Crimen en San Enrique

Relato histórico de cómo transcurrieron las últimas horas de seis asaltantes al Moncada


Habían llegado a ninguna parte. Cuando la caravana de carros estuvo a la altura de la finca San Enrique detuvo la marcha. Viajaron hasta allí desde el cuartel Moncada, luego de serpentear decenas de kilómetros sobre la Carretera de Siboney y decidieron escabullirse a la izquierda por el angosto camino de la Gran Piedra; tramo de pronunciadas curvas, subidas y bajadas. El recóndito paraje, en las faldas de la montaña, donde el río Carpintero mengua a cañada y tiene su posada la soledad, se pintó ideal para el plan de los sicarios. Estos parecían jíbaros merodeadores en aquel lomerío al este de Santiago, simulaban por esos días sostener “combates victoriosos” contra los “alzados”, cuando en realidad llevaban a cabo su operación masacre.

Una voz avinagrada ordenó sacar de un furgón amarillo pastel a los detenidos. Eran seis. Venían con las manos atadas, los rostros desencajados, despeinados, heridos, tambaleantes, suplicando por dentro… Después de tres días a pan y agua, de la energía humana apenas quedaba señal en los ojos que dejaban entrever una vaporosa lucecita en el fondo de las cuencas fantasmales. Un escalofrío de espanto los abatió al oír el bramido castrense, aun cuando sabían que echada estaba su suerte. Desde que cayeron presos tras el fracaso del asalto –algunos desde el propio domingo 26– habían sido testigos de las sádicas ejecuciones de sus compañeros a manos de la soldadesca del coronel Chaviano.

Quién sabe si hubo algún reclamo de compasión cuando cedió el nudo que atenazaba la garganta. A fin de cuentas, eran de carne y hueso, y tan jóvenes; a fin de cuentas, no eran militares de verdad, la mayoría ni siquiera había empuñado un arma en su vida. Si vistieron de caqui fue por aquello del factor sorpresa. Si lucharon fue por un supremo ideal. Y no dejar morir al Apóstol en el año de su Centenario. Sin embargo, todo les salió mal; desde el principio. Quizás frente a sus verdugos buscaron alivio, instintivamente, en el insondable laberinto de los recuerdos, como una canción lejana; repasando los días felices, la calidez del hogar, la novia abandonada, los sueños inalcanzables…

Allí no había derecho a cura ni lápiz ni papel. Ya era tarde para remordimientos. Cada cual debió resistir como pudo, aferrarse al último aliento y asumir decorosamente las consecuencias de su osadía. Era el 28 de julio de 1953. Martes. Caía la tarde como gris telón de fondo. La atmósfera, espesada por el vasto sigilo del monte, revelaba una faz siniestra.

Los prisioneros

Andrés

Andrés Fuentes Valdés. Mártir del asalto al Cuartel Moncada. / Archivo de BOHEMIA.

El viernes 24 de julio no fue un viernes cualquiera. La “hora cero” había llegado. Ese día, el ayudante de panadero Andrés Valdés Fuentes dejó el trabajo antes de lo normal, cobró su salario y corrió a su casa en el barrio de Cayo Hueso. Allí pidió ropa limpia a su madre y entregó al padre el dinero: “Viejo, coge de ahí lo que necesiten para los gastos que tengan… Me voy a pasear a las regatas de Varadero”, anunció en tono calmoso.

Formando parte del grupo encabezado por José Luis Tasende, a las 10:15 de la noche subió al tren central rumbo a Santiago de Cuba, se hospedó en el hotel Perla de Cuba. Le tocó combatir en la Posta 3. En la retirada Andrés salió con sus amigos y compañeros de célula Armando Valle López y Raúl de Aguiar Fernández. Consiguieron alejarse de la urbe agitada por la línea del ferrocarril y llegar, al amanecer del 27, al poblado de Marcané, donde fueron socorridos por Ramón Castro Ruz. El hermano mayor de Fidel y Raúl propuso esperar un tiempo prudencial para hallarles una salida segura, pero los muchachos, desesperados por volver a La Habana, decidieron irse por su cuenta.

