Foto. / Radio Habana Cuba
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El Emperador de la Paz

Tan ilustre apelativo se lo puso el propio protagonista del recuento que entregamos ahora a nuestros lectores. Aunque parezca increíble, la historia de su cadáver ha tenido tres tumbas y dos de ellas en tierra del municipio natal de este redactor, de ahí que guardemos con cuidado distintos materiales acerca de su vida


Mientras regalaba flores a los rebeldes que entraban triunfantes en La Habana, el 8 de enero de 1959, el Caballero de París le dijo a uno de los jefes barbudos: “Yo también tengo barbas. Díganle a Fidel que mi ejército está a su disposición”. ¡Quien sabe si por aquel gesto hermoso de un lúcido instante, la heroína Celia Sánchez Manduley le obsequiara, como contara Eusebio Leal Spengler, un traje de etiqueta, bastón y capa nueva!

Foto. / Orozco

Antes de continuar, debe saberse que nuestro más célebre caminante callejero tuvo un predecesor: Sebastián de la Cruz, tal vez uno de los primeros enfermos mentales deambulantes que haya salido en la prensa en Cuba. Enloqueció en un naufragio ocurrido en las inmediaciones de Bacuranao, en 1593, en la fragata La Perla, y murió el 17 de mayo de 1598. No se supo nunca su nacionalidad, se comentó en esa época que era español. Su existencia la recogió el doctor Amado de Córdoba y Quesada en su texto La locura en Cuba, de la editorial Seoane, en 1940.

Volvemos al Caballero nuestro, humilde personaje. Aquí evocamos cómo forjó en su cerebro un título nobiliario inexistente, pero lo hizo tan bien y lo llevó con tanto decoro, poesía y decencia, al punto de creernos su linaje de sangre azul como algo real e imaginario a la vez. Por eso lo recordamos con cariño y admiración.

El más pintoresco, popular, curioso, llamativo, simbólico, legendario y célebre personaje callejero de Cuba tuvo tratamiento especializado de un padecimiento crónico; contrajo una grave enfermedad pulmonar, lo ingresaron en distintas ocasiones, sufrió una fractura ósea severa, lo operaron, falleció y lo sepultaron tres veces: primero en Calabazar, después en Santiago de Las Vegas y definitivamente en el Centro Histórico de La Habana Vieja.         

Relativamente pocos ciudadanos tal vez recuerden o conozcan que aquel personaje insólito, gallardo y elegante, varón incorruptible, envuelto siempre en los jirones de una capa negra, de mirada llameante y perfil aguileño, se llamó José María López Lledín.

Aunque se ha divulgado que murió el 11 de julio, fue el 12, en 1985, a la una y 55 de la madrugada. La causa, una complicada e irreversible neumopatía aguda inflamatoria. Y como no lo reclamó familiar alguno, lo sepultaron en el cementerio calabazareño.

¿A una fosa común? No

Tuvo tres tumbas: la primera en Calabazar, la segunda en Santiago de Las Vegas (como se ve en la gráfica) y la tercera y definitiva en el Centro Histórico de La Habana Vieja, por iniciativa del doctor Eusebio Leal Spengler. / Camaraza

Al cumplirse el tiempo establecido en esos casos, sus restos iban a depositarse en una fosa común, pero el sepulturero de entonces, Lázaro Torres, los rescató y avisó a la funeraria a Guillermo Meili, quien a su vez lo comunicó al musicólogo y poeta Helio Orovio y a Elio Trigoura, y ellos y la funeraria se ocuparon de conservarlos, velarlos y depositarlos en una tumba mandada a hacer con urgencia y pagada por Orovio de su bolsillo.

Debe saberse que, tal como el simpático personaje quiso en un instante raro de lucidez, su cabellera canosa se le cortó en forma de trenza y se guardó en el Museo de Historia de Santiago de Las Vegas, por donde anduvo los últimos tiempos de su precaria y fantasiosa vida callejera.

De esa manera mi compañero y amigo Helio Orovio, con quien compartí de muy joven atriles como integrante de la Banda de Música de esa histórica localidad santiaguera, concibió, junto con el personal de la funeraria y del citado museo, un merecido y postrero homenaje al admirado Caballero de París que quizás se hubiera perdido para siempre en una fosa común para desconocidos y no reclamados cadáveres.

No puedo olvidar que en aquellos especiales momentos el propio Orovio me recalcó la trascendencia cultural e histórica de la persona incrustada ya con inusitado, merecido y oportuno destaque en la pintura, la escultura, la poesía y el periodismo nacional.

