La claque oficial de Europa del Oeste parece haberle tomado el gusto al papel de escudero que Washington le ha reservado en la historia
Se concluye que las matemáticas son exactas y permiten ver lo que se suma… y lo que se resta. Listemos pues aquello que los guarismos han añadido a favor o en contra (según la percepción de cada quien) de una Europa Occidental que se ha tragado desde hace mucho lo que le fue impuesto y que, aun con el pretendido final del comunismo soviético, ni pensó en sí y ni por sí misma, a tono con una dirigencia regional que optó por seguir arrebujándose bajo la tutela de quien decía protegerla del extinto “poder rojo”.
¿Acaso fue bueno y plausible entonces secundar el hegemonismo estadounidense a inicios del siglo XXI en la invasión a Afganistán e Irak bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo? ¿Involucrarse en desmembrar a Yugoslavia también bajo mandato y guía gringos? ¿Destruir a Libia e intentar lo mismo con Siria? ¿Alinearse sin chistar en la negada pero real marcha al Este de la OTAN, sumando adeptos del ex campo socialista europeo y anulando añejas neutralidades? ¿Amenazar las fronteras rusas con el Maidán ucraniano orquestado en vivo y en directo por Washington (preguntarle a la hoy renunciante Victoria Nuland), aupando el subsiguiente golpe de Estado en Kiev y la nazificación y militarización de aquel país, y burlarse –diciéndose garante– de todo acuerdo para la solución negociada previa a la inminente respuesta defensiva del Kremlin?
¿Qué añadió en su beneficio el Oeste de Europa rompiendo sus equilibrados y esenciales lazos energéticos y económicos con Rusia y cuestionando los que le van quedando con China, solo para depender de los suministros caros y lejanos de los avaros monopolios norteamericanos, como siempre pretendieron la Casa Blanca y su Departamento de Estado?
¿Incrementó la UE su fuerza e influencia al desangrar sus finanzas y sus arsenales para remitirlos al horno candente de la guerra ucraniana y dedicar ahora presupuestos que no tiene a comprar armas Made in USA,o a inflar las de manufactura propia para su “defensa” y para seguir jugando la perdedora carta de Kiev frente al inducido fantasma del “expansionismo putinista”?
¿Qué de bueno le aporta ahora mismo al Viejo Continente un Emmanuel Macron con bicornio napoleónico inventando la desatinada y loca entrada de tropas de la OTAN en Ucrania, o la tragicomedia de Ursula von der Leyen llamando a “jugarse el todo por el todo” por Zelensky y militarizar las economías comunitarias, en su intento muy particular de ser reelegida como presidenta de la Comisión Europea?
Y es que no puede pasarse por alto que, por descabellado que sea, dejarse mangonear por el dueño de la fusta y asumir su mandato sin chistar ni discurrir, ya es costumbre instituida entre los “demócratas” del poniente europeo.
De lejos vienen los arreos
Lo evidente es que desde la Doctrina Monroe, de inicios del siglo XIX –aquella de “América para los (norte) americanos”– hasta la burda implicación directa de los miembros de la Unión Europea y la OTAN en la debacle militar ucraniana de ahora mismo, los poderes fácticos estadounidenses no han hecho otra cosa que usar y neocolonizar a sus impares del otro lado del Atlántico, a la usanza de sus repetidos métodos impositivos con las tituladas “repúblicas bananeras”.
Añejos imperios globales, coronas de lustres patrimoniales y ancestrales culturas embebidas de orgullo y aires de predominio han sido reducidos a meros cofrades obsequiosos e irracionales del poder central gringo, en una noria donde no es difícil demarcar tan bochornoso papel de instrumentos, blancos y tapaderas para un coloso con huracos que no vacila ni vacilará en descartarles sin escrúpulo alguno una vez cumplidos sus sueños de señorío absolutista a escala global… y aun antes.
En pocas palabras, que si para buena parte del mundo no es ni sería hoy nada halagüeña la dolosa preponderancia autocrática estadounidense que obsesiona a los clanes de poder, tampoco lo es objetivamente para la Europa comunitaria y otanista, asunto de neta lógica a pesar de las lagunas mentales y los miedos terribles de su burocracia oficial domesticada e incapaz de responder a los verdaderos intereses de sus ciudadanos.
Recordar entonces que en 1823 el presidente James Monroe prestó su apellido a una proclama arriesgada. Con las alas en pleno despliegue, el águila calva daba su primer salto del nido. A la sazón, se le advirtió a la Europa desembarcada en el Nuevo Mundo en las naves de Cristóbal Colón en 1492 que “a partir de ahora” su presencia en estos patios era indeseada y que Washington haría todo lo posible e imposible para ser el mandamás sustituto.
