La lección de Ferrero

Hay momentos, frases, acontecimientos que, incluso sin haberlos vivido directamente, quedan para siempre en el recuerdo, a modo de permanente enseñanza.

Asociada a un hombre que jamás vi, conservo una lección que suele inyectarme una carga enorme de energía positiva en los instantes más difíciles, cuando parece que hasta el último camino se cierra o que todo está perdido.

El hecho remonta más de seis décadas de pasado. Para entonces ya Antonio Ferrero, emigrante español, había prosperado considerablemente en el giro de lo que ahora llamamos gastronomía y servicios, allá en ese pueblito llamado Las Parras, casi en los límites de Las Tunas con Holguín, al que la carretera central pica en dos partes, como a un limón.

No eran, sin embargo, los crecientes ingresos económicos y financieros el elemento que más motivaciones y satisfacción sembraba en el pecho de Ferrero, sino la salud, seguridad y felicidad de una familia integrada ya por cuatro hijos a quienes -conforme a cánones de la época- había educado en el respeto, cariño, desinterés y sentido del deber.

Lo inesperado sobrevino una de esas noches en que la luna se empecina en resaltar la belleza de los penachos de la palma real o en filtrarse por las grietas que la carpintería deja entre la madera de puertas, ventanas, paredes y techos, de guano o de zinc, en miles de viviendas campesinas.

El caso es que, en un abrir y cerrar de ojos, la vivienda se vio envuelta en llamas, en el contexto de un incendio que abarcó otras instalaciones y que no dejó margen para salvar prácticamente nada.

Ajeno por completo a ese “dolor físico o material”, Ferrero comenzó a dar voces en medio de la siniestra noche:

—Enmaaaa

—Estoy aquí, papá.

—Laurianooo

—Yo también, papá.

—Manuelaaa

—Sí, papá.

—Rafelitoooo

—No se preocupe, papá.

—Dignaaa

—Estoy aquí, amor mío, estoy también aquí.

Y cuentan que, plantado como todo un titán, al comprobar que hijos y esposa estaban bien, a salvo, Ferrero largó un suspiro de hondísimo alivio, metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón que a toda prisa había logrado ponerse minutos antes, sacó un billete y le dijo a uno de los vecinos que habían acudido a ofrecer ayuda:

– Estamos todos vivos, mi amigo; lo demás no importa. Por favor vaya y tráigame una botella de vino. Tenemos motivos suficientes para brindar.

Así me lo contó una tibia tarde el ya fallecido escultor tunero Rafael Ferrero Lores, hijo, cuya contribución, junto al también artista de la plástica Armando Hechavarría, resultó vital en el empeño de Rita Longa por salvar al movimiento escultórico cubano en la segunda mitad de la década de 1970. No digo más. Solo invito a que usted, amiga lectora o amigo lector, aspire la esencia de este breve relato en torno a lo acontecido aquella noche, bajo una maravillosa luna, cuando un brutal fuego incineró la vivienda de Antonio Ferrero Luis, pero no pudo calcinar lo que ese hombre llevaba en la caja de su pecho, en especial el optimismo que convierte en gigante y en millonario al más pequeño o humilde hombre de pueblo.


Ilustración: Félix M. Azcuy

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