Tenía mucha razón el intelectual autor del Diccionario de la Música y de la antología 300 Boleros de Oro; por ejemplo, Ramón Aloy le hizo al Caballero un formidable óleo; Héctor Martínez Calá, una bella escultura en alambrón. Muchos colegas periodistas y fotorreporteros lo dejaron en crónicas y gráficas preciosas para la posteridad. Incluso el propio musicólogo le dedicó un sublime poema en su libro Contra la Luna, publicado en 1970.

Este redactor publicó distintos reportajes acerca del sugestivo caminante, entre ellos, uno sobre sus amores, contados por el propio personaje callejero al doctor Luis Calzadilla, su psiquiatra de cabecera, para el libro Yo soy El Caballero de París. También dio a conocer una autocaricatura del delirante gallego, la única estatua que se le erigió en vida en el reparto El Globo, de Calabazar, en los primeros años de la década de 1940 y cuando en su cama de hospital lo visitara el famoso cantante cubano Barbarito Diez.

Don Quijote de carne y hueso

No obstante su pobreza, nunca pidió limosnas y un día donó el dinero de un premio “para los pobres”. En cierta medida el más pintoresco caminante callejero de Cuba fue una especie de símbolo de la capital de todos los cubanos. En la gráfica cuando el doctor Álvarez Cambras lo operó de la cadera. Nació el 30 de diciembre de 1899 en España. / Panchito

Realmente los restos del curioso ser humano se enterraron por segunda vez en un instante especial: a las 11 de la mañana del 30 de diciembre. Cumplía 90 años de su nacimiento, ocurrido ese día de 1899 en Lugo, Santiago de Compostela, Galicia, España.

A decir verdad, al curiosísimo caminante se le recuerda con su larga cabellera y barba blancas a lo Rabindranath Tagore, aunque comenzó sus cotidianas andanzas ilusorias allá por 1950, cuando su barba era negra, sus cabellos castaños claros y sus ademanes tenían el aire más aristocrático que fue perdiendo en la triste recta final de su vida.

Viene bien que los jóvenes sepan que fijó sus primeros campamentos transitorios en verano y en invierno en las esquinas habaneras de las calles 23 y 12, en el Vedado; en Infanta y San Lázaro; cerca de la escalinata universitaria y a lo largo del Paseo del Prado, en los singulares y concurridos predios de La Habana Vieja.

Cierto es igualmente que el tesoro literario español contó con el aporte interesante del Caballero de la Tenaza, de Quevedo; el Caballero de Olmedo, de Lope de Vega; y de otros personajes ficticios, encabezados por el aún más célebre Caballero de la Triste Figura, Don Quijote de La Mancha.

Sin embargo, nuestro Caballero de París, así nombrado por el pueblo a partir de sus modales, su conversación respetuosa, su vestimenta estilo francés y su inseparable capa de mosquetero (título que él mismo se daba) tuvo la suerte de ser considerado en cuerpo y alma un ingenioso hidalgo de carne y hueso, insertado al paisaje habanero consustancial a su persona como el Morro, la Catedral, el Castillo de la Fuerza o el Paseo del Prado.

José María López LLedín encabeza todavía en el recuerdo a otros simpáticos personajes cubanos reales como Joseíto el Bobo, platónico y charlatán; Seboruco, el improvisador de versos disparatados, ambos matanceros; a Enriquito el Maquinista, camagüeyano, quien remedaba los ruidos del tren, así como Charles, quien cargaba las últimas revistas y los más recientes periódicos de la capital habanera y opinaba sobre sus contenidos noticiosos.      

Su fina fantasía la creyó real

José María López Lledín, su verdadera identidad, comenzó sus andanzas habaneras allá por 1950, con barba negra y cabellos castaños. Falleció de una complicada enfermedad pulmonar en el antiguo Hospital de Dementes de Mazorra (hoy Hospital Psiquiátrico de La Habana Comandante Eduardo Bernabé Ordaz), el 12 de julio de 1985. / Panchito

Venido del país de las “meigas” –hadas míticas de Galicia y de la denominada “Santa Compaña” (así con esa ortografía), suerte de espíritus que según la leyenda gallega acompañaban y se hacían ver de los labradores y los niños en los bosques– el Caballero durante alrededor de 40 años conversaba y disparataba alegremente con transeúntes y fiñes por las calles. Sintiéndose afable y filósofo, como poeta y testigo de un tiempo ido, a veces armado de flores en sus manos, rodeado de grandes delirios y reguero increíble de cajas, papeles, revistas, latas y periódicos, sonreía feliz de su vida y su locura.

