejana. Aunque, sin duda, su mayor fertilidad la alcanzó en el cultivo de las letras: poemas, ensayos y obras de teatro dan fe de su virtuosismo.

Pionero del romanticismo

En La novela de mi vida la apasionante figura histórica es revisitada desde la suprema ficción de Leonardo Padura. / Autor no identificado

Heredia cantó en un estilo enérgico, vibrante y variado; y en un tono no escuchado hasta entonces, cuanto hay de profundo en los sentimientos, de sublime en la naturaleza, de magnánimo en las obras y el espíritu humano. Por eso fue considerado en su tiempo como uno de los mejores exponentes líricos de la nacionalidad cubana y el primer poeta romántico. Por demás, tuvo la primicia de plasmar en sus versos los ideales libertarios. Muchos contemporáneos y de sucesivas generaciones reconocieron que empezaron a sentir por Cuba mediante la lectura de textos heredianos.

El mismo autor que en la oda “España libre” llegó a calificar de “patria” a la Metrópoli, fue madurando rápidamente su conciencia. Con los años asentados transitoriamente en la Isla acabó convencido de que las fórmulas de “absolutismo” y “constitucionalismo” eran solo máscaras. Esa definición lo impulsó a involucrarse en la conspiración separatista de los Soles y Rayos de Bolívar. Tras el fracaso del movimiento –en realidad más aventurero que estructurado– debió partir al exilio. Le llegó a cantar al Libertador en encendidos versos: ¡Bolívar inmortal! ¿Qué voz humana / Enumerar y celebrar podría / Tus victorias sin fin, tu eterno aliento?

Con la frustración de la intentona conspirativa se inspiró para escribir “La estrella de Cuba” (1823), que marcó el advenimiento de la poesía patriótica y premonición de lo que sería la nación bajo el yugo colonial.

Nos combate feroz tiranía

Con aleve traición conjurada,

Y la estrella de Cuba eclipsada

Para un siglo de horror queda ya.

Que si un pueblo su dura cadena

No se atreve a romper con sus manos,

Bien le es fácil mudar de tiranos,

Pero nunca ser libre podrá.

La tristeza del exilio, la humillación e incomprensión de sus contemporáneos se reflejan en su “Himno del Desterrado” (1825). No es el único texto en el cual se advierten los suspiros de su alma trémula y agobiada; las señales de sentirse desdichado, errante y proscrito; sus dolores y esperanzas, sus desesperaciones y agobios:

Cuba, Cuba, que vida me diste,

dulce tierra de luz y hermosura,

¡Cuánto sueño de gloria y ventura

tengo unido a tu suelo feliz!

¡Y te vuelvo a mirar…! ¡Cuán severo

hoy me oprime el rigor de mi suerte!

La opresión me amenaza con muerte

en los campos do al mundo nací.

Sin embargo, fue su “Oda al Niágara” (1824) la que le otorgó notoriedad mundial. De hecho, perpetuada está en una placa de bronce en la ribera de la famosa catarata. En ella se advierte al bardo seducido por la magnificencia del paisaje natural, al que enlaza líricamente sus sentimientos de nostalgia por la patria amada y distante; además de figurarse el vínculo hombre-libertad:

Mas, ¿qué en ti busca mi anhelante vista

con inútil afán? ¿Por qué no miro

alrededor de tu caverna inmensa

las palmas ¡ay! las palmas deliciosas,

que en las llanuras de mi ardiente patria

nacen del sol a la sonrisa, y crecen,

y al soplo de las brisas del Océano,

bajo un cielo purísimo se mecen?

Heredia fue un espíritu austero y sufrido que se consumió en un torrente de romanticismo y aspiraciones de libertad. Integró la vanguardia intelectual e ideológica de su tiempo que manifestaba la ilusión y la ira, los afanes enardecidos y sublimes de romper las cadenas del colonialismo. Encarnó el poema mismo.

“En el Teocalli de Cholula” (1820), escrito dos meses después de la muerte de su padre y mentor, es considerado el precursor de los grandes cantos románticos de Hispanoamérica. Sentado en la cima de la pirámide al atardecer, Heredia no solo daba una clase magistral de cómo integrar la naturaleza al estado anímico y se limitaba a contemplar la ciudad abierta sobre el valle del Anáhuac, sino que establecía un puente entre la historia y el futuro; miraba a la humanidad en sus comportamientos, tiranías y vanidades.

Hallábame sentado en la famosa

cholulteca pirámide. Tendido

el llano inmenso que ante mí yacía,

los ojos a espaciarse convidaba.

¡Qué silencio! ¡Qué paz! ¡Oh! ¿Quién diría

que en estos bellos campos reina alzada

la bárbara opresión, y que esta tierra

brota mieses tan ricas, abonada

con sangre de hombres, en que fue inundada

por la superstición y por la guerra…?

Nadie mejor que Martí –quien lo consideró un padre literario– supo ponderar su grandeza: “El primer poeta de América es Heredia. Sólo él ha puesto en sus versos la sublimidad, pompa y fuego de su naturaleza. Él es volcánico como sus entrañas y sereno como sus alturas”.

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