En un cafetín pidieron “gaseosa”, en lugar de refresco. Sus caras sospechosas para los lugareños, y el vocablo inusual en oriente, acabaron delatándolos y un rato después, mientras esperaban en la estación ferroviaria de Alto Cedro, fueron capturados Andrés y Raúl de Aguiar. Valle pudo huir, momentáneamente, pues fue interceptado más tarde. Durante años se repitió el mito de que los tres fueron asesinados por la madrugada en algún lugar cercano al río Cauto y desaparecidos sus cuerpos en un pozo ciego.

La realidad es que Andrés y sus compañeros de infortunio fueron trasladados a la sede del Escuadrón no.14 de la Guardia Rural en Palma Soriano y, de allí, remitidos al Moncada. Este movimiento debió realizarse alrededor del mediodía o en horas tempranas de la tarde, porque ya a las cinco estaba Andrés, sin saberlo ni quererlo, en el sombrío predio de San Enrique. Apenas había estudiado hasta quinto grado. Tenía 24 años. De mirada tímida y noble.

Manuel

Manuel Isla Pérez. Mártir del asalto al Cuartel Moncada. / Archivo del autor.

“No, no quiero postre”, rechazó y apuró el último bocado del plato. Almorzaba en familia ese día, con sus padres y seis hermanos. Algo importante apremiaba al jovencito de cuerpo menudo, ojos claros y pelo arrubiado. Se levantó de la mesa y entró a su cuarto.

–¡Anjá, conque nos vamos de fiesta! –lo sorprendió con picardía Mercedes, cuando preparaba una “mudita” de ropa.

–Mamá, si no vengo esta noche a dormir no te asustes –contestó fingiendo una sonrisa tranquilizadora y se marchó a la estación.

Ella, maternalmente, le guardó el chocolate caliente en la cocina esa noche; por si volvía. Mas, era una ida sin retorno. Lo vieron subir al tren de las tres con destino a La Habana. Luego a Santiago. A pesar de su corta edad había mostrado coraje de hombre maduro. “Las armas las llevaré yo…”, se le escuchó decir en la finca Santa Elena, donde trabajaba como peón, cuando hizo falta esconder los fusiles usados en las prácticas de tiro. Ocultos bajo una carga de yerbas de guinea los llevó a su casa en Los Palos. Esas escopeticas calibre 22 fueron empuñadas por la Generación del Centenario en el ataque.

Tras la confusión de la retirada deambuló por calles desconocidas hasta que, irremediablemente, cayó preso. En ese momento vestía una llamativa camisa de cuadros grandes y rojos. Genaro Hernández, miembro de su misma célula de Nueva Paz, coincidió con él en el calabozo: “Alrededor de la una de la madrugada, amanecer del 27 de julio, llegaron algunos compañeros, entre ellos Manuel Isla. Tenía la cara llena de hematomas. Lo habían golpeado. Se nos acercó y dijo: ‘Si les preguntan, digan que no me conocen. Yo dije que no los conocía a ustedes y que había venido a los carnavales’. Fue lo único que me dijo. Como a las tres de la madrugada llegó el comandante de la guardia y señaló a cinco. Eso lo hicieron como dos o tres veces. En una de esas veces salió Isla y no regresó más”.

Al principio creyeron –sostenía en su memoria el asaltante sobreviviente– que sacaban a los compañeros para interrogarlos. Pero al ver que no regresaban y escuchar las ráfagas, comprendieron lo que sucedía. Luego tuvieron la versión de que lo asesinaron en el campo de tiro de la fortaleza. Al respecto, su hermana María Laura testimonió que al escuchar por radio la noticia del asalto, la mamá se desmayó; intuía que él estaba allá. Sin embargo, como nunca se mencionó su nombre, la familia vivió con la incertidumbre de su paradero hasta 1959.

Manuel Isla Pérez no pasó del segundo grado. Nunca más volvería a almorzar en familia ni a dormir en casa. Lo condujeron a San Enrique con 20 años. Los había cumplido dos semanas antes.

Oscar

Oscar Alberto Ortega. Mártir del asalto al Cuartel Moncada. / Archivo de BOHEMIA.