Así, desde esas fechas la ofensiva incluiría la ácida competencia entre la naciente potencia global con su ideología y mística egocéntricas, y cuasi divinas, y un Viejo Continente mellado por guerras sectarias dentro y fuera de sus fronteras.
Los réditos más inmediatos para USA serían, junto con el derivado del genocidio indígena en la marcha colonizadora hacia el Oeste y del robo mediante la guerra de la mitad de México, la compra de territorios bajo tutela europea en América del Norte (Luisiana y Alaska), la incorporación de la Florida a cuenta de Madrid y la provocada cabalgata bélica de finales de siglo (Cuba mediante) contra una achacosa España, que le sumó el control sobre el Caribe y Filipinas.
Llegaría el siglo XX y Europa no salvó sus diferencias internas entre poderes regionales ocupados en una violenta rapiña. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue el otro gran agujero en las velas del crujiente navío continental. Los Estados Unidos, neutral mientras les convino, sacaron una gran lasca de aquella primigenia gran hecatombe. Negociaron con unos y otros oponentes hasta que entendieron llegada la hora de sumarse al bando más inclinado a la victoria, y emergieron del conflicto como una desafiante fuerza expansiva cuyo territorio y economía no sufrieron ni un pellizco frente al destroce europeo.
Apenas dos décadas después del primer desastre bélico global, aquellas aguas, agitadas otra vez por los mismos poderes europeos incapaces de engranarse, y ya con la espina de la indeseada existencia de la URSS como primer Estado de obreros y campesinos de la historia, empujaron otra vez al Viejo Continente a trocarse en renovado escenario fundamental del segundo y mayor conflicto militar registrado hasta hoy en la historia humana.
Para Washington el camino no varió demasiado su compostura. Neutralidad declarada, comercio lucrativo con las partes enfrentadas y entrada en la disputa cuando un Japón, ligado al fascismo germano e italiano, cometió el desliz de atacar a la flota gringa en Pearl Harbor, hasta entonces un paradisíaco puerto militarizado por USA en el también tramposamente anexionado Hawái.
Incorporados (sin mayores opciones) al bloque antihitleriano junto a Moscú, finalmente Washington y Londres remitieron sus tropas a suelo continental europeo con la tardía apertura del Segundo Frente y luego de haber dejado caer premeditada e inútilmente sobre la URSS todo el peso de lo más selecto de una maquinaria militar germana triturada en términos decisivos por la Gran Guerra Patria del pueblo soviético.
Y en el nuevo mapa posbélico, sobre un occidente euroccidental devastado, el coloso del otro lado del mar colocó definitivamente sus posaderas como gran tutor, presunto gentil prestamista y acreedor, y bastón ocasional para la renquera de los venidos a menos por mala cuenta propia.
El Plan Marshall, en lo económico y financiero, vendido como el mágico artefacto para la recuperación europea, junto con el temprano nacimiento de la belicista OTAN para enfrentar el “peligro comunista” soviético y del novato campo socialista del Este, lograron para Washington un poder integral sobre las raídas viejas potencias del Oeste, incluida, en nombre de la “defensa colectiva”, la presencia de un rosario de agresivas bases militares norteamericanas dispersas por toda la geografía “aliada”.
Marcas nefastas
No obstante, ese proceso neocolonizador sobre Europa del Oeste generó ojeriza entre algunos que no olvidaron fácilmente sus pretendidas añejas glorias y personajes como el presidente galo entre l958 y 1969, el general Charles de Gaulle (qué diría hoy de Emmanuel Macron), junto con otros contados iluminados, no solo manifestaron sus reservas y temores por la excesiva dependencia del Viejo Continente con respecto a su pretendido mecenas, sino que estimularon, aunque sin mayor éxito, iniciativas destinadas a recuperar cuotas decisivas de autodeterminación política, económica y militar para la región.
Lógicamente, los Estados Unidos no vieron nunca con buenos ojos amagos de semejante talante, por ello no comulgaron con la creación de una entidad comunitaria europea, con una disidencia castrense con respecto a la OTAN, y con un desarrollo industrial y comercial europeo fuera del control básico Made in USA.
La Guerra Fría resultó por demás otro chantaje a Europa Occidental, e incluso su mutación en posible pira inicial y totalmente desechable en un conflicto nuclear con Moscú. En el contexto de su presencia en la OTAN, no pocos países del poniente europeo multiplicaron y ampliaron las prerrogativas militares de USA, y dieron albergue a arsenales tácticos y estratégicos de reserva, instalaciones de espionaje y detección antimisiles y en su momento hasta armas y portadores nucleares gringos, sin olvidar artefactos tan criminalmente sofisticados como la bomba de neutrones de finales de la década de los 60, destinada a matar seres humanos y conservar bienes materiales como botín.
