Como afirmó con absoluta convicción: “¡Hijo soy de mi hijo!/ ¡Él me rehace!”
Hoy no voy a imaginarlo con la real lozanía de los 170 envidiables años de edad que acaba de cumplir. Tampoco agitando las diminutas manos de bebé recién nacido, o los pequeños pies, dentro de la cuna, seguramente de madera o de finos tubos de metal…
No imaginaré hoy al niño José Julián Martí Pérez, nuestro, de todos, gimiendo mientras observa a un esclavo colgado en pleno monte, o tragándose él –nuestro ya entonces, sin saberlo, embrión de Héroe Nacional– su propio gemido a grillete y sangre en tobillo, allá en las canteras de San Lázaro… por el simple delito de amar a Cuba.
Tiempo tendré, también, más adelante, para evocarlo organizando la guerra necesaria con Máximo Gómez, o hablando con los tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso, o fundando el Partido Revolucionario Cubano y su vocero insustituible: el periódico Patria…
Es que hoy siento la enorme necesidad de verlo con su José Francisco Martí Zayas-Bazán (Ismaelillo, Pepe, Pepito) enhorquetado en hombros creyendo que cabalga sobre papá cuando en verdad es papá Martí quien cabalga sobre él, aferrado a las crines de ese verso o de esa prosa que el niño le arrancará sin compasión ni límite de pasión.
No sé en qué circunstancias, hora o espacio exacto, a la luz de qué vela o luna, habrá escrito todo aquello que hoy nos humedece pupila, acaso por la misma sensibilidad y sano orgullo con que a José Francisco se les aguaron los ojos, la primera vez –y muchas otras más– que leyó esta confesión:
Hijo:
Espantado de todo me refugio en ti.
Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti.
Si alguien te dice que estas páginas se parecen a otras páginas, diles que te amo demasiado para profanarte así. Tal como aquí te pinto, tal te han visto mis ojos. Con esos arreos de gala te me has aparecido. Cuando he cesado de verte en una forma, he cesado de pintarte. Esos riachuelos han pasado por mi corazón.
¡Lleguen al tuyo!
Desde luego, no será en ese Prólogo al poemario Ismaelillo donde Martí se nos desgarre, desprenda toda su sensibilidad y un amor hacia su retoño natural, divino.
Así lo percibo en pinceladas tan enternecedoras y profundas como estas, del propio poemario, que invito no solo a leer, formalmente, sino a interiorizar, a asumir, a sentir en latido propio:
¡Él para mí es corona / Almohada, espuela! (Príncipe Enano). Por las mañanas / Mi pequeñuelo / Me despertaba / Con un gran beso (Mi caballero). Cuando te vayas / Llévame, hijo / Lealtad te juro / Mi reyecillo / ¿Vivir impuro? / ¡No vivas, hijo! (Mi Reyecillo). Hijo, en tu busca / Cruzo los mares: / Las olas buenas / A ti me traen (Amor Errante). Es que un beso invisible / Me da el hermoso / Niño que va sentado / Sobre mi hombro (Sobre mi hombro). Tú flotas sobre todo / Hijo del alma…
Hoy quiero imaginar –y no es difícil– cómo marchaba ese pecho de padre cada vez que, por circunstancias de la vida, de la Patria, de su tiempo, Martí tenía que emprender viaje hacia otras tierras (se afirma que visitó alrededor de 70 países de Europa y América) y atrás quedaba el niño, regalándole un triste adiós con el bracito en alto o poniendo en vuelo desde la palma de su mano un beso para papá…
De ello, de su idolatría (correspondida, por demás) no tengo la menor duda. Basta leer lo que Martí le escribe desde Montecristi, República Dominicana, el 1° de abril de 1895, antes de partir hacia Cuba para incorporarse, junto a Gómez, “con todo” al campo de batalla:
“Hijo:
Esta noche salgo para Cuba: salgo sin ti, cuando debieras estar a mi lado. Al salir, pienso en ti. Si desaparezco en el camino, recibirás con esta carta la leontina que usó en vida tu padre. Adiós. Sé justo”.
Observen esas dos últimas palabras. No le pide más; solo eso.
Quizás muchos lectores desconozcan que cuando José Francisco sabe que su padre ha caído en Dos Ríos se le escapa a su mamá, se enrola en una expedición y, una vez en Cuba, se incorpora a las tropas del General Calixto García Íñiguez, en las que sobresale por su valentía y sencillez.
Cuentan que, en algún momento, le quisieron entregar, para él, a Baconao, el caballo de su difunto padre. Y el muchacho se negó a aceptarlo por considerar que no tenía las condiciones y méritos suficientes para tan alto honor.
Hoy no deseo figurarme a Martí muriendo, alcanzado por los proyectiles que dedos miserables pusieron en infeliz trayectoria a gatillo halado… No. Hoy prefiero verlo, clarito, a luz de vela, escribiendo y soñando para Cuba.