Nito –como le conocían sus allegados– estudió la primaria completa, jugaba ajedrez, escribía poemas, tenía buena voz y hasta cantaba fragmentos de óperas. Era alegre, servicial, hospitalario. En su casita no.4 en la calle Lora, de Palma Soriano, durmió Fidel tres meses antes, cuando preparaba la acción.

En la mañana de la Santa Ana peleó junto a su coterráneo Teodulio Mitchell Barbán. Este rememoraría años después que ambos estuvieron entre los que pudieron retornar a la Granjita y escuchar a Fidel cuando habló de continuar la lucha en las montañas. Ambos pensaban sumarse, pero –según narraría Mitchell: “Allí se le cayó el fusil a Armando Mestre y se escapó un tiro que hirió accidentalmente a Nito en la pierna derecha, como a dos dedos por debajo de la rodilla. Era un tiro de balita 22. Entonces Fidel me pidió: ‘¡Guajiro, encárgate de él!’. Y así lo hice. Le puse un vendaje sobre la herida y salimos vestidos de civil a la Carretera de Siboney, buscando sacarlo normalmente.

“Habíamos avanzado un tramo cuando se acercó una máquina donde iban como ocho compañeros nuestros, todavía vestidos de guardias. Les insistí que abandonaran el carro y se dispersaran, pero no me hicieron caso. Invitaron a montar y Nito lo hizo”. Fue como entrar a una ratonera. El palmero, que se desempeñaba como ayudante en un salón dental, tenía 26 años.

Ramón

Ramón Méndez Cabezón. Mártir del asalto al Cuartel Moncada. / Archivo de BOHEMIA

En casa le decían Ramonín, por ser el hijo de Ramón. Nació en la clínica de las Hijas de Galicia, donde hoy una tarja lo recuerda. Contrario al diminutivo de su nombre era un portento de hombre: alto, buen tipo, de músculos ejercitados en el gimnasio de la calle Lacret. No terminó la secundaria. Como viajante de comercio se dedicó a vender jamones y manteca. El viernes 24, por la tarde, se vistió con un flus blanco, de estreno, como si fuera para una fiesta; incluso la madre sospechó que iba a una cita romántica.

“Mami, hasta el domingo por la noche”, se despidió tiernamente. A ella no le asaltaron temores, al verlo tan jovial, optimista, lleno de brío. Jamás pensó que era la última vez que vería al hijo querido. El lunes 27, la señora Dominica Cabezón se enteró de la tragedia por una vecina. Durante ocho años trataron de rescatar los restos mortales, hasta que en 1961 el padre fue a Santiago y localizó al sepulturero que lo había enterrado en el cementerio de El Caney. “Lo que aquel hombre relató me dejó destrozado. Como el de otros compañeros, su cadáver había llegado allí bárbaramente mutilado”, lamentó el viejo Ramón.

Días antes de su partida la madre había tenido una rara premonición: “Lo vi en sueños, entrando a una casa de madera y saliendo vestido con un uniforme de militar de Batista. Luego del Moncada supuse que aquella era la Granjita Siboney donde se disfrazaron de militares para ir al combate”.

–Ten cuidado, mijo, ese sueño me ha dado mala espina…

–Déjate de sueños, mami. Esto no se arregla con sueños. Tenemos que arreglarlo nosotros mismos –contestó él, resuelto.

Ramón Ricardo Méndez Cabezón integró el grupo de apoyo comandado por Abel Santamaría que ocupó el Hospital Civil Saturnino Lora. Dado que fueron esos los primeros combatientes con los que inició la venganza criminal, es de rigor preguntarse cómo permaneció con vida hasta aparecer después entre los seis de San Enrique. Tenía 24 años.

Manuel

Manuel Saíz Sánchez. Mártir del asalto al Cuartel Moncada. / Archivo de BOHEMIA.

“Era muy joven, pero sabía guardar celosamente los secretos de sus labores revolucionarias… como un viejo”, se enorgullecía la madre. Lo vio por última vez el viernes 24. Salió vestido de traje blanco. Justificó que iba a la boda de un amigo en Santa Clara. Lo hizo tan discretamente que no pareció despedida. Aun así, ella, al ver la silueta alejándose, sintió como un relámpago en el pecho.

