La muerte indócil del León

José Maceo Grajales, uno de los paladines de la gesta independentista, cayó en combate el 5 de julio de 1896


Fue un mal día. De hecho, para él mismo y para varios de sus compañeros, sería el más trágico de todos los días. Aquel 5 de julio de 1896, el mayor general José Maceo Grajales no tenía “espíritu de pelea”. Por más injurioso que suene decirlo, así lo notaron sus íntimos ayudantes.

“Valía por cien hombres”, al decir de su hermano Antonio. / Archivo Nacional.

Pasó esa mañana con el ánimo impávido, como echado; con un vendaval de pensamientos en la cabeza. Él, puro carácter y arrebato, desde hacía meses se sentía despojado; y a nadie ocultó que su corazón de guerrero estaba herido por las “ruindades” –así las calificó– del gobierno de Salvador Cisneros Betancourt.

El marqués de Santa Lucía, buen patriota, pero quien encauzó un grosero e ilógico complot contra José, dio al general Calixto García el mando del Departamento Oriental. Ante la encrucijada, el caudillo santiaguero entendió que dañaban su honor y, por consiguiente, presentó su renuncia como jefe del Primer Cuerpo.

Aun así, mientras entre dimes y diretes los superiores se ponían de acuerdo, siguió peleando, dando ejemplo de disciplina y de cubano consagrado a la Revolución. Para colmo, también le taladraba el “abandono” que sufría su amado hermano Antonio, batiéndose en occidente con decenas de batallones detrás.

Por la felonía e inquina de propios y contrarios, el León, en vida, agonizaba.

Loma del Gato

La desgracia principia en El Triunfo. Acampado allí se entera que una gran columna española, comandada por el general Tirso Albert y el coronel Joaquín Vara del Rey, se aproxima quemando casas. Jamás titubeó José frente al rival, menos ahora que cuenta con tres divisiones subordinadas a su mando. Combatir es como su “paseo” de recreo. Así que decide ir tras el pendón de Castilla. El choque ocurre en Loma del Gato, en la jurisdicción de Alto Songo, actual provincia de Santiago de Cuba.

Con la vista en el campo de batalla indica avanzar al coronel Luis Bonne con sus fuerzas. Luego manda al general Agustín Cebreco; y detrás al brigadier Matías Vega, para que lo secunde. Al general Periquito Pérez encomienda velar la retirada. Y hasta acaba lanzando al frente a la guerrilla volante del teniente coronel Francisco Sánchez Hechavarría.

Testarudo como es, ordena a uno por uno que quiere escuchar fuego cuanto antes. Pero empiezan a cabalgar los minutos. Va escurriendo la serenidad. Mueve el tabaco de un lado a otro de la boca. La manía refleja su ofuscación. A pesar de los audaces oficiales enviados en línea, la acción no marcha con la celeridad deseada. La turbia espesura es lo único que rechina en su mente. Y el eco de sus cavilaciones sibilinas.

“¿Qué les pasará a esos generales?”, cuestiona contrariado. “¡Si hoy no peleo, aquí no pelea nadie!… ¡Ahora sabrán lo que es pelear! ¡Venga mi Escolta!”, grita, ya fuera de sí, e impetuoso clava las espuelas en su caballo Noble. “¡Arriba, la muerte es cuestión de fecha!”. Y sale como una centella, separándose 15 o 20 pasos de los suyos, a la vanguardia; sin sospechar que ese domingo es su fecha. En la guerra los límites que separan la vida de la muerte son borrosos y repentinos.

Croquis de la hecatombe. / ecured.cu

Gallardo ingresa José al teatro bélico, por el centro y en lo más fiero de la porfía. Tras la galopada surge una confusión, pues dadas las estrecheces e irregularidades del terreno la caballería acaba enredándose con la infantería desplegada. “¡Aquí está José Maceo… barajo!”, ruge eufórico el León, como era hábito en sus acometidas. Está a tiro del enemigo.