¿El Plan del Pentágono? Forzar la primera respuesta militar atómica del Kremlin sobre Europa del Oeste y ganar tiempo para golpear a la URSS y disminuir o anular su represalia contra los Estados Unidos. En pocas palabras, sacrificar al rehén para intentar calcinar al gran enemigo sin enfrentar las consecuencias de su furia… y que pague el bobo en un plan que nunca, y hasta ahora mismo, ha sido desechado.
De socio… muy poco, o nada
El viejo fundamento de las relaciones EE.UU.-Europa Occidental no cambió en la estrategia oficial gringa con el descalabro de la URSS. Así, en la nueva pretendida era de un mundo “basado en (mis) normas”, el Viejo Continente siguió y sigue siendo el mismo churro en la óptica del hegemonismo de factura estadounidense.
No han sido pocos los “encontronazos” entre ambas partes, porque la competencia productiva, financiera y comercial de una Europa comunitaria, o de sus miembros más sólidos, digamos Alemania, rascó la pared del monopolio norteamericano en ciertos renglones industriales y agrícolas y en trámites mercantiles y bancarios, a diferencia de lo ocurrido con la OTAN, en la cual el mando central y las decisiones clave no traspasaron ni traspasan los férreos límites del absolutismo del Pentágono, ni de las prioridades externas de la Casa Blanca.
El oeste europeo ha debido escuchar, incluso, con ojos gachos, la obscena reprimenda de un presidente de ego exuberante como Donald Trump, catalogándolo de banda de aprovechados bajo el ala gringa, y demandándole que si quieren “protección” hay que pagarla; por lo tanto, a hurgarse los bolsillos, sonada exigencia que –ya se anuncia– tendrán que tragarse otra vez en silencio como años atrás, con el posible retorno del magnate inmobiliario neoyorquino a la Oficina Oval a finales de este mismo 2024.
Es que la definición oficial norteamericana de los vínculos con Europa Occidental solo admite la subordinación en términos incondicionales, y todo escenario se fabrica y procesa bajo tales premisas. Ver la trama ucraniana.
Igualmente, vale insistir, desde el colofón del pasado siglo, y hoy con el demócrata senil Joe Biden en la Oficina Oval y su piquete de aguiluchos titiriteros del Departamento de Estado y la consejería de Seguridad Nacional empeñados en hacer gloria, Washington birló, con el absurdo y contraproducente consentimiento del poniente europeo, la promesa a la extinta URSS de no mover las fronteras de la OTAN hacia el Este, y las tratativas Minks 1 y II para evitar una respuesta armada de Rusia a semejante dislate.
Añádanse la preparación y ejecución del golpe de Estado de 2014 en Kiev, la glorificación del nazismo y el revanchismo a escala nacional, y la fascistización de las Fuerzas Armadas ucranianas, junto con el vaciamiento de los arsenales y las arcas occidentales para intentar vanamente apuntalar a Volodimir Zelenski en la obsesión de desgastar y hundir al gigante euroasiático en medio de su operación militar especial.
Si se adiciona a esa ejecutoria el voluminoso paquete de sanciones económicas, comerciales y financieras aplicadas inútilmente contra Rusia, pero sí seriamente lesivas para sus propios gestores, entonces se tendrá la medida exacta de la sarta de absurdas tropelías en que se ha liado irresponsablemente el Oeste de Europa por asirse a la cola de los hegemonistas estadounidenses.
Esfuerzos vanos que no pocas voces globales, incluido hasta el mismísimo Donald Trump, califican de inútil frente a una potencia que guarda en su historia la derrota del corso Napoleón Bonaparte y sus ejércitos invictos, y de un Adolfo Hitler que acarició el sueño de un paseo militar contra el bolchevismo y terminó cadáver bajo las ruinas de un Berlín en manos del Ejército Rojo en mayo de 1945. Ambos personajes que –por cierto– sí hicieron ripios en su hora de sus lustrosos vecinos occidentales.
Lecciones, no obstante, que no parecen ser rotundas para buena parte de la burocracia oficial del poniente europeo, autosaqueada hoy por su irracional involucramiento hasta el cuello en un conflicto al que fue designada en calidad de cómplice y posible futura línea de fuego, y más dependiente que nunca de un socio norteamericano que no puede ni podrá con Rusia, pero al menos se está anotando la ruina económica de un competidor largamente indeseado, su sujeción energética y militar (a precio de oro) a los consorcios gringos y su militancia en la irracionalidad política y estratégica. En fin, que el carnero –tarde o temprano– termina en la degollina.