Medioambiente: una pandemia sin cuarentena

“Mientras la emergencia climática, la crisis mundial de la biodiversidad y la covid-19 acaparan los titulares, la devastación que la contaminación y las sustancias peligrosas causan en la salud, los derechos humanos y la integridad de los ecosistemas sigue sin suscitar apenas atención”, escribió, malhumorado, David R. Boyd, relator especial de las Naciones Unidas.

En un reciente informe, el también Profesor Adjunto de Derecho, Políticas y Sostenibilidad en la Universidad de Columbia Británica, en Canadá, no le ve gracia alguna a ese menosprecio. Tal como afirmó, la contaminación y las sustancias tóxicas causan al menos nueve millones de muertes prematuras, el doble del número de muertes causadas por la pandemia en sus primeros 18 meses.

Este S.O.S., desde luego, no es nuevo. Es un sonido que ya se oye escrachado de tanto repetirse ante un sordo auditorio de gobiernos, organizaciones, empresas y legiones de terrícolas.

Mas el experto de barbas deforestadas vuelve a gemir con su nuevo reporte de tono apocalíptico y rechinar de Titanic: “Nos estamos envenenando y estamos envenenando el planeta, dice, mientras orea, quizás en vano, las obligaciones de derechos humanos relacionadas con el disfrute de un medio saludable. Pero lo único claro es que la intoxicación de la Tierra se intensifica”.

De hecho, una de cada seis muertes en el mundo está relacionada con enfermedades originadas por la contaminación, cifra que triplica la suma de las defunciones por sida, malaria y tuberculosis, y multiplica por 15 las bajas fatales ocasionadas por guerras, asesinatos y otras formas de violencia.

La contaminación atmosférica (ya sabíamos, pero aquí nos ilustran las cifras) es el mayor contribuyente ambiental a las muertes prematuras, al causar unos siete millones de ellas cada año.

Con semejante tanatología, podríamos sospechar que estamos viviendo en medio de una silenciosa y silenciada pandemia, con la diferencia de que para revertirla ninguna autoridad ha decretado, gane el Barça o el Madrid, una cuarentena efectiva.

Toxificación a niveles fantasiosos

Asevera el informe del doctor en Gestión de Recursos y Estudios Medioambientales que una cuarta parte de la carga mundial de morbilidad se atribuye a factores de evitables riesgo ambientales, y la inmensa mayoría de esta implica la exposición a la contaminación y a las sustancias tóxicas.

Han comprobado los médicos y otros estudiosos que la exposición a sustancias tóxicas aumenta el riesgo de muerte prematura; intoxicación aguda; cáncer; enfermedades cardíacas; accidentes cerebrovasculares; enfermedades respiratorias; efectos adversos en los sistemas inmunológico, endocrino y reproductivo; anomalías congénitas y secuelas en el desarrollo neurológico de por vida.

Sin embargo, el envenenamiento no se detiene. “La toxificación del planeta Tierra se intensifica”, brama Boyd. Si bien admite que algunas sustancias se han prohibido o se está eliminando su empleo, lamenta que la producción, el uso y el desechado de productos químicos peligrosos sigue, en general, creciendo velozmente.

Cada año se emiten o vierten cientos de millones de toneladas de sustancias tóxicas al aire, el agua y el suelo. La producción de sustancias químicas se duplicó entre 2000 y 2017, y se espera que se doble de nuevo para 2030 y se triplique para 2050. La mayor parte de este crecimiento sucede en las naciones que no son miembros de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), el llamado “club de los países ricos”.

Según el enfoque del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), el resultado de este crecimiento será un aumento de la exposición a los riesgos y un empeoramiento de las repercusiones para la salud y el impacto ambiental.

El plomo, digamos, se sigue utilizando sin vergüenza alguna, a pesar de conocerse desde hace tiempo su toxicidad y sus devastadoras consecuencias para el desarrollo neurológico en la infancia. Andersen no imaginó jamás que su soldadito, incapaz de matar a alguien en una guerra, simbólicamente fuera cómplice de la muerte de cerca de un millón personas al año, así como daños demoledores e irreversibles en la salud de millones de niños.

Aunque se dejara de usar este metal pesado totalmente –cierto es que el escritor danés poéticamente lo intentó, al ejecutar macabramente en el fuego al cojo soldadito–, todavía la humanidad tendría que desintoxicarse de un lastre de sustancias químicas que hasta hace poco fueron admiradas como horcones del progreso.

Es el caso de componentes muy útiles para aplicaciones industriales y de consumo doméstico, como son las sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas (llamadas “sustancias químicas eternas” por su persistencia en el medioambiente).

También renegados están hoy los alteradores endocrinos, los microplásticos, los plaguicidas neonicotinoides, los hidrocarburos aromáticos policíclicos, los residuos farmacéuticos y las nanopartículas. A pesar de sus sofisticados nombres, los efectos adversos en la salud humana y de otras especies están comprobados.

Pero su facilidad de difusión les hace estar distribuidos por todo el planeta, como el SARS-CoV-2, podríamos decir. Solo que cuando el coronavirus desaparezca, tales sustancias, por su carácter persistente, estarán dando caña ante nuestros párpados gachos.