En medio del estrépito se gira para hablarle a Salvador Durruthy, teniente de su escolta, cuando surca el vacío la bala –maldita para los cubanos, bendita para los panchos– que le trepana el parietal derecho. Ha sido una descarga cerrada, similar a la de Dos Ríos. Y como Martí, iba con el revólver en alto, en la diestra; arengando a los suyos.

Instantáneamente, al estilo de un wéstern, el plomazo fatídico deja la escena en suspense: se congela el tiempo, no sopla la brisa, se contrae el rostro y entrecorta el aliento, el jinete cuarentón se tambalea como Polifemo aturdido y una negrura espesa en pleno mediodía dibuja un pasadizo ignoto… Como un fotograma de 24 por segundo, dicen, pasa por delante la vida.

El juramento ante el crucifijo de Mariana, los 500 combates durante tres guerras, los grados –de soldado a mayor general– ganados a golpe de machete, el cafetal Indiana, Mangos de Mejía, Baraguá, la prisión-exilio en el Mediterráneo, la fuga de aura internacional, el matrimonio y la paz en Costa Rica, el tocayo Martí –único– que logra “sacarlo de su nido de amores”, Duaba, el precipicio y la odisea hercúlea, la resurrección en Arroyo Blanco, La Mejorana, el Dios de la guerra en el lomerío oriental… Una existencia homérica apretada en un suspiro.

Controversias sobre el final

Era su herida 19: otro titán. La marca de los Maceo. Con la muerte alojada en el cráneo, mecánicamente la robusta figura se inclina hacia delante y desploma por la izquierda del caballo. La caída deriva en una contusión en la frente. El teniente Durruthy se abalanza a recogerlo, pero en el intento resulta herido en la ingle. Viene entonces en su auxilio el teniente coronel José León, quien junto a otros soldados logra poner encima del caballo al jefe desmayado y sacarlo de aquel lugar peligroso.

A partir de aquí, podríamos decir, sobre este episodio trágico en las páginas de la historia, se perfila un trébol de versiones e interrogantes. La primera y, por supuesto, la menos sostenible, se derivó de la propia trayectoria balística. El hecho fortuito de que el proyectil llegara por detrás fue aprovechado –por la propaganda enemiga– para engendrar el avieso rumor de que había sido asesinado por la espalda, en una emboscada traicionera; urdida entre cubanos por sus “diferencias” con García. Nada tan falaz y deleznable.

Quizá nadie sea más autorizado para esclarecer el asunto que Porfirio Valiente del Monte, médico y ayudante del General. Según escrito del propio doctor, a la altura de la finca El Aguacate indica bajar la improvisada camilla en la que retiran al León moribundo desde Loma del Gato hacia Ti Arriba.

La casona de Soledad de Ti Arriba, donde la mayoría de las versiones ubican la muerte. / Autor no identificado.

“Cuando fue posible detenerse en una curva del camino le practiqué la primera cura: de la herida se le extrajo una bala de plomo, que se veía superficialmente, e hice notar a los oficiales presentes, con profunda tristeza, la gran cantidad de pulpa cerebral que había perdido, esparcida por los alrededores de la herida, como en signo de muerte inminente”.

Los labios muestran una palidez marmórea, no hay brillo en los ojos, falta el calor en la piel… Aunque para varios a esa hora ya José era cadáver, el médico-militar, haciendo gala de su nombre, sustenta porfiado que las pulsaciones vitales no han desaparecido del todo, aún. ¡¿Consuelo?! Y continúan la marcha rumbo al cafetal Soledad, donde tenían entonces su cuartel general. “Allí murió el bravo General al trasladarlo a una cama que se le había preparado. Fue herido de once a doce, y expiró a las cuatro y veinte de la tarde”, sostiene Valiente en su relato.

Otros testimonios coinciden en que el fin del trance letárgico ocurre en la casona de Ti Arriba, pero fijan la hora aciaga de tres a cuatro. Entre estos, Lino D’ou, quien fungía como su ayudante y jefe de Despacho, refiere en un artículo –publicado en la revista Labor Nueva, en junio de 1916– que José cayó mortalmente herido a las 11 de la mañana, y que “a las 3 y 20 minutos de la tarde expiró entre la infinita tristeza y la extraordinaria consternación de los que lo rodeábamos”.

