Foto. / volfredo.com
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Eva en el baño

Eva en el baño (1943), del pintor cubano Carlos Enríquez. / www.bellasartes.co.cu

Una muestra de amor y devoción quiso regalar Carlos Enríquez a la francesa Eva Fréjaville. ¿Cómo brotó la idea? ¿Pensaba tener a la muchacha de ese modo por siempre, de manera exclusiva, ante su vista? Ya él no podrá contárnoslo, pero vale fabular un poco, en el aniversario 80 de la obra. 

Ella emerge tras abrir por completo la puerta, no sé si para buscar algo de ropa o lanzarse en brazos del amante. Cuando lo sabe tan cerca, esperándola, o simplemente concentrado en las imágenes de los lienzos, olvida las manías de Carlos, su afición a la bebida, y desea seguir amaneciendo cada día en el cuarto del Hurón Azul.

Él hace un gesto malicioso, le dice que va a dibujarla así mismo y ella replica que no puede compararse con las sensuales modelos que suelen posar para sus cuadros. Porque el artista –cubano al fin– disfruta los grandes traseros y las cinturas estrechas.

Mujeres y caballos (símbolo este último de virilidad, aseveran algunos críticos; criatura amada desde su niñez y elemento del campo cubano sobre cuyas leyendas vuelve el pintor una y otra vez, afirman otros) parecen constituir su mayor obsesión. A veces incluso se mezclan, como en El rapto de las mulatas o en L’cùyere. Encandilado por Eros, también recrea con ojos lujuriosos la naturaleza; concibió en 1941 un Paisaje con caballos salvajes, donde presenta un sexo femenino poblado de palmas y surcado por potros.

Protegida por el aislamiento de esta casa en las afueras, Eva no se apresura a cubrirse. A Carlos le gusta esa falta de pudor, la misma con la que él trata los desnudos y que tantos problemas le ha causado. Comienza a explicarle con fruición cuáles tonalidades elegirá. Piensa utilizar la transparencia, mediante ese recurso los personajes de sus relatos visuales poseen –como aseguran los expertos– un singular y voluptuoso movimiento.

La risueña oferta significa un boleto a la posteridad. Sin embargo, la joven imagina que, de concluirse, el suyo será un cuadro secundario; desconoce –pero tal vez le agrade soñarlo– que décadas más tarde dirán: “Carlos Enríquez es en la plástica cubana una isla luminosa” y que ese nombre no faltará jamás en los compendios, historias, reseñas… acerca del arte nacional.

Mucho menos sabrá que los detalles de su cuerpo desnudo sobrevivirán años bajo la capa de color con la cual el autor va a cubrir la pintura en un futuro no muy lejano, tras la traición de la esposa y su escapada del Hurón Azul.

Hoy es apenas 1943. Marido y mujer juegan a la pareja feliz. Ella ensaya poses junto a la ventana; él despliega trazos en el aire con un pincel imaginario. En algo parecen coincidir: solo merece la pena preocuparse por el presente.

En el porvenir aguardan el rescate de la puerta, la minuciosa restauración de la obra, su pertenencia al Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, con el título de Eva en el baño; e interrogantes sin respuesta.

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