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El último mensaje

Debiera instaurarse -como digno tributo- lanzar dos claveles al mar, a propósito del aniversario 65 de la desaparición de estas heroínas del silencio


“¡Toc… toc… toc…!” Unos toques estrepitosos y noctámbulos taladran el silencio y despiertan, en el interior, las dudas. Antes de que cada hombre de la clandestinidad se decida a abrir una puerta siempre es acuchillado por las dudas: ¿Qué habrá al otro lado? Las sospechas son más fatales todavía a las cuatro de la madrugada. El amo de la oscuridad es el miedo. El miedo es el instinto humano para seguir vivo. Hay cuatro muchachos reglanos y dos mujeres orientales dentro, sin más salida que esa por donde alguien llama.

Ninguno de los seis pertenece al apartamento, ubicado en un pequeño edificio de la calle Rita no. 271, en el reparto Juanelo (hoy San Miguel del Padrón). Están allí incidentalmente, indebidamente. La casa –de un solo cuarto, cocina y baño estrecho; como único mobiliario una mesa, unas sillas, tres catres, un escaparatico, coqueta y fogón de luz brillante– no tiene condiciones ni vía alternativa de escape en caso de un registro policial. Se han metido en una ratonera.

“¿Quién es?”, al fin se decide a preguntar uno. “Abre, soy yo”, la voz etérea que traspasa la madera culebreando les resulta familiar. Parece ser Popeye (José Piñón). Este, asustado porque le han matado delante a Gilberto Solís, el otro compañero de célula, cede al chantaje de los esbirros. Los acuartelados no podrán resistirse mayor tiempo. Culpa, inevitable y exclusiva, de la confianza. Sin más vacilación encaran, abren la puerta; y se arrepentirán muy pronto… cuando ya sea demasiado tarde. “Toc… toc… toc” han sido los golpes traicioneros de la muerte. Es 12 de septiembre de 1958. Van a morir. ¿Pero cómo iban a imaginarlo?

Pléyade heroica

Los muchachos habían hecho su parte. Alberto Álvarez (jefe del M-26-7 en Regla), Leonardo Valdés, Onelio Dampiel y Reinaldo Cruz –no pasaban los 23 años–, eran intensamente buscados por la policía tras protagonizar el secuestro de la Virgen de Regla, en vísperas de la procesión, y el ajusticiamiento de Manolo El Relojero, el más conocido chivato del terrorífico coronel Esteban Ventura Novo en Regla, llamada entonces la Sierra Chiquita. Tales osadías desataron la represión.

Lidia con Fidel, Celia y Almeida en la Sierra. / Autor no identificado

Para profundizar los datos sobre sus procedencias y acciones, entre otros pormenores, recomendamos la consulta del reportaje histórico “La masacre de Juanelo”, una reconstrucción de los sucesos que con motivo del aniversario 50 publicara en estas mismas páginas de BOHEMIA el colega Pedro García, premio nacional de Periodismo Histórico por la obra de la vida.

Con ellos coincidieron a inicios de ese septiembre dos “correos” enviados desde la Sierra Maestra con indicaciones de activar las acciones en la capital: Lidia Doce Sánchez, de 42 años, mensajera del Che; y Clodomira Acosta Ferrales, 20 años más joven, enlace de Fidel. Ambas cumplieron intrépidas operaciones entre la Sierra y el Llano, cruzando varias veces las líneas enemigas, llevando los más comprometedores papeles, comunicaciones, medicinas, provisiones.

Lidia había nacido en el poblado de Velasco, Holguín, el 28 de agosto de 1916. Era una mujer de estatura media, muy bonita, alegre, madre de tres hijos; le gustaba cantar, leer. Siempre que viajaba en tren llevaba un libro de novela policiaca o poesía. A mediados de 1957 fue presentada al Che, quien la calificó de “instruida y muy dispuesta”. Su valentía y audacia motivaron la admiración de los combatientes masculinos. No debió estar en Juanelo, pues esa noche Gaspar González Lanuza, integrante del Movimiento, la había dejado en una casa segura en Guanabacoa. Testimonios posteriores explicarían que marchó a medianoche, por no dejar a la amiga sola.

En una comunidad rural cercana a Manzanillo vio la luz Clodomira, el 1.° de febrero de 1936. Introvertida, astuta, ágil, tipo india, de carácter enérgico a pesar del físico menudo. No sabía leer, pero lo compensaba con una memoria aguda y prodigiosa que le permitía captar hasta el menor dato. En una ocasión evitó con su escándalo en plena calle que asesinaran a un revolucionario, por lo que el temido Sánchez Mosquera la mandó a apresar y que la pelaran al rape. Ante un descuido de sus captores, Clodomira subió a una ventanita tan alta que casi tocaba el techo y escapó del cuartel hacia las montañas. Fue acogida en la comandancia rebelde. Como “joven campesina humilde de una inteligencia natural grande y de una valentía a toda prueba”, la valoró Fidel.