Resumiendo, la herencia de tales contradicciones en torno al sitio exacto y al intervalo puntual del deceso, no hace más que confirmar el axioma del criminalista francés Edmon Locard: El tiempo que pasa es la verdad que huye.

Comoquiera que fuera, Porfirio Valiente decreta con voz temblorosa: “el mayor general José Maceo… ha muerto”. No por esperada la novedad abate menos a los bravos allí presentes. Sordas emociones se agolpan en los pechos que no tiemblan ante las balas, pero que ahora tremolan de dolor ante el ocaso del caudillo que creían inmortal; y hasta lágrimas furtivas hacen parecer más metálicas aquellas mejillas curtidas. Los guerreros también lloran. Más que un cabecilla autoritario y brutal ha caído un líder íntegro, un estratega, un hombre sincero…

En el parque-monumento de Loma del Gato no falta el homenaje puntual a su memoria. / Autor no identificado.

Esa misma noche se reúnen los generales y miembros del Estado Mayor para conferenciar sobre la dramática situación y definir dos cuestiones imperiosas: qué hacer con el cadáver y quién asume el mando interino de las fuerzas. El general Matías Vega propone que sea Periquito Pérez, por ser el más antiguo, quien se haga cargo. El general Agustín Cebreco, a pesar de tener méritos suficientes para reclamar la jefatura, acepta sin objeción; confirmando el patriotismo y desinterés que caracterizó su vida revolucionaria. La lucha continúa.

El sendero de las tumbas

Abrazados a la pérdida, con caras plomizas, oficiales y soldados se turnan para cumplir guardia de honor junto al sol apagado, puesto en capilla ardiente en la propia casa de Soledad de Ti Arriba –convertida en museo desde 1988–. Un ambiente lastimoso domina el local.

El inmueble tiene el estilo típico de las fincas francesas dedicadas al café en esa serranía: paredes de mampostería (mezcla de piedra, cal y arena), corredores en sus cuatro lados, numerosos ventanales y sostenida por un muro de piedras que le da cierto halo de fortaleza. El piso interior es de caoba machihembrada y se eleva 20 centímetros del nivel de la tierra. Sala y pasillo-comedor con un elemento divisorio compuesto por cuatro pilares y terminaciones en arcos de medio punto, además de cuatro habitaciones-dormitorio. Todos los espacios se comunican entre sí. La rodea una amplia arboleda y se sitúa en la cima de una colina, desde la cual se divisa en ángulo ancho la comarca. Todo indica que había sido tomada como reducto transitorio por la ubicación estratégica y hallarse abandonada por sus dueños.

En la mañana del lunes 6 de julio de 1896, luego de concluir la velada mortuoria que duró toda la noche, llevan al muerto por 14 kilómetros hasta un bosque próximo a la finca La Cristina. A mediodía, con modestos honores militares se baja a un hueco agreste el ataúd de cedro (construido precipitadamente por Fulgencio Fernández, Bartolo Cuza y Leoncio Maurizet, miembros de su Escolta y Estado Mayor). En el enterramiento manigüero participa toda la tropa, en formación triste, y su banda-charanga toca por primera vez la marcha fúnebre compuesta a su memoria por el director Rafael Inciarte.

Allí se le deja, en la tierra húmeda; en una tumba indecorosamente anónima: sin cruz ni epitafio, ni siemprevivas, ni lágrimas de mujer. Es el precio que deben pagar los libertadores inmolados por la causa redentora. Mas, queda solo en apariencia, porque en el grupo hay hombres de armas tomar.

Inflamados por las imágenes melancólicas del jefe entrañable, Porfirio Valiente, Tomás Padró Griñán, Lino D’ou, Lorenzo González y otros oficiales cercanos, han maquinado la romántica idea de desenterrarlo y resguardarlo en otro sitio, a fin de impedir que, por alguna indiscreción o delación, acaben profanados o perdidos para siempre los restos gloriosos.

