El niño de la estrella en la frente

Héroe de Santa Clara, ministro del trabajo voluntario, estadista en tribunas del mundo, intelectual que leía clásicos hasta en la guerra, justiciero batiéndose en las inhóspitas selvas del Congo y Bolivia… sumando esas imágenes surge una inconfundible: el Che


El trotamundos, el médico, el comandante, el lector, el periodista, el economista, el diplomático, el intelectual, el comunista, el animador del trabajo voluntario, el hombre en la foto de Korda –de las más icónicas del siglo XX–, el internacionalista, el Quijote de la adarga al brazo, el San Ernesto de La Higuera… sumando todas esas imágenes surge una inconfundible: el Che. Asimismo, en esa multiplicidad de facetas deslumbrantes puede rastrearse un denominador común: su perseverante afán por descubrir nuevos horizontes y vencer obstinadamente cuantos obstáculos le antepuso el destino.

El niño Che. / Autor no identificado.

Pero ese hilo que tejió la novela de su vida, la forja de ese carácter excepcional –aun cuando fue enriqueciéndose con matices a lo largo de sus 39 años– comenzó en la cuna; herencia de sangre y de formación. Por eso, en el aniversario 95 de su natalicio, proponemos viajar a los orígenes, en busca de los primeros pasos, de una historia quizás menos consabida.

¿Innata rebeldía?

“El Che nació en Rosario. No debió nacer en Rosario. Nació en Rosario por casualidad. Yo venía viajando desde Caraguatay (Misiones) al norte de Buenos Aires, donde estaba trabajando. Tomamos un barco porque ya Celia estaba por tener al chico. Se me ocurrió bajarme ahí porque andaba en negocios de yerba mate. De pronto, sin saber, sin mayor aviso, vino el Che”. Así relata Ernesto Guevara Lynch en sus memorias Mi hijo el Che, cómo nació aquel que, convertido en el Guerrillero Heroico, en símbolo mundial de rebeldía y libertad, se ha multiplicado en imágenes y evocaciones.

Don Ernesto y su esposa, Celia de la Serna, eran porteños y de familias aristocráticas con antepasada “sangre azul”. Por eso de andar él soñando siempre con “cosas que no eran las más normales”, recién casados se fueron a una remota estancia en la frontera de Argentina y Paraguay a cultivar yerba mate.

Cuando sintió ella que estaba a punto de parir, dada la carencia allá de atención médica, decidieron bajar en un barco de esos como de novela de Mark Twain, de madera, con paleta giratoria y una alta chimenea al centro, pero este no navegaba por el Mississippi sino por el río Paraná hacia Buenos Aires, en un viaje de 1 000 kilómetros al sur. No pudieron completar la travesía. Desembarcaron en Rosario, donde el 14 de junio de 1928, en un apartamento de la calle Entre Ríos, No.480, ocurrió el inminente alumbramiento. ¿Podría considerarse este su primer acto de rebeldía? Como varón primogénito heredó del padre el Ernesto, nombre de origen germano que significa “aquel que lucha para vencer”.

Aprendiz de guerrero

Su vida por la comarca santafesina fue breve. A pesar de eso, su nombre suele encabezar la lista de rosarinos célebres junto al crack del fútbol Lionel Messi, la legendaria actriz Libertad Lamarque, el músico Fito Páez y el escritor Roberto Fontanarrosa. Incluso, en la actualidad existe en Rosario un circuito turístico por los sitios que conservan sus huellas.

Una fuerte bronconeumonía cuando contaba apenas dos años de edad le dejó como secuela un asma crónica con la que debió lidiar titánicamente hasta el fin de sus días. Sobre la increíble actitud del niño en esos instantes angustiosos relató Guevara Lynch: “Ernesto se iba desarrollando con ese terrible mal encima y su enfermedad comenzó a gravitar sobre nosotros. Celia pasaba las noches espiando su respiración. Yo lo acostaba sobre mi abdomen para que pudiera respirar mejor y, por consiguiente, yo dormía poco y nada. Cuando Ernesto apenas comenzaba a balbucear alguna que otra palabra, decía: ‘Papito, inyección’, en el momento en que el asma se le acentuaba. Esto da la medida de cuál sería su sufrimiento al no poder respirar con libertad; los niños tienen terror al pinchazo y él, en cambio, lo pedía porque sabía que era lo único que le cortaba los accesos”.

Ante los continuos ataques los médicos recomendaron un clima más favorable para el niño, entonces se fueron a Alta Gracia. Durante esos años la enfermedad obligaba a Ernesto a pasar mucho tiempo en cama y perder clases, por eso su madre asumió el protagonismo al enseñarle a leer y a escribir, inculcándole además esa pasión por la lectura que lo caracterizó y fue clave en su formación ideológica. Del padre adquirió el espíritu aventurero y el mal genio.