Creyó a pie juntilla en la sana fantasía del alma, y aferrado al jolgorio frecuente y a la incierta certidumbre imaginada, caminaba en su aparente vagar por la capital, después de haber colgado el emplumado chambergo, la tizona toledana y el capote mosqueteril, convencido de que –como el legendario y fabuloso Quijote de los Molinos de Viento– sabía deshacer entuertos y piropear con decencia a tentadoras Dulcineas.

“Soy de Lugo, la ciudad amurallada donde los moros nunca pudieron entrar, tierra del Reino de León”, decía y agregaba: “Allí cazaba el Rey Alfonso XIII y a veces cazábamos juntos”.

Emperador de la Paz    

Hablamos de él y evocamos enseguida lo dicho por Ralph Turner en su obra Las Grandes Culturas de la Humanidad, donde apuntara que la historia nace en forma de mito. Y precisaba: No pueden los hombres vivir sin historia. Si no la poseyeran, la inventarían y en realidad así lo han hecho muchos.

Afirmaba en su típico desvarío: “Yo soy un personaje mundial. Quiero que le escriban al periódico Le Monde y le digan que el Caballero está aquí, aunque yo nací en España y soy cubano también”.

Le pidió a un fotógrafo que le disparara flashazos. Y le aclaró:

“Tienes que mandar una foto mía a Hirohito, el Emperador del Japón, porque yo soy Emperador de la Paz, que es algo más grande e ilustre que ser Emperador y Rey”.

Ingresado en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, decía encontrarse en “mi paraíso terrenal, en mi quinta de recreo” y llamaba a las enfermeras “mis ayudantes de cámara”.

Sufría una enfermedad crónica denominada parafrenia, de origen desconocido por la ciencia (por lo menos hasta su muerte) y que entre otros síntomas le provocaba inevitables delirios y ademanes de grandeza.

Un psiquiatra experimentado y afable, el doctor Luis Calzadilla antes mencionado, lo llamó “el más extraordinario y pintoresco de mis pacientes”. Y el Caballero describió al también especialista en enfermedades mentales, Ricardo Jiménez, como “el jefe, el hombre inteligente que firmaba los pases para ir a pasear por mis calles y los predios de mi Palacio”.

Acerca de su dolorosa fractura de una cadera y la operación que le hiciera el eminente profesor Rodrigo Álvarez Cambras, confesó sonriente: “Chico, muy sencillo: me resbalé por un descuido y me pusieron un parche”.

A propósito, aquel gran traumatólogo y ortopédico, comentaría en memorable circunstancia: “Los huesos de el Caballero eran tan duros que me rompieron uno de los perforadores en la operación. Parecía estar operando a un futbolista, pelotero o corredor. Lo atribuyo a sus largas caminatas, a una vigorosa genética ibérica y a su vida no sedentaria”.

Digamos que Cicerón, 43 años a.n.e., dijo que “el hombre envejece solo al abandonar sus ilusiones y sus ideales”. En fin, el protagonista peculiar y trascendente de esta historia, a pesar de sus luengas y añosas barbas blancas, fue siempre joven. Dejó de respirar, ilusionado y entusiasta, creyendo firmemente y convencido de que era de verdad un Caballero de París.  

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Fuentes consultadas: Fiñes, Eusebio Leal Spengler, Ediciones Boloña, La Habana, 2017. Mira quién viene por ahí: El Caballero de París (20-12-1989); Tuvo una estatua en vida El Caballero de París (17-6-1999): Cumple 100 años El Caballero de París (26-12-1999); Nuevas revelaciones sobre El Caballero de París (26-11-2000); El Caballero de París tuvo un predecesor (3-3-2006); El Caballero de París vuelve a ser noticia (8-4-2006); Caricaturas sobre El Caballero de París (23-10-2007), todos en Juventud Rebelde, del autor.

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2 comentarios

  1. estimado amigo Un saludo cordial El nomuere diciendo que es el caballero de París Yo estaba junto a él el día antes de su muerte y me dice que ya no es el caballero de París que no son tiempos de aristócratas ni de caballeros andantes Fue un 11 de julio no un 12 me avisan en la madrugada Puedes revisar mi libro Yo soy el caballero de París que hay edición cubana

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