Como una especie de guardia juramentada, los patriotas se mueven amparados por la noche: abren el montículo, cargan el sarcófago, cruzan ríos y suben lomas. El sepelio de espectros llega hasta Campo Rico para confiar al prefecto Ñico Puerta dar nueva sepultura y custodia. El coronel Andrés Silva despide el duelo. Y en el bolsillo del pantalón del muerto dejan un águila americana (moneda de oro) como código secreto para certificar los huesos en el futuro.

Yace allí el héroe hasta que el 20 de septiembre de 1902, por iniciativa de su discípulo, el ya general Francisco Sánchez Hechavarría, devenido gobernador civil de Oriente, los restos son exhumados por el coronel Enrique Thomas, conducidos a la Escuela Pública No.1 de Songo La Maya y expuestos a los pobladores, antes de ser trasladados en tren a Santiago de Cuba.

El 9 de octubre, en un acto que conmociona a toda la ciudad –pues tras ser rescatadas, se daba apropiada sepultura a siete figuras caídas en los campos de batalla: los mayores generales José Maceo, Guillermón Moncada y Flor Crombet; el general de división Mariano Sánchez Vaillant; los coroneles Victoriano Garzón, Andrés Silva y el capitán Manuel Lico Bergues–, se materializa su última parada en el cementerio de Santa Ifigenia. En un terreno del patio D acontece su tercera inhumación. Mas no será la vencida.

Con motivo de la remodelación del camposanto, a inicios de 1944 se decide demoler la Tumba de los Mártires –como se llamó a la bóveda donde reposaba–, por contrastar llamativamente con el lujo del aledaño Panteón de las Fuerzas Armadas. En su lugar se erigiría el Retablo de los Héroes, obra de mayor simbolismo y belleza arquitectónica. Así que se extrae la urna, lo mismo que las demás, y cubiertas con banderas cubanas van a parar juntas a la oficina del administrador del cementerio, hasta ser reubicadas en el Panteón de las Fuerzas Armadas, el 25 de febrero.

La quinta ocasión sería otro movimiento interno. Los investigadores no han podido establecer la fecha exacta de la correspondiente exhumación, pero una carta publicada por el periódico Oriente del 8 de diciembre del propio año, hace presumir que se ha producido, pues las urnas vuelven a citarse en la administración de la necrópolis, en espera de su última morada. La misiva, fechada el día anterior, va remitida al presidente Grau San Martín en los términos siguientes:

El que suscribe, Ambrosio Garzón Orozco, hijo del Coronel del Ejército Libertador Victoriano Garzón, hace constar su más normal protesta por la situación de abandono en que se encuentran los restos de 29 libertadores, de hombres que todo lo dieron por hacer libre e independiente nuestra patria y que se encuentran en dos cajas de mármol y 27 cajas de latón oxidadas, en las oficinas del Cementerio Municipal de esta ciudad debido, según informes que han llegado, a que se ha agotado el crédito que se consignó para hacer la construcción del Panteón de los Veteranos.

Si tomamos en consideración que entre los restos se hallan hombres como José Maceo, Guillermón Moncada, Victoriano Garzón, Flor Crombet, Francisco Portuondo, etc., usted podrá medir el alcance de este abandono que constituye una vergüenza para nuestra población y para Cuba entera. Por tanto, pido a usted, como hijo de libertador y para reparar esa vergüenza, que sirva disponer el crédito necesario para la construcción del Panteón y que puedan descansar tranquilamente en el mismo los que todo lo dieron por hacernos libres e independientes.

En el Museo Bacardí se conserva el sombrero de Panamá con la huella tétrica de la muerte. / IGF.

Después de una dilatada espera, la mañana del 7 de diciembre de 1945 –atendiendo a la luctuosa conmemoración–, en pomposa ceremonia a la que asisten familiares, autoridades civiles y militares, son colocadas finalmente las osamentas de los próceres en el flamante mausoleo (donde aún se hallan). Desde la jornada anterior había comenzado el tributo, cuando las cajas fueron llevadas en armones desde Santa Ifigenia al Palacio de Gobierno Provincial para recibir en capilla ardiente los debidos honores marciales y el tributo del pueblo santiaguero.

