Ocaso de un polaco en Guanabacoa

Un día como hoy rindió su último combate el mayor general Carlos Roloff, ejemplo de internacionalismo en la historia de Cuba


Sus últimos días los pasa en el seno de las frondas vecinas y la abstracción que le ofrece su acogedora quinta de Guanabacoa, a la distancia del vértigo citadino. Sufre el lento pero indetenible padecimiento que poco a poco le roe, en lo recóndito, la elasticidad de sus arterias.

En el juego de ajedrez halla su distracción favorita y su mayor complacencia en la estabilidad hogareña. Sale lo necesario. A nadie visita. Si acaso, asiste a algún que otro acto oficial. Tampoco está afiliado a ningún partido político ni agrupación social. Es, sencillamente, un general en retiro, un veterano de pie ante la Historia contemplando sus glorias pasadas, un guerrero con el alma incendiada por la derrota inminente; un hombre viejo ahogado en la desdicha.

No contaba a esa hora con soldados, ni fusiles, ni caballos. Mas sí tenía, por fin, tras larga ausencia llena de sacrificios y penas, la oportunidad de disfrutar a tiempo completo el calor de su leal esposa Galatea y de sus hijas, a quienes prácticamente no vio crecer.

Siete años atrás se había licenciado del Ejército Libertador con grado de mayor general y una sobresaliente hoja de servicios.

Veinte años atrás tenía la fortaleza y el ímpetu suficientes para realizar interminables viajes de un país a otro, de una ciudad a otra, colectando el sudor de los tabaqueros, organizando expediciones y sumando voluntades en la emigración para tributar a la nueva guerra que Martí organizaba.

Cuarenta años atrás poseía el temple para cargar al machete, resistir balazos y sobrevivir a las insalubridades y hambrunas de la manigua, durante una década de lucha. Bien ganadas las estrellas.

Había sido un hombre activo; eso fue antes. Las alegrías y proezas de antaño, todo lo pasado, solo cobran forma en arpegios de la memoria, inespecíficos y tenues como brisa nocturnal. Si acaso. Ahora está enfermo, vencido y sin remedio. Estoico afronta su calvario. Un héroe en el ocaso de su vida.

“Roloff lo hará todo”

Roloff, al centro, en los días de la Guerra Grande. Interesante y desconocida foto publicada por la revista Social en octubre de 1931.

Al principio no era cubano. Nació en la invernal Varsovia en noviembre de 1842 y bajo el nombre de Karol Rolow Mialowski. A Cuba no llegó desde la lejana Polonia sino de Estados Unidos, donde participó en la Guerra de Secesión.

Caibarién le abrió las puertas de la isla en 1865. En el costero poblado ubicado, al norte de la otrora provincia de Las Villas, fijó residencia y terminó vinculándose a la causa criolla.

Al respecto aporta algunas luces el relato del general Pablo Díaz de Villegas, testigo del alzamiento en la región: “La Junta [Revolucionaria de Las Villas] buscaba un militar que nos enseñara a pelear; cuando supo que en Caibarién existía un polaco que había servido como oficial en la guerra entre el Norte y el Sur, mandó a Luis Fernández para que le hablase y el General aceptó inmediatamente”.

La respuesta positiva del entonces tenedor de libros en los Almacenes Bishop ante tal proposición puede interpretarse como confirmación de su carácter internacionalista e ideología independentista. En El Cafetal es nombrado mayor general y jefe del Estado Mayor de todas las fuerzas de la comarca. Atendiendo a sus experiencias militares y a que la mayoría de los sublevados desconocía el arte de la guerra, probablemente Roloff significa para la revolución en el centro lo mismo que Máximo Gómez en oriente.

Las palabras dichas al propio Díaz de Villegas por Joaquín Morales, al ser titulado este último al frente del levantamiento, son elocuentes: “Me parece ridículo fungir de General en Jefe cuando no sé cómo se da una doble marcha. Esto es extremadamente bufo y solo lo he aceptado después de muchas súplicas, y por no hacerme pesado, y frente a la manifestación de que se necesita de que ese cargo lo ejerza un dueño de ingenio para infundir confianza a los propietarios y que los españoles no puedan decir que los sublevados son una turba de descamisados, ávidos de saqueo y además que no tengo qué hacer: porque Roloff lo hará todo”.

Durante el desarrollo de la Guerra de los Diez Años escolta a Carlos Manuel de Céspedes a la Asamblea de Guáimaro, pelea en cientos de combates desde Matanzas a Oriente, vierte su sangre, da riendas sueltas a la tea incendiaria, está entre los pioneros en emplear la artillería, se desempeña como jefe de comunicaciones y general en jefe de Las Villas, a finales de 1876.