Manuel Saíz Sánchez había completado estudios primarios y trabajaba en una carpintería en La Víbora. Tenía estatura mediana, delgado, piel trigueña, pelo castaño. Era el más joven de la célula de Lawton. Se desconoce en qué circunstancias fue apresado. Tenía 18 años. Demasiado joven para morir.

Remberto

Lo mismo que Manuel Saíz y Ramón, Remberto Abad Alemán pertenecía al grupo de Lawton, barriada capitalina adonde se había mudado su familia desde el Guayos natal, en Las Villas. Trabajaba como masillero junto a los hermanos Matheu Orihuela y, aunque tenía nivel primario, estudiaba aeronáutica por correspondencia en una academia de Estados Unidos. Era alto, pasaba de los seis pies, delgado pero fuerte, de ojos pardos y cabello castaño.

El 24 llegó a su casa antes de la hora acostumbrada, embadurnado de masilla, con apuro por bañarse, almorzar y cambiarse. Debía salir urgente. Descolgó de la percha el traje blanco que tenía destinado para el día de su boda. La madre le recriminó. Él respondió que se sentía tan contento como si se fuera a casar. Comunicó que iba a realizar un trabajo en Matanzas y que no regresaría hasta después del domingo, pues aprovecharía para las regatas de Varadero. El 1° de septiembre iba a cumplir 25 años.

Reemberto Abad Alemán Rodríguez. Mártir del asalto al Cuartel Moncada. / Archivo de BOHEMIA.

***

Los seis pasaron horas de zozobra, amargura, terror… tras la intentona armada del amanecer. Ya en el interior de las mazmorras no había escapatoria y solo quedaba aguardar estoicamente que la fatalidad pusiera sus garras buitres sobre carne propia. “Vengan cinco más… Tú, tú, tú, tú y tú”… En racimos de cinco, a punta de dedo, como en una lotería macabra, iban sacando los guardias a los condenados. Una cosa era segura: no los llamaban para soltarlos.

El escenario

La finca San Enrique se ubica a cuatro y medio kilómetros de la Carretera de Siboney, yendo al norte. El pequeño montículo donde va a ocurrir el asesinato es paralelo al punto exacto donde se cruza el río Carpintero con el camino que sube a la Gran Piedra. Hay pocas casas, dispersas, de tablas y guano, y piso de tierra. El lugar, perteneciente entonces al término municipal de El Caney, ofrece todas las cicatrices del abandono y los violentos contrastes de un ámbito rural.

La zona se caracteriza por las ondulaciones topográficas. Hay rocas de origen volcánico y tamaños diversos salpicadas por doquier. Por el corredor de humedad que aporta el río, la vegetación es tupida, como bosque de galería: algarrobos, ceibas, guásimas, palmas reales, mangos, mamoncillos, guayabas…

Casualmente por este sitio había cruzado Fidel junto a 18 hombres la mañana del 26, rumbo a la cordillera, en su plan de formar guerrilla.

A las cinco de la tarde no hay circulación. La vida allí es exageradamente aburrida. Pronto la quietud de aquel paisaje bucólico se verá caprichosamente acribillada.

Los testigos

El 29 de julio, en la misma edición del Diario de Cuba que divulgaba la alocución del arzobispo de Santiago de Cuba, monseñor Pérez Serantes, rogando paz y cordura, aparecían los partes militares dando cuenta de seis muertos en la finca San Enrique, otros seis en Juraguá, un muerto por Maffo, tres más en las cercanías de Bayamo. Una verdadera cacería humana se había desatado.

En primera plana, así lo reflejaba el periódico santiaguero: “A las cinco y media de la tarde de ayer, en la finca ‘San Enrique’, situada en el Camino de la Gran Piedra, uno de los lugares más intrincados y de difícil acceso por sus estribaciones, cerca de la toma de agua de Siboney, fuerzas de la Guardia Rural del Regimiento Maceo sostuvieron fuego con los fugitivos que atacaron al Cuartel Moncada con un balance de seis revolucionarios muertos de la partida que se compone de unos veinte hombres. Las fuerzas del Ejército tuvieron que lamentar tres heridos. Los fugitivos continúan batiéndose en retirada por los montes de esa zona siendo tenazmente perseguidos”.

