Foto./ fmirobcn.org
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Centenario de una pieza enigmática

Creada durante el período surrealista de Joan Miró, La botella de vino despierta sensaciones y preguntas


¡Y bueno!, ¿qué estamos viendo? ¿Será la concreción pictórica de un sueño? ¿Acaso el recuerdo de un tórrido día de campo, en el cual los paseantes, sentados sobre el suelo reseco, bebieron hasta la última gota el licor espeso, sin preocuparse por el volar de las abejas y el zigzaguear de las serpientes?

Quienes han estudiado este cuadro del pintor español Joan Miró señalan que la lógica aglutinante es “de orden poético”, lo cual resulta coherente con su gusto por la poesía y los vínculos que sostuvo en París con Paul Éluard, Louis Aragón, Michel Leiris y otros escritores.

Acerca de cómo y por qué dio vida a La botella de vino, la búsqueda brinda respuestas exiguas. Al realizar dicha obra, el autor rondaba los 31 años (había nacido en Barcelona, en abril de 1893) y la dedicó a sus padres. Quizás lo hizo a modo de reivindicación o de disculpa, pues entonces ellos no comprendían su entrega absoluta al arte, en lugar de prosperar en el comercio.

Al también escultor, grabador, ceramista, no se le daban bien los números ni el pensamiento racional de la carrera mercantil. Tiempo después comentaría en el texto Yo trabajo como un hortelano:

“La inmovilidad me afecta. Esta botella, este vaso, un grueso guijarro en una playa desierta son cosas inmóviles, pero desencadenan en mi espíritu grandes movimientos […] La inmovilidad me hace pensar en grandes espacios donde acontecen movimientos que no tienen fin […] Esto se traduce, en mis telas, por formas semejantes a centellas que salen del marco como de un volcán.

La botella de vino (óleo sobre tela, 73.5 cm × 65.5 cm). / arthive.net
Para Joan Miró, “un cuadro debe ser como las centellas. Es preciso que deslumbre como la belleza de una mujer o de un poema”. / elblodgeilabasmati.com

“[…] Lo que busco, en efecto, es un movimiento inmóvil, algo que sea el equivalente de lo que se llama la elocuencia del silencio o lo que San Juan de la Cruz designaba con las palabras, creo, de música muda […] Trabajo en un estado de pasión y de arrebato. Cuando empiezo una tela, obedezco a un impulso físico, a la necesidad de lanzarme; es como una descarga física”.

Sabemos que en 1924 firmó el primer Manifiesto del movimiento surrealista y se mantuvo fiel a esa tendencia durante el resto del decenio. Así concibió piezas en las cuales confluyen elementos oníricos, la libre asociación de objetos, signos caligráficos, líneas ondulantes, “formas pequeñísimas en grandes espacios vacíos” –según explicara, “los horizontes vacíos, todo lo despojado me ha impresionado mucho siempre”–; y hasta cierta intención humorística, surgida debido a “la necesidad de escapar al lado trágico de mi temperamento. Es una reacción […] involuntaria”.

Periodistas y amistades lo han descrito como “expresivo con los ojos y los gestos”; afable, aunque “no exento de ironía y socarronería lugareñas”; además, “parco en palabras y, cuando las usaba, era para crear imágenes”.

Los escenarios rurales de Mont-roig del Camp, pueblito donde la familia poseía una casa y sitio visitado por Miró asiduamente a lo largo de décadas, inspiraron o aportaron detalles a no pocas de sus pinturas. Y no solo a estas, ya que de igual manera impregnaron el sentido de toda su labor artística, evidente al escucharle recalcar en cierta entrevista una aspiración: dejar “semilla en el aire, que luego, al caer en tierra, germine”.

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