Foto./ patrimoniodocumental.portal.ohc.cu
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Ante el juicio de la historia

Mucho después del proceso que lo inmortalizó como el heroico defensor de los estudiantes de Medicina, el pundonoroso oficial se radicó en Santiago de Cuba. Y allí murió de enfermedad y humildad, hace 125 años


El silencio y el espanto solemnizan la cárcel en la noche. Mas la noche, para 45 muchachos, son todas esas cuatro jornadas de estrépito y terror desde la adversa tarde del 23 de noviembre de 1871. Turbas e improperios que reclaman vidas, campanadas de arrebato, multitudes divididas, rumores sordos de salvación que llegan a las celdas donde tantas almas se consumieron, brisa fría de otoño royendo los huesos, suspiros ahogados por gritos de ¡Mueran los traidores!, confesiones ingenuas, sorteo de condenas, juicio infame, madres sin consuelo… Ocho, estudiantes, resignación, pared, plomo, crimen, mármol. Inocencia. ¡27 de noviembre!

Cuando, ciegos de saña y venganza, muchos hombres olvidaron completamente su condición y se transformaron en legión de hienas, uno supo mantener intacto su decoro. El joven capitán Federico Capdevila:

Estoy completamente convencido de la inocencia de mis defendidos y lo contrario sólo germina en la imaginación obtusa que fermenta en la embriaguez de un pequeño número de sediciosos.

Señores: ante todo somos honrados militares, somos caballeros; el honor es nuestro patrimonio, nuestro orgullo, nuestra divisa; y con España siempre honra, siempre nobleza, siempre hidalguía, pero jamás pasiones, bajezas ni miedo. El militar pundonoroso muere en su puesto; pues bien, que nos asesinen, mas los hombres de orden, de sociedad, las naciones, nos dedicarán un opúsculo, una inmortal memoria. He dicho.

Pronunció y abandonó de inmediato la enrarecida sala, obligado a abrirse paso con su sable. De sobras sabía que amañado estaba el desenlace. “[…] mi proceder no fue otro que el que me correspondía a mis principios y sentimientos y el que debe tener toda persona y en particular un militar que aprecie su dignidad”, escribiría modestamente al evocar su participación en el primer consejo.

Mucho después de aquel proceso que lo inmortalizó como el heroico defensor de los estudiantes de Medicina, el pundonoroso oficial se radicó accidentalmente en Santiago de Cuba. Y allí falleció a los 53 años, ostentando el grado de teniente coronel retirado del ejército español. Reseña esta crónica qué fue de su vida tras aquel episodio que lo sembró en la historia de Cuba.

Por méritos propios

Nacido en 1845, en Valencia, Federico siguió la tradición familiar –su padre Medardo Capdevila era militar– y a los 17 años se graduó en el Colegio de Infantería de la Reina, con el grado de subteniente. Fue enviado a Cuba en 1868, coincidiendo con el inicio de la guerra. Al siguiente año se desempeñaba como juez pedáneo en el partido de Yareyal, jurisdicción de Holguín. Por casualidades del destino estaba en La Habana esperando reubicación de su plaza militar cuando sucedió el drama sangriento.

Unas semanas después regresó a dicha región oriental, se dice que castigado a prestar servicio en el interior o con una licencia. Sea cualquiera de las dos versiones resulta obvio que en la capital no podía seguir largo tiempo. Hacia 1873 contrajo nupcias con la bella espirituana Isabel Piña Estrada. Tuvieron cinco hijos: Federico (quien muere muy pequeño), Luis, Concepción, Isabel y Eva. En el seno familiar gustaba de tocar y componer música, los buenos libros y escribir artículos para periódicos esporádicos.

Muchos desconocen que vivió y murió en Santiago de Cuba, en un inmueble de la calle Aguilera entre Calvario y Carnicería. (En esa locación radica hoy el edificio de Etecsa provincial)./ Archivo del autor

Como soldado firme y leal lo halló en una de las guarniciones de la Trocha de Júcaro a Morón, en 1878, el general Arsenio Martínez Campos, con quien el padre había estado en la campaña de África. El Pacificador no perdió tiempo en ascenderlo a comandante y, aprovechando la distinción y el respeto que tenía Capdevila entre los cubanos, agenciarse su servicio en el sondeo de la opinión pública de cara al Pacto del Zanjón. Al final de la guerra quedó al mando de un batallón de infantería.

