El punto medio y yo

Esta mañana necesitaba escuchar un poco de música relajante. Siempre tengo a mano estas sonoridades para conectarme con mi centro, quedarme ahí siendo simplemente algo más dentro de lo que me rodea, fundida con el todo y mis pensamientos. Aunque sé que sería mucho mejor vaciar la mente un poco y respirar. Se crece más.

Últimamente siento que no veo con la misma claridad las cosas lejanas. Me restregué un poco los ojos, no fuera a ser que se hubieran humedecido sin darme cuenta. Pero no, parece que es hora de que vaya al oculista.
No voy a llorar, no. Esos días ya pasaron. Las recuerdo con cariño y están siempre a mi lado. Quizás Yin (el gato) es una de ellas, o las dos, en otra forma. Porque sí, he pensado que su aparición aquí tiene mucha rareza y aunque la mayor parte del tiempo trato de aceptar sin cuestionarme demasiado, a veces caigo en esas trampas y mi pensamiento vuela más de lo que debería.
Mientras escuchaba la música de la flauta, y la brisa me acercaba cuanto sonido se dedicaba a nacer y crecer en mi entorno, observé detenidamente el patio. Es grande. He sembrado todo lo que contiene y sus frutos son ese regalo divino que me da la naturaleza por dejarla ser. Sin embargo, reconozco que no he trabajado aquí lo suficiente para recibir más bendiciones.
Aun así, he reflexionado mientras observo a diario, participando de pequeños detalles que puede que no todos sean capaces de ver, pero que se me revelan -supongo- porque mi vida es muy sencilla y me doy el tiempo suficiente para eludir (al menos un poco) la prisa, la insensatez, el atolondramiento colectivo de estos días… 
La naturaleza no se esfuerza demasiado por poner sus regalos a la vista. Quizás en un año o dos tenga más guayabas y no fui yo quien las sembró allí.
En el muro, una enredadera y la maleza creciendo con su contentura porque la lluvia llega ahora todos los días para que la disfrutemos como lo hace la tierra misma. Suena bien lindo en los tejados la lluvia; sus gotas son absorbidas por los charcos y su belleza líquida, donde infinidad de mundos circulares se dibujan para en unos pocos minutos reafirmar su levedad.
Pienso en mí, en algún amor distante y esquivo de mi pasado ¡cuántos mundos que dejaron enternecidos rebordes en el alma! Charcos… siluetas, acaso una felicidad prestada para sobrevivir en nuestras propias prisiones.   
Me doy cuenta de que se me da mejor la poesía que la jardinería 😅. Me esfuerzo. Aunque no lo creas, me esfuerzo.
He sembrado maracuyás. Y crecen. En estos días los veo más crecidos y con colores más vibrantes. Quizás vaya siendo ya hora de trasplantarlos. 
Los quiero colocar en el borde de la cerca donde mi Frida y mi Queen dormían. Ese lugar tiene un techo y se han ido acumulando cosas. Unas sillas con herrumbre que no me ha dado la gana de restaurar, las partes del grill donde mi padre hace los pollos asados cuando viene algunos fines de semana, un saco de carbón, mis botas de goma, un tanque pequeño y azul para reservar agua, una mesa, los utensilios de trabajar en el jardín encantado…
Hay trabajo por hacer.
Si te fijas, adentro también ha crecido otro guayabo. Partió la tierra con fuerza y en unos pocos meses ya supera el techo de zinc.
¿Verdad que se vería más fresco allí con los frutos de maracuyá y las flores, tan bellas que son? Sí, hay bastante trabajo por hacer y tú pensando en poesía.
Ese es el maldito problema de los escritores (no es que yo lo sea, pero he aspirado a serlo alguna vez). Los escritores dan risa. Ven una mínima oportunidad y sueltan lo que les destruye las manos, lo cambian ipso facto por aquello que les hace sangrar hasta el propio corazón.
Mira si la naturaleza no se esfuerza. Te muestro:
Coloqué esas bolas (no sé, parecen cebollas) en la tierra. Ni las enterré. Tampoco las regué. Brotaron los lirios. Son lirios, dice mi vecina.
Ahora tendré que buscarles un sitio más acogedor, cerca de las mariposas. Allí donde poco a poco estoy haciendo un jardín de flores diversas. Poco a poco, y sin esforzarme, lo cual está mal, lo sé, pero soy vaga, también lo sé y cuando se me dañan las manos, duele, y la vagancia entonces se potencia.
No hago nada con decir aquí que sí, que trabajo con regularidad en el jardín. No es cierto. Lo dejo a su aire y luego un día, cuando me asomo al patio, digo: ¿y esto qué es? Es horrible, ¿no puedes trabajar menos? Demora un poco en crecer, yerba mala. Ella no se esfuerza, la naturaleza solo hace su trabajo y disfruta.
He pensado que debo ser más como ella, o quizás servirle. Necesita tiempo y ganas. Tiempo tengo.
¿Ganas? 
Mañana cuando salga el sol volveré al patio. Espero que estas ansias de escribir y sangrar por cualquier resquicio de mi alma se transformen en algo que sirva para endurecer mis manos, porque estoy segura -y está demostrado- que el premio será mayor.

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