Más allá de su probada valentía, ocasionalmente cae en las redes de la corriente regionalista y comete errores tácticos que motivan su cesantía en el mando de la Segunda División, pese a ser “un hombre muy bueno y honrado, lleno de los mejores deseos, pero que carece de ciertos dotes militares, digo, para esta especial clase de guerra” [de guerrillas], afirma Gómez al sustituirlo. Estos deslices, sin dudas, los rectificaría años después.

En carta fechada en septiembre de 1877, Roloff manifiesta su optimismo en el triunfo y la situación relativamente halagüeña de sus tropas, a pesar de no haber recibido apoyo –ni “una cápsula siquiera”, enfatiza– desde hace algún tiempo. Sin embargo, a esas alturas la moral ya está socavada. Sobreviene el Pacto del Zanjón, ante el que planta su dignidad de rebelde y se niega a aceptarlo; en cambio, solicita más recursos de guerra e intenta conectarse con la región oriental. Ya es tarde. En la zona de El Mamey, 38 días después de firmarse la capitulación, en condiciones precarias y sin esperanzas, es uno de los últimos jefes en colgar las armas.

De la tregua al 95

Figuración gráfica de otra importante expedición que dirige junto a Joaquín Castillo Duany, desembarcada por Banes, Oriente, en mayo de 1897. / Archivo.

Expulsado de Cuba, integra la diáspora que busca refugio en el exilio. Como buen patriota mantiene viva su fe en la victoria y se identifica con los diversos planes de reiniciar la lucha. Así sobresale entre los organizadores de la Guerra Chiquita y hasta el último instante –en que se declara frustrado el intento insurreccional– permanece varado en la vecina Jamaica, a la espera de la embarcación que lo traslade a la Mayor de las Antillas.

En 1881 se asienta en Honduras, donde -gracias a sus habilidades para las finanzas- consigue cierta posición como director del Banco Central del puerto de Amapala y constituye familia al casarse con Galatea Guardiola, hija del expresidente de ese país. Aun así, abandona las comodidades por el llamado martiano para incorporarse a la nueva guerra que está por comenzar. “Cuando se ha tratado en estos catorce años de tregua, de intentar algún movimiento reivindicador, Roloff ha estado en su puesto”; de tal modo resumía el Apóstol.

Junto al general Serafín Sánchez, se convierte en el más fervoroso colaborador de Martí en Tampa y Cayo Hueso, quehacer en que estimula el patriotismo de los tabaqueros y periodo en el que pasa necesidades, a pesar de los recursos que recauda. Mucho pudiera decirse de su labor forjadora en las estructuras de base del Partido Revolucionario Cubano. La suma de méritos tiene su colofón cuando se le designa al frente de la más grande expedición armada de 1895, que desembarca el 25 de julio en Tayabacoa, costa sur de Sancti Spíritus. Tal es el impacto de este alijo en el auge de la guerra en la región central que el Generalísimo lo valora como uno de los dos mayores éxitos de ese año.

Días después de su arribo lo nombran jefe interino de las fuerzas en Las Villas con el encargo de fundar el Cuarto Cuerpo de Ejército. Posteriormente, es designado secretario de la Guerra por la Asamblea de Jimaguayú y dos años más tarde Inspector General. En el cumplimiento de esas responsabilidades hace gala de su capacidad organizativa y no relega sus deberes como combatiente. A sus excelentes dotes de conspirador clandestino y jefe expedicionario se debe el arreglo y conducción con éxito a costas cubanas de otras expediciones valiosas.

Ante la compleja coyuntura del escamoteo de la independencia por la intervención estadounidense en el conflicto hispano-cubano, Roloff dice sentir abofeteada su dignidad de patriota. Y para cuando comienzan a avizorarse los reales afanes de los vecinos del norte expresa su absoluta inconformidad: “Se me hace muy duro creer que los americanos al fin procedan de manera tan bastarda, pero en realidad los síntomas no son buenos, pues estamos colocados en tal situación que como dice el adagio español no somos ni cidra ni limonada, ni nada”.

El más grande legado

Otro retrato poco conocido y uno de sus últimos. / Archivo.

A la luz de hoy se le conoce más por el majestuoso Índice del Ejército Libertador de Cuba. El libro que registra, en mil páginas, nombres y señales de los 69 715 mambises vivos al momento de consumarse el censo. En otras 262 hojas se relacionan los mártires. Esa obra colosal, publicada en 1901 luego de sortear no pocos aprietos, perdura como su mayor servicio a la patria adoptiva.

Él mismo no deja de reconocer que en la confección del registro se pudieran cometer pifias y hasta omisiones, por lo que afirma: “No abrigo la pretensión de haber realizado con este libro una obra grandiosa, sino de haber cumplido un deber que lleva la satisfacción a mi conciencia”.