Orgía de sangre

Aquella larga noche –bajo ese título Enrique Pineda Barnet llevó el episodio a la ficción cinematográfica en 1979– fue bárbaramente real. Una vez abierta la puerta, irrumpen las bestias rabiosas y descargan su granizada de plomo, convirtiendo el lugar en un cuadro patético de fuego y sangre. Vecinos asegurarían que durante algún rato después al estrepitoso tableteo de ametralladoras, pudieron escuchar quejidos por las terribles torturas a las que fueron sometidos los jóvenes heridos antes de ser vilmente rematados. Lanzaron a dos de ellos desde el primer piso a la acera, mientras los otros dos fueron arrastrados escaleras abajo mediante una soga.

Clodomira –izquierda– junto a otros guerrilleros. / Autor no identificado

En la ropa de Alberto encontraron un poema de Raúl Ferrer que dice en una estrofa: Mientras me quede una palabra, una mirada, un gesto/ De ninguna manera me voy a descuidar/ Porque quiero caer hacia mi pueblo/ y no quiero, y no puedo fallar. Se dice que en el cuerpo de Reinaldo el forense contó 52 impactos de bala. Bajo puntapiés, tirones de pelo, forcejeos, gritos e insultos, Lidia y Clodomira fueron metidas en perseguidoras y llevadas a los pavorosos sótanos de las estaciones policiales. Apenas comenzaba su calvario.

Lo ocurrido entre esas paredes ensangrentadas se supo gracias a las declaraciones del cabo Eladio Caro, uno de los sicarios bajo las órdenes de Ventura aquella noche triste. Sentenciado a muerte al triunfo de la Revolución, el propio Caro relató en el juicio el horror del que fueron víctimas las dos mujeres durante las horas –se volvieron días– siguientes. La declaración, con detalles espeluznantes, aparece citada en el artículo del periodista Heriberto Rosabal sobre el connotado asesino del traje blanco, en el libro Welcome Home, de un colectivo de autores:

“[…] del reparto Juanelo fueron conducidas a la 11na Estación… el día 13 Ventura las mandó a buscar conmigo y las trasladé a la 9na Estación, al bajarlas al sótano que hay allí, Ariel Lima las empujó y Lidia cayó de bruces, casi no podía levantarse, y entonces él le dio un palo por la cabeza saltándoseles casi los ojos al darse contra el contén […] la mulatica flaquita se me soltó y le fue arriba arrancándole la camisa mientras le clavaba las uñas en el rostro. Traté de quitársela de arriba y se viró saltando sobre mí en forma de horqueta sobre mi cintura y él tuvo que quitármela a palo limpio hasta noquearla…

“[…] La más vieja [Lidia] ya no hablaba, solo se quejaba. Estaba muy mal, toda desmadejada. El 14 por la noche Laurent [entonces jefe del Servicio de Inteligencia Naval] llamó a Ventura y le preguntó si ya habían hablado y este le dijo: ‘Los animales estos le han pegado tanto para que hablaran que la mayor está sin conocimiento y la más joven tiene la boca hinchada y rota por los golpes, solo se le entienden malas palabras’. Laurent terminó solicitando que se las enviara y Ventura se las mandó conmigo ‘prestadas’ pues eran sus prisioneras; fuimos en el carro de leche, vehículo utilizado para disimular el traslado de presos o muertos que guardaban en la 10ma Estación.

“[…] después de fracasar Laurent en sus torturas sin lograr sacarles una palabra (en la madrugada del 15) ya moribundas las metieron en una lancha, en La Puntilla, al fondo del Castillo de la Chorrera, y en sacos llenos de piedras las hundían en el agua y las sacaban, hasta que al fin, al no obtener tampoco resultado alguno, las dejaron caer en el mar”.

Sin revelar un secreto

Tras conocer la noticia de sus muertes, sobre ellas ponderó el Che: “En los días de la gran ofensiva del ejército, llevó Lidia, a cabalidad, su misión. Entró y salió de la Sierra, trajo y llevó documentos importantísimos, estableciendo nuestras conexiones con el mundo exterior. La acompañaba otra combatiente de su estirpe, de quien no recuerdo más que el nombre, como casi todo el Ejército Rebelde que la conoce y la venera: Clodomira”.

Se sabe que las sacaron de La Chorrera hacia algún punto siniestro del litoral, aún por precisar, si es que se puede. / Autor no identificado

Y agregaba el legendario comandante: “Sus cuerpos han desaparecido, están durmiendo su último sueño, Lidia y Clodomira, sin dudas, juntas, como juntas lucharon en los últimos días de la gran batalla por la libertad […] Dentro del Ejército Rebelde, entre los que pelearon y se sacrificaron en aquellos días angustiosos, vivirá eternamente la memoria de las mujeres que hacían posible con su riesgo cotidiano las comunicaciones por toda la isla […]”.

Obviamente ambas conocían los puntos de reuniones de la dirección revolucionaria en la capital, a casi todos sus jefes, así como lugares donde se guardaban insumos para la guerrilla. Asimismo, dominaban información sensible de los campamentos y las tropas en la Sierra. A pesar de las sádicas torturas eligieron morir sin rendirse ni revelar el mínimo secreto al verdugo que las creyó débiles y vulnerables por su condición de mujer.

Herederas de Mariana, tenían la convicción de luchar por una causa justa y estuvieron dispuestas al mayor sacrificio. Su preocupación no radicaba en el peligro o los riesgos que podían correr, sino en la manera de cumplir la misión encargada. Desafiaron la muerte con resistencia y fe en la victoria. Ese fue su gran ejemplo y legado; su último e imperecedero mensaje.

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