Nostalgia del paraíso

¡Han pasado tantos años! Ni siquiera sé si los estudiantes de ahora van a trabajar al campo. Miro otra vez las fotos, el diario inconcluso en el que tú, sin saberlo, ocupaste unas cuantas líneas. Los goterones chocan contra la ventana. Desde el cuarto me preguntas sobre algo quizás extraviado. No sé qué responder.

Abro una página al azar. Vuelvo (un efecto similar al de la magdalena de Proust) a aquel verano de 1991 en Güines.

   Perros y guasasas comparten amistosamente en el comedor. De los primeros, los tenemos negros, mestizos, cremitas. Durante el día juegan frente a los albergues o cazan ratones en los platanales cercanos. En cuanto a los insectos… con una mano sostenemos la cuchara, la otra se mueve sin parar en el aire; somos directores de una orquesta gigante, silenciosamente monocorde.

También convivimos con un conejo, dos curieles, varias palomas y un lagarto que, según afirma mi amigo Jesús, tiene ojos tristemente humanos; la tristeza es posible, a nadie le gusta vivir enjaulado, ni siquiera en un campamento como El Paraíso. Sin embargo, nunca conseguiré humanizar a un reptil. Tal vez ahí radique la diferencia entre un periodista “objetivo” (yo) y un universitario poeta.

***

Mañana y tarde me lleno de tierra casi hasta la coronilla; en cuanto cae la noche, extrañándote, me sumerjo en la cama con este diario y un libro. Sobran para tan poco tiempo: Itinerario, de Ernesto Sábato; Poesía, de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Descubro a Lina de Feria, en A mansalva de los años; los cuentos de Augusto Monterroso; la Biblia.

Hace unas horas nuestra carreta se transformó en el Arca de Noé. Los estudiantes y sus “invitados” habíamos trabajado hasta las seis. Justo entonces, cuando subíamos al destartalado carromato, comenzó el diluvio. Truenos, relámpagos; lo habitual en tales casos. Viajamos en medio de la tormenta. Durante segundos estuviste conmigo, en mi mente, viéndonos ensoparnos, oyéndonos vociferar canciones de Silvio, el “ojalá pase algo que te borre de pronto…” y demás.

Hasta las botas podían exprimirse, imagínate. Nos quitamos aquella ropa y no sabíamos dónde colgarla. Convertimos los albergues en lodazales.

Ahora escucho a Víctor Manuel y Ana Belén. ¡Cuánta nostalgia de ti! Me espanta esta sensación.

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Alfredo me dejó leer uno de sus poemas. “Inconcluso y mal escrito”, se justificó. No importa. Quisiera crear al menos alguno parecido. Él es de segundo año. Seguro te caería bien. Le apasionan los trenes y está de pláceme: justo detrás de El Paraíso pasa la línea.

Ya conocemos los silbidos. Diferenciamos: este es de carga, aquel de pasajeros, aún sin verlos. Un decenio atrás los muchachos del pre de La Víbora pasaron aquí sus correspondientes 15 días en el campo. Cerca de los raíles murió un caballo. Para llegar a los sembrados debían caminar obligatoriamente por su lado. Así lo vieron desintegrarse jornada tras jornada. Una magistral clase práctica sobre el destino de la materia viviente.

Cada mediodía Alfredo y yo nos sentamos a conversar de literatura, bajo la sombra del apeadero. Es este un simple decorado, un set de televisión al aire libre, pues los trenes no paran aquí, sino en Palenque, poco más adelante. Los vemos pasar como los niños de finales del siglo XIX, entre alborozados y tristes; un tren que va a alguna parte, un tren que no nos lleva.

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No sé si arrancar la hierba con la cintura doblada, de cuclillas o gateando por el surco. A las 11 el vaho caliente sale del suelo, me sofoca. Pero sigo hasta la próxima mata, la siguiente y la de más allá.

El cuerpo se cansa y la mente se despeja. Tras el baño, el estado de auténtica beatitud, de reconciliación con la vida.

–Ustedes no son divertidos –se queja un estudiante de ingeniería que vino con su hermana. Lo dice porque bailamos poco. La gente se agrupa frente a los televisores, lee o desentona en coros alrededor de una guitarra de cajón.

Dormimos bajo el mismo techo mujeres y hombres. Las parejas unen literas y colchonetas. Nadie se escandaliza.

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Extranjeros, nos acompañan varios: cuatro franceses, dos coreanos, igual número de nicaragüenses, un venezolano, un chileno, otro brasileño. Aunque a los franceses les gusta cantar, nunca les he oído nada de su país. Tocan la armónica, la guitarra, con un ritmo que se pretendía folk y en realidad suena a blues, a country o a cualquier cosa; desafinan en inglés o junto a Arsenio tararean letras cubanas.

Marcio es de Río Grande do Sul. No cesa de hablar acerca del partido comunista brasileño y las dificultades para entrar allá a las universidades.

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Siempre lo imprevisible acecha a la vuelta de la esquina. Enviamos a Carolina al pueblo a comprar ron para la fiesta, había que celebrar: mañana retornamos a la ciudad. Apenas salió en el jeep, en lugar de jolgorio por poco debemos asistir a funerales.

Sentados en el polvo, junto al albergue, escuchábamos a la bella O’Connor. El mundo se había detenido, o al menos giraba en cámara lenta.

Sin avisar, la lluvia –cuánta perseverancia– se adueñó del escenario. La ignoraron los “deportistas”, en el terreno improvisado. Entonces cayó el emperador de los rayos, justo sobre el campamento, casi encima de sus cabezas. ¡Vaya susto! Se acabó el fútbol, por supuesto.

Y lo peor: afectadas las líneas, perdimos la corriente. Y sin electricidad no funciona la turbina, y sin turbina no podemos bañarnos. El comer se transforma en un engorro. El campamento, en una aldea de la Edad Media. Adiós a la engañosa placidez.

***

Tres décadas. Se han esfumado en un tristras. Aquellos contratiempos hoy parecen juego de niños. Un trueno, otro. El caballito de la esquina, ¿¡explota!? Salto en la butaca, el diario cae al piso. A oscuras ha quedado el apartamento; la cocina toda revuelta. En el cuarto, tú increpas a la mala suerte. Nuevamente el imperativo de “resolver”. Los dioses juegan con la tierra y los hombres, diría un escritor de antaño.

¿Qué nos queda? Respirar bien hondo. Encender la última vela. Recuperemos el cotidiano ritmo.

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