Así quedó el cuerpo de Nito Ortega. / ecured.cu

No se detallaban los nombres de los caídos en el “combate”, tampoco los de los “tres militares heridos”. Pues no hubo tal enfrentamiento entre bandos, sino un crimen a mansalva, tal como lo vio Antonio Clavijo, el lechero. Testigo único del hecho, en 1967 este narró su dramática historia a la revista Verde Olivo:

“Eran como las cinco y cuarto del martes 28 cuando los mataron. Esa tarde había llovido mucho. Yo iba bajando y el río estaba crecido, entonces yo era lechero y bajaba a llevar la leche, cuando vi que de un carro amarillo cerrado bajaban a unos muchachos. Me escondí detrás de un matojo, cerca de ellos, y los vi… Ellos no dijeron nada. Vi que los bajaban uno por uno. Tenían puestos unos sudarios blancos, limpios; los ojos vendados y las manos amarradas hacia atrás con alambre. La figura que más se me quedó en la mente fue la de un muchacho alto, de pies muy grandes, pesaba unas doscientas libras.

“Los iban sacando del carro y los sentaban en la lomita, donde ahora está el obelisco. Los sentaban sobre un tronco… lo que menos pensaban es que le iba a pasar lo que les pasó. Estaban serenos. Pues sí, yo estaba mirando toda esa operación y sabía lo que venía atrás. Entonces me entró una cosa, salí del escondite y les grité a los guardias: ‘¿¡Oigan, pero qué van a hacer!?’. Entonces un guardia flaco me palanqueó el fusil y dijo: ‘Lárgate de aquí que te matamos so…’. Me hicieron pasar el río crecido y corrí a casa de Cundingo. Qué cosa más grande… Y uno no pudo hacer nada”.

Cundingo, quien en verdad se nombraba Rafael González y hacía carbón, también ofreció su relato: “Era de tarde, el 28 de julio. Los trajeron en un carro amarillo cerrado. Yo no los vi, el que los vio fue Clavijo. Llegó a mi casa muy nervioso y me dijo: ‘Cundingo, van a matar a esos muchachos por gusto, oirás los tiros dentro de poco’. No había acabado de decirlo cuando tronó eso ahí debajo de los tiros que tiraron. Les dieron tantos balazos que se conocía que eran personas por el pelo. Después se fueron y dejaron una posta cuidando los cadáveres. Ahí estuvieron tirados hasta el otro día por la tarde que se los llevaron, lo que quedaba de ellos, porque los machos se los habían comido.

“Por aquí vivía una mujer que todavía anda mal de los nervios, porque un lechón se le apareció en la casa comiéndose el brazo de un muchacho… Luego que hicieron el paripé del combate, después que se cansaron de darles tiros, se aparecieron aquí en mi casa y nos dijeron que teníamos la zona llena de bandoleros, pero que ya estaba limpia”.

En entrevista realizada por este autor en 2008 a María Elena Casamayor, dedicada entonces al cultivo de plantas ornamentales en un jardín de referencia, levantado con propias manos, pudimos comprobar la permanencia del episodio en el imaginario de la humilde comunidad: “Yo era una niña en 1953, pero no olvido la traumática escena. Temprano por la mañana –del 29– los vi muertos, tirados por la lomita, cerca de donde hoy está la escuelita. Estaba regado uno por ahí, otro por allá. Vestían como con pijamas, creo que de blanco o azul”.

En la zona de Siboney las fuerzas militares montaron varios “teatros de operaciones” para disimular crímenes a mansalva. / Archivo de BOHEMIA.

Las pruebas

Por si fuera poco, salieron a la luz otras pruebas contundentes de la matanza. Los certificados de defunción –que la periodista Marta Rojas transcribiera literalmente del sumario durante el juicio por la Causa 37, y que aparecen en las páginas 157 y 158 de su libro La generación del Centenario en el juicio del Moncada– despejan cualquier duda:

DILIGENCIA

En 29 de julio de 1953, y siendo las dos y treinta p.m., se constituye el señor Juez asistido del actuario en unión del Oficial Letrado, Dr. Antonio Menéndez Sotolongo, asistido del Primer Teniente Médico, Dr. Luis Montalvo Lefebre, en la finca “San Enrique”, barrio de Damajayabo, de este término (El Caney), a fin de dar cumplimiento en la anterior carta-orden.