La maldición de los dinosaurios extintos

Tienen en común un sherpa en la cordillera del Himalaya y un explorador en un batiscafo sumergido en la fosa de las islas Kuriles, que ambos estarán rodeados de agentes contaminantes tóxicos.

Omnipresentes, nos llegan estos por medio de la respiración, los alimentos y la bebida, por contacto con la piel e, incluso, a través del cordón umbilical en el vientre materno, según confirman diversos residuos hallados por estudios de biomonitorización.

El carbón, el petróleo y el gas natural, como sabemos, producen ingentes volúmenes de contaminación y sustancias químicas tóxicas. Los combustibles fósiles son, además, la principal materia prima de las industrias petroquímica y del plástico, altamente contaminantes. Por su parte, la agricultura industrial poluciona el aire, el agua, el suelo y la cadena alimentaria con plaguicidas, herbicidas, fertilizantes sintéticos y otros productos químicos peligrosos.

Por si fuera poco, todas esas sustancias nocivas están relacionadas con la emergencia climática y el declive de la biodiversidad, dos de los aspectos de la triple crisis ambiental mundial.

La industria química agudiza la emergencia climática al consumir más de 10 por ciento de los combustibles fósiles producidos en el mundo y emitir unos 3 300 millones de toneladas de gases de efecto invernadero cada año. El calentamiento global contribuye a la liberación y movilización de contaminantes agresivos procedentes del deshielo de los glaciares y del permafrost (capa de suelo permanentemente congelado aunque no cubierto de hielo o nieve de regiones muy frías).

La contaminación y las sustancias tóxicas constituyen también uno de los cinco principales motores del catastrófico declive de la biodiversidad, con efectos especialmente negativos para los polinizadores, los insectos, los ecosistemas de agua dulce y marinos (incluidos los arrecifes de coral) y las poblaciones de aves.

Es imposible decirlo más claro: nadie ni nada está fuera de peligro.

Aun así, este sambenito no es totalmente democrático. La carga de la contaminación, como se ha comprobado gracias a múltiples investigaciones, recae desproporcionadamente sobre las personas, los grupos y las comunidades que ya soportan el peso de la pobreza, la discriminación y la marginación sistémica.

Los países de ingreso bajo y mediano son los más perjudicados por las enfermedades relacionadas con la contaminación, con casi 92 por ciento de las muertes por este motivo. A la vez, más de 750 000 trabajadores mueren anualmente tras exponerse en el entorno laboral a sustancias tóxicas como materias en partículas, amianto, arsénico y gases de escape de motores diésel, así como a la gestión de desechos sin las debidas condiciones de seguridad.

Como mismo ante otros males, una vez más son víctimas predilectas las mujeres, los niños, las minorías, los migrantes, los pueblos indígenas, las personas de edad y otras con discapacidad. Son potencialmente vulnerables una vez más, por diversas razones económicas, sociales, culturales y biológicas.

Los trabajadores, especialmente en los países de ingreso bajo y mediano, están en situación de riesgo debido a la elevada exposición en sus puestos de trabajo, las malas condiciones laborales, el escaso conocimiento de los riesgos químicos y la falta de acceso a la atención de la salud.

Millones de niños trabajan en sectores potencialmente peligrosos como la agricultura, la minería y el curtido, mientras existen viviendas sociales con presencia de amianto, plomo, formaldehído y otras sustancias tóxicas.

Camino al matadero

En el informe, que será presentado al Consejo de Derechos Humanos, el experto denuncia la existencia de “zonas de sacrificio” residenciales, marcadas por la injusticia ambiental que les provoca la exposición extrema a la contaminación y las sustancias tóxicas.

A falta de uno más edulcorado, se le ha echado mano a ese término de tinte eutanásico. Con este definían durante la Guerra Fría, las zonas que quedaban inhabitables debido a los altos y persistentes niveles de radiación generados por los experimentos nucleares.

Pero estas nuevas zonas de sacrificio no están deshabitadas. Son comunidades desfavorecidas –por supuesto, los sitios contaminados suelen encontrarse allí– y sus residentes sufren consecuencias negativas en su salud física y mental, y violaciones de sus derechos.

Se calcula que en Europa hay 2,8 millones de zonas, y en los Estados Unidos se han delimitado más de mil sitios nacionales de saneamiento prioritario, entre cientos de miles de emplazamientos contaminados. Mientras, en países de ingreso bajo y mediano se generan muchas nuevas con la industrialización y al extractivismo.

¿Será escuchado esta vez al relator especial de las Naciones Unidas, David R. Boyd, quien pide detoxificar urgentemente estas zonas y eliminar las injusticias ambientales? Estas, que contradicen el desarrollo sostenible y pisotean la dignidad y los derechos humanos, suelen crearse con la connivencia de gobiernos ricos y pobres, y de empresas con cuchillos en la boca.

“El hecho de que sigan existiendo zonas de sacrificio –sentencia David Boyd– es una mancha en la conciencia colectiva de la humanidad”.

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