Vale apuntar que además de lo meticuloso y fatigoso de un acopio de información tan exhaustivo como este, en aquellos días de ocupación norteamericana debe enfrentar las presiones que le hacen con el propósito de que entregue los listados, con la evidente intención de agregar nombres de anexionistas, oportunistas y simpatizantes de los ocupantes que, en tres años y medio de encarecida lucha contra del dominio colonial, jamás habían batido el cobre.

Bien pudo haber cedido a cambio de algún beneficio personal, máxime si se tiene en cuenta que, a semejanza de incontables veteranos, pasaba graves privaciones: “[…] mi familia carece de todo y yo no tengo ni ropa que ponerme, ni siquiera el modo de conseguir con qué trasladarme de un punto a otro en solicitud de trabajo”, revela en carta a Gonzalo de Quesada.

Mas es tan alto su sentido del honor y respeto por el pueblo que lo ha abrazado como un hijo, que rechaza los actos de intimidación y sabotaje al censo y se mantiene leal a sus principios, procurando prestar un nuevo servicio a Cuba. “Ni aquí tengo modo de conseguir un centavo porque la República no lo tiene, y mi conciencia y dignidad patriótica no me consienten abandonar el puesto que desempeño para intentar algún negocio o trabajo, mientras no deje completamente lista la Estadística del Ejército”. Así de honrado y altruista era el general Roloff.

La palma sobre la sepultura

Vista panorámica del cortejo fúnebre al pasar por el Parque Central. / José Gómez Carrera/ El Fígaro.

Cuentan que el día de su nacionalización acudió, con su habitual andar pausado, al Juzgado de Guanabacoa. Allí solicitó y obtuvo la ciudadanía cubana a los 60 años.

Físicamente, era de estatura mediana pero fornida. Su cabeza, de proporciones regulares y redonda, estaba rematada por una anchurosa calvicie que iba desde las cejas hasta la coronilla. En cambio, lucía poblado bigote y barba desgreñada, que le eclipsaban la boca. Los ojos oscuros, una mirada penetrante. Vestía con sencillez. Sin prendas. Era serio, preguntón y prefería escuchar antes que hablar. Aunque emitía sus juicios sin rodeos ni reparos en el efecto que pudieran causar.

Espiritualmente, era humilde en sus aspiraciones. Honrado, abstinente. En tiempos donde otros prefirieron lucrar con los galones mambises, él rechazó ostentar su renombre. No le gustaba figurar. Era ajeno a aparecer en los periódicos. En marzo de 1901 fundó y dirigió la Tesorería General; eso no transformó la parvedad de sus bolsillos y la familia siguió subyugada por las necesidades.

En 1905 su salud da las primeras señales de debilitamiento. Dos años más tarde se ha agravado notablemente. El 17 de mayo de 1907 rinde su último combate el mayor general Carlos Roloff Mialofsky. Cae a las 11:15 de la noche, martirizado por la arterioesclerosis, según dicta la certificación facultativa.

Bienaventurado día aquel en que terminaba una agonía. Triste día aquel en que moría el gran mambí judío. Quién se aventuraría a discutir si fue polaco o cubano. Sería nimio discutir la “extranjería” de un hombre que entregó más de la mitad de su vida, severa y tormentosa, en favor de los destinos de Cuba. No en vano fue uno de los tres únicos no nativos –el Generalísimo dominicano y el boricua Juan Rius Rivera eran los otros dos– que podían aspirar a la presidencia de la República, según la Constitución de 1901.

Del vecindario guanabacoense es trasladado el cadáver hacia el Ayuntamiento de La Habana. Envuelto el féretro en la bandera tricolor, se le tributan los honores correspondientes a su jerarquía militar. Hasta el cementerio de Colón va acompañado el cortejo por compañeros de armas y numeroso público.

Ni siquiera tumba propia tenía. Hubo que inhumarlo en el panteón del general Calixto García. Catorce años después sus restos serían trasladados a nuevo sepulcro.

Al cumplirse el aniversario 105 del fallecimiento de Roloff, la embajadora de Polonia develó un monumento dedicado a su memoria en la necrópolis capitalina. El concepto escultórico, ejecutado en cooperación con el artista cubano Rolando Vásquez Fernández, está basado en el sable del gallardo mambí, cuyo original se encuentra en Caibarién, la misma localidad villaclareña que le abrió las puertas de Cuba.

De Carlos Roloff sentenció Martí: era un hijo fanático y errante de la libertad, y tenía bien ganada la palma sobre su sepultura.

La casa de Guanabacoa en época más contemporánea. Una tarja en la fachada indica su valor patrimonial. / Pedro Enrique Vasconcelos.

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