Próximo al Camino de la Gran Piedra y paralelo al río, margen derecha, en un terreno intrincado, aparece a la izquierda un individuo de color blanco, vistiendo pullover blanco, pantalón azul y zapatos de dos tonos, como de 27 años de edad, se encontraba boca abajo, siendo la causa directa de la muerte hemorragia intercraneal con avulsión de la masa encefálica y hemorragia intratorácica, y causa indirecta, herida por proyectil de arma de fuego.

Avanzando como a una distancia de cinco metros, aproximadamente, aparece un individuo color blanco, delgado como de 25 años, pantalón azul, zapatos de dos tonos con un pullover que dice Georgia, pérdida total de la primera falange del dedo pulgar de la mano derecha, causa directa de la muerte, colapso cardiaco vascular y la misma indirecta, igual que la anterior.

A la derecha de este cadáver y a una distancia de unos tres metros aproximadamente, aparece un individuo blanco, vistiendo pantalón y camisa color blanco y zapatos de dos tonos, como de 27 años de edad, con un disparo en la yugular izquierda, causa directa, hemorragia intracraneal, y como indirecta igual que en los casos anteriores.

A la izquierda del anterior como a cinco metros, aparece un cadáver de un hombre blanco, como de 18 años de edad, vistiendo camisa a cuadros, pantalón gris, zapatos amarillos, disparo en la ingle, siendo la causa directa hemorragia intraabdominal, e indirecta, la misma de los casos anteriores.

Avanzando al frente, y subiendo a la loma aproximadamente ocho metros, se halla el cadáver de un individuo como de 25 años de edad, blanco, camisa azul con broche de metal, pantalón carmelita con listas, zapatos carmelitas, siendo la causa de la muerte hemorragia intratorácica e indirecta, la misma de los anteriores.

Subiendo a la derecha, en un ligero declive, se encuentra el cadáver de un individuo blanco, como de 30 años de edad, con pantalón y camisa blancos, zapatos carmelitas, medias del mismo color, causa directa de la muerte, hemorragia intraabdominal e intratorácica e indirecta, la misma de los casos anteriores.

Manifiesta dicho médico, además, que la muerte de los mismos data de unas 24 horas aproximadamente, estando todos estos cadáveres en estado de putrefacción con signos de ella algunos, por lo cual se prescinde de las autopsias, ordenando su enterramiento y demás requisitos de ley, en cuanto a exposición de cadáveres.

Se dispone, además, por el señor Juez con los antecedentes que constan, se inscriban las correspondientes defunciones en este Registro Civil uniéndose las certificaciones a estas diligencias.

Y no habiendo nada más que hacer constar, se extiende la presente, que leída y conforme se firma por los comparecientes después que el señor Juez por ante mí que lo certifico, haciéndose constar por el Sr. Juez que dispuso se recojan las ropas que visten los occisos, para su identificación en su día, así como que se practica por un Médico Militar en virtud de no encontrarse en la localidad el Médico Municipal, ni haber otro de que valerse el Juzgado, certifico.

Nota: los anteriores cadáveres se encuentran inscriptos en el Registro Civil de El Caney, en el tomo 15, a los folios 31, 32, 33, 34, 35 y 36.

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Fuentes consultadas

Mártires del Moncada, Autores varios; La Generación del Centenario en el juicio del Moncada, de Marta Rojas; Con los pobres de la tierra y Después del asalto al muro, de Ángel L. Beltrán; “Del Moncada a las montañas”, de Alfredo Reyes Trejo,Verde Olivo, 23 de julio de 1967.


CRÉDITO FOTO PORTADA

Un sencillo monumento erigido en el aniversario 50 de las acciones del 26 de julio honraba a los mártires. Lamentablemente hoy no luce como en esta imagen tomada años atrás. Fue vandalizado y destruido. / Igor Guilarte Fong.

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2 comentarios

  1. Excelente trabajo, muy bien escrito, muy bien documentado, un artículo de los que vale la pena leer y guardar. Mis felicitaciones Igor Guilarte.

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