Ilustración. / Félix M. Azcuy
Ilustración. / Félix M. Azcuy

Dos encuentros con Victoria

Las horas pasaban con calma de paquidermo y los días se estaban convirtiendo en una réplica exacta del anterior y un preludio del siguiente. El hastío era insoportable. Ya había revisado mis redes sociales más veces de las que necesitaba y de las que mi ansiedad requería. Y luego de dar tres vueltas completas desde la sala hasta el cuarto, en la última me quedé y decidí acostarme, aunque no tenía sueño. Entonces, desde la cama, lo vi.

Estaba en mi pequeña pero amada biblioteca, si es que se le puede llamar así a un vetusto estante de madera con un poco más de cien libros apilados sin ton ni son. Un ejemplar de Las honradas de Miguel de Carrión me esperaba; era la edición conmemorativa por los 500 años de la fundación de la villa de San Cristóbal de La Habana. Lo había comprado en la Feria Internacional del Libro de ese año. La última que tendríamos en muchos meses sin saberlo.

Siempre me ha gustado leer. Sin embargo, la pandemia fue el catalizador de mi furia literaria. Mi tiempo de ocio (casi el día entero) lo pasaba con la nariz entre páginas llenas de historias y gracias a eso pude encontrarme con verdaderas joyas de la literatura cubana y universal. Creo que a muchos nos sucedió así. Los libros se convirtieron en la mejor compañía en esos tiempos de aislamiento.

Los inforturnios de Victoria, la resignación beata de Alicia y la insolencia de Graciela se acompasaron con mi desidia pandémica. Conocer la historia de estas niñas junto con la de Gastón, el chiquillo que encarnaba los prospectos de una sociedad machista, despertó recuerdos de una niñez quizás no tan lejana en el tiempo, pero sí en la memoria. Cien años de diferencia. Algunos patrones pueden repetirse por siglos sin darnos cuenta.   

La sensación de leer una novela que narra acontecimientos que pudimos haber presenciado, que describe lugares que seguro hemos visitado y expone personajes que bien podrían ser fieles reflejos de conocidos y familiares, es impresionante. Así pude experimentarlo en cierta manera con Las honradas.

¿Cuántas veces no he caminado el mismo paseo de Prado en el que las jovencitas, sentadas en un balcón en las tardes de verano, veían pasar a los mozos corteses y coquetos, a las damas de clase alta en carruajes y a los niños y niñas jugando bajo la mirada constante de sus madres? ¿Cuántas veces en mis andares aventureros por la ciudad no he visitado la iglesia de Monserrate a la que, por la calle de Virtudes hasta Galiano, se dirigían los domingos para la misa de las ocho?

Con Victoria, la protagonista, viví su desasosiego ante la vida, su lucha mental en su inexperto matrimonio, su pasión confrontada por el peso de lo correcto y su angustia, consecuencia de manchas imborrables… Desde fuera, y a la vez a su lado, la acompañé en sus desafueros y la escuché mientras, mirando a su niña desde el mismo balcón en el que se sentaba de joven, debatía consigo misma cuestiones profundas sobre el ser humano, la sociedad y el mundo femenino.

Mi primera lectura de esta novela, con los dieciocho años que contaba en ese entonces, me abrieron a un estado de conciencia en el que para las mujeres el “fueron felices para siempre” a veces es la utopía de un sueño anhelado. Sin embargo, la segunda vez que tomé este libro en mis manos, y sin haber pasado más que dos años y medio, pude comprender el propósito del autor: en un mundo de hipocresía moral y del deber rígido e inflexible de las criaturas del “sexo débil”, quiere poner en tela de juicio la cualidad de las mujeres honradas y el valor de estas dentro de la sociedad basado solamente en su rol y propósito como esposas y madres.

Ahora, entretanto hojeo el mismo ejemplar de mi descubrimiento para escribir estas líneas, vuelvo a recordar los sentimientos vividos con sus dos lecturas; la familiaridad al principio, el suspense y la desesperación en la cúspide de la novela, la compasión hacia la protagonista, la satisfacción y el alivio del final.

Ahora, entretanto lo ojeo también, me imagino cómo será otra relectura de aquí a cinco o 10 años, me pregunto si mi empatía hacia Victoria aumentará por ese misterio de los libros de reflejar la vida de un lector en sus páginas y permitirle conocerse a través de ellas.

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