Doña Rosario González, quien fuera niñera de la familia en Alta Gracia, contó una anécdota que refleja su impresión al notar los valores del niño de seis o siete años: “Una vez Ernestito entra a su dormitorio y sale con una prenda de vestir en la mano, le pregunté qué hacía con ese pantalón. Él contestó que se lo llevaba al negro que tenía el suyo roto y por eso no podía venir a jugar. Le dije que no se podía”. A lo que él respondió: “A vos te parece que es justo que yo tenga diez pantalones y el negro no tenga más que uno para cambiarse”.

Era un chico de barrio, decidido, independiente, capitaneaba a los demás. En ratos libres con amigos organizaba batallas ficticias basadas en la Guerra civil española, toreaba cabras, trepaba árboles, subía montañas, exploraba minas. “Recuerdo que había una maestra que tenía la costumbre de dar nalgadas. Él se pone una vez un ladrillo en el fondillo, bajo el pantalón, para cuando la maestra le pegue. Claro se produce tremendo escándalo en la escuela”, afirmaría José Aguilar, colega de “chicueladas”. En clases era inteligente y captaba con agilidad.

Para 1943 la familia Guevara se radicó en Córdoba, ciudad donde Ernesto, de 14 años, cursó la secundaria. Allá ingresó en el equipo de rugby, en el que se hizo popular por vocear: “¡Cuidado, ahí viene el Furibundo Serna!”. Eso le valió el mote de Fuser, ingeniosa abreviatura que hizo de aquel “grito de guerra” su gran amigo Alberto Granados. Su época universitaria en la carrera de Medicina estuvo interrumpida por los notorios viajes –imprescindibles en la maduración de su conciencia revolucionaria– que realizara por Argentina y América Latina a partir de 1950. En el último de ellos, que lo llevó hasta Guatemala y México, conoció al grupo de cubanos que había jurado ser libres o mártires; y ya convertido en Che, se enroló junto a ellos en el pequeño yate Granma, proa a la leyenda.

El emotivo reencuentro en La Habana, en enero de 1959. / radiorebelde.cu

Resolución

Fue en los primeros días de enero de 1959, cuando se produjo en La Habana el reencuentro de los padres con el hijo, tras seis años de distanciamiento. Así lo describió el padre: “Fueron para nosotros días inolvidables. Veíamos a Ernesto todas las veces que él nos permitía, o mejor dicho, que sus ocupaciones le permitían poder charlar con nosotros. Pero siempre encontraba un momento para poder hacerlo. Una tarde fue Ernesto a visitarnos a nuestro hotel. Aproveché la oportunidad y le pedí que se encerrase conmigo en una habitación. Quería hablar a solas con él; sin que nadie nos molestase; otras veces había querido hacerlo, pero siempre andaba ocupado, cumpliendo órdenes o zarandeando por sus ocupaciones.

“Entramos en la habitación y se sentó tranquilo. Había cambiado mucho. Cuando se fue parecía un imberbe, y ahora una barba rala le cubría parte de la cara. Estaba muy delgado y quemado por el sol. Hablaba pausadamente, pero sus ojos eran los mismos de siempre, las ideas se le amontonaban y no tenía tiempo para expresarlas, y entonces solía charlar nerviosamente y a veces se tragaba las palabras. Ahora lo veía frente a mí, más aplomado; meditaba antes de contestar, cosa que nunca hizo. Le pregunté qué iba a hacer con su Medicina. Me miró de soslayo, se quedó pensando un momento y luego, esbozando una sonrisa, me contestó:

“¿De mi Medicina? Mirá, viejo, como vos te llamas Ernesto Guevara como yo, en tu oficina de construcciones colocas una chapa con tu nombre y abajo le pones médico y ya podrás comenzar a matar gente sin ningún peligro. Y se reía de su chiste. Yo insistí en la pregunta y entonces, poniéndose serio, me contestó: De mi Medicina puedo decirte que hace rato que la he abandonado. Ahora soy un combatiente que está trabajando en el apuntalamiento de un gobierno. ¿Qué va a ser de mí? Yo mismo no sé en qué tierra dejaré los huesos”.

EL NACEDOR
Por qué será que el Che tiene esta peligrosa costumbre de seguir naciendo?
Cuanto más lo insultan, lo manipulan, lo traicionan, más nace.
Él es el más nacedor de todos.
¿No será porque el Che decía lo que pensaba, y hacía lo que decía?
¿No será que por eso sigue siendo tan extraordinario, en un mundo donde las palabras y los hechos muy rara vez se encuentran, y cuando se encuentran no se saludan, porque no se reconocen?
                                                    Eduardo Galeano.

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