Un oasis entre libros

El libro estaba allí, parado tranquilamente encima del anaquel. Ocupaba una posición privilegiada, entre tantos otros títulos que dormían acostados uno al lado del otro. Parecía esperarme.

Después de la actividad infantil con lectura comentada a donde había llevado a mi hijo, la especialista de la sala juvenil de la Biblioteca Nacional José Martí se me había acercado. Quería invitarme a inscribir a mi pequeño para que pudiera llevarse libros a casa y explicaba cómo hacerlo:

–La próxima vez traes una foto del niño y su tarjeta de menor –dijo, y continuó aclarándome algo más que no alcancé a entender porque, a lo lejos, lo vi. El gallo de la portada me llamaba. Totalmente hipnotizada por el sinfín de recuerdos que vinieron a mi mente, asentí con la cabeza. Seguramente sonreí, mas continué mirando aquel texto de carátula azul celeste.

Sin espejuelos, no podía distinguir todas las letras a la perfección, pero no hacía falta: el título me lo sabía de memoria: La llave de oro o Las Aventuras de Burattino, de Alexéi Tolstói. Aquel libro me había ayudado a crecer y, al mismo tiempo, a proteger la parte más valiosa de mi infancia: la imaginación.

En las tardes de insoportable calor veraniego en el oriente de Cuba, cuando el aburrimiento rondaba el barrio, marcado por los apagones o por la falta de televisor en mi casa, me sentaba en el sofá de mi abuela a leer y releer los pasajes de aquellas gruesas páginas de letras grandes, muy cómodas para disfrutar unos cuantos capítulos sin parar. Entonces me preguntaba cómo era posible que un libro pudiera tener dos títulos y de qué manera una niña lograba que su cabello fuese azul.

También practiqué