Pero sobrevino el infortunio y en 1886 fue acusado de malversación de fondos –en realidad culpa de un subalterno– y condenado a tres años en la prisión del Castillo del Morro, en Santiago de Cuba. En las lóbregas mazmorras contrajo una tuberculosis que sentenciará sus días.

Precisamente durante este presidio se da otro hecho que ilustra la grandeza moral de Capdevila. Afanados en rendirle tributo, un comité de jóvenes habaneros se dedicó a recaudar fondos mediante colecta pública para dedicarle un sable de honor.

Al conocer del proyectado obsequio, el humilde capitán se negó a aceptarlo, “pues no existen méritos en mí que lo justifiquen para poder aceptarlo y, en último caso, de insistir en la idea de la suscripción, apliquen esta a engrosar la iniciada para erigir un mausoleo donde depositar los restos de aquellos ocho desgraciados estudiantes”. A pesar de sus excusas, y para reafirmar la devoción cubana, le fue entregada la espada con empuñadura de oro de 18 quilates, en la que podía leerse: “Al Señor Don Federico Capdevila, el héroe del 27 de noviembre de 1871. Cuba agradecida”.

Un carácter ejemplar

Al cumplir su condena, en 1889, retirado del ejército español a la temprana edad de 44 años, decide permanecer en la cálida Santiago. Allí entabla pronta amistad con figuras sobresalientes de la intelectualidad y el sentimiento patriótico como Emilio Bacardí, el doctor Félix Hartman, el coronel Federico Pérez Carbó y Francisco Sánchez Hechavarría. Con ellos participa en la fundación –ocupando la vicepresidencia– del grupo librepensador “Víctor Hugo”, sociedad que alcanza una acción relevante dentro del ámbito local por su ideología progresista, democrática y anticlerical; así como su oposición al régimen colonial.

Algunos objetos de su pertenencia se exhiben como reliquias en el Museo Bacardí./ IGF

Iniciada la contienda del 95, Martínez Campos le propone su reinserción en el ejército; sin embargo, Capdevila no acepta. Pero una carta interceptada que le remitiera Bacardí a punto de embarcar hacia su deportación en Chafarinas bastó para que Weyler, a la sazón capitán general, ordenara su arresto y prisión, a pesar de sus achaques físicos. A la tuberculosis que continuó agravándose se sumó una enteritis, enfermedad comúnmente derivada de ingerir agua o alimentos contaminados con bacterias o virus.

En julio de 1898, el rostro demacrado de Capdevila se descubre entre los 30 000 peregrinos que, ante la amenaza de bombardeo inminente por parte de la escuadra americana, dejan la urbe en lamentable éxodo para refugiarse en El Caney y otras localidades vecinas. Allí, otra anécdota revela la integridad de su espíritu.

Un día cruzan los mambises por frente al lugar donde se aloja con su familia. Uno de ellos, que le conocía, lo saluda con la bandera de la estrella solitaria. En un acto de análoga entereza a la del 71, expresa: “Me complace el contento de los cubanos, pero esa no es mi bandera; la mía es la española y la llevo aquí, en mi corazón”.

A pesar de sus 53 años, es ya un cuerpo agonizante. No obstante, conserva su espíritu y convicciones; como ante el juicio de la historia. El 1.° de agosto, totalmente vencida la salud, fallece el honorable español, quien fuera declarado Hijo Adoptivo de Santiago. Es sepultado en el cementerio Santa Ifigenia, hasta que cinco años después los estudiantes sobrevivientes conciben trasladar sus restos a la Necrópolis de Colón, en La Habana, para abrazarlo en la eternidad a los ocho estudiantes que defendiera dignamente, incluso a riesgo de su vida.

En Santa Ifigenia se conserva el nicho donde descansaron sus restos hasta 1903, fecha del traslado a la Necrópolis de Colón, en La Habana./ IGF

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