En círculos

Ya nada tiene sentido sin música, murmuré mientras caminaba por la estación abandonada, donde muchas veces esperé, hasta echar raíces, por un tren, cuyo objetivo parece que era siempre el de romperse.

En aquellos días, solo me quedaba con la mirada perdida entre las líneas férreas, como si de tanto otear el horizonte, echara por fin a correr el tiempo, anulando en ese trayecto los desesperos y las tristezas, hasta ponerme allí en la cúspide de la felicidad.

A ratos, alguien cruzaba aquellas trazas metálicas o venía andando sobre ellas, con la cabeza gacha o un espíritu liviano, quizás, como la música que sonaba en mis auriculares: Divenire.

Esta era una visita pendiente. Ella le había dicho que le fascinaban las líneas del tren y después se deshizo en explicaciones vanas; terco ánimo de justificarlo todo. Pero él no la escuchó. Lo sabía. Solo tomó sus manos y, bien juntas, las besó, en el letargo de la tarde, en medio de esas volutas de aire caliente que casi los elevaba del pavimento.

Tras el beso tibio, una pregunta: ¿Dime, por qué piensas que me he ido?

Sus ojos se encontraron en una danza sin fin. Había una profundidad en ese roce de miradas que ningún poeta sería capaz de describir con elocuencia. En la vida hay cosas que no pueden ser contadas y lo imperfecto es tiernamente bello.

En tu pulsera una marca: números, fecha, ¿qué sé yo?; Y la música que aún resuena en mis oídos, provocando el galopar de mi corazón. La danza, el roce, las serpientes. No, esta vez no hay serpientes. Son solo dos seres que esperan en la estación abandonada, sedientos de amor, atrapados en un círculo y otro, y otro, y otro…

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