Pocas veces ocurre que, tras morir alguien, sean necesarias cinco tumbas. (Aun así, en la historia de Cuba tenemos los sobresalientes casos de Martí, con cinco inhumaciones; Céspedes, con cuatro; y Mariana, con tres). Pues José tuvo cinco entierros en casi 50 años.

Y lo más curioso es que tendría un sexto –si no es récord, sería cuando menos; un final inverosímil–, el día aún insospechado en que se le traslade a la tumba erigida hace unos tres años en el espacio que antes ocupó la de su madre Mariana. Este nuevo panteón, a la vez de admirarse con mayor facilidad por el público, servirá para que se le prodiguen homenajes dignos de su relieve histórico.

Con el morir, la vida

José Marcelino Maceo Grajales –hijo de león y de leona, al decir del Apóstol, quien lo apreció como amigo– hilvanó una biografía de película. El prólogo se remonta al 2 de febrero de 1849 en Majaguabo, San Luis.

Su epíteto no fue casual. Era lo que un típico rey felino: temperamental, intrépido, tenaz, ingenioso, cascarrabias, orgulloso, pragmático, de anatomía imponente, aparentemente invencible, en perpetuo peligro y hermoso de contemplar.

Era de rostro adusto, zurdo, francotirador, gagueaba y más si se molestaba, rumboso, mujeriego, fumador de tabaco, exigente y a la vez tierno –según sus soldados– como un padre. Mostró madurez política, cierta educación y sensibilidad artística –al punto de incorporar a su tropa una de las poquísimas bandas de música del Ejército Libertador–; era temerario y espontáneo. Sembró afectos y ganó detractores. De él podría decirse cualquier cosa, menos que fue cobarde y traidor. Fue todo virtud y tacha, digno de lo humano y lo divino.

Tumba en la que deben reposar definitivamente sus restos. Al fondo el Retablo de los Héroes, donde aún esperan. / IGF.

Sobre él sentenció el Generalísimo, quien no regalaba glorificaciones: “Era preciso haber conocido bien a fondo el carácter de aquel hombre sin dobleces y de rústica franqueza, para poder estimarlo y estimar su cariño cuando lo demostraba. El General José Maceo era todo verdad y por eso para muchos parecía amargo. Descubrí en él la grande y noble gratitud del león que la historia cuenta, y entendí la grandeza de su valor admirable e intrépido cual ninguno, por su generosidad y su amor a las mujeres y los niños”.

Mientras el general Antonio, apesadumbrado como nadie por la ausencia, nunca dejó de ponderar: “Vivo por mi hermano José”, en profundo agradecimiento a cuando este le salvó la vida en Mangos de Mejías, en 1877.

José, eterno indómito, ansiaba caer como caían los de la estirpe Maceo Grajales: heroicamente, en combate por Cuba Libre.

Recuadro: ¿Cábalas? del héroe

-Inicio y ocaso en Ti Arriba: su bautismo de fuego –octubre de 1868– y su muerte –28 años después– se produjeron en la misma zona.

-Ingresó en el Ejército Libertador a los 19 años y 19 fueron sus heridas de guerra. Otro titán.

-Murió un día cinco, tuvo amoríos con cinco mujeres y fue enterrado cinco veces en cinco décadas.

-El León cayó, felinamente, en la Loma del Gato.

Fuentes consultadas:

________________

José Maceo. El León de Oriente, de Manuel Ferrer Cuevas; Papeles del teniente coronel Lino D’ou, de Lino D’ou; y en Aproximaciones a los Maceo: Los cinco entierros de José Maceo, de Alexis Carrera Preval; y La cultura en el mayor general José Maceo, de Ismael Sarmiento.


CRÉDITO PORTADA

José Maceo, sentado al centro, en plena manigua junto a miembros de su tropa. / Autor no identificado.

Comparte en redes sociales:

2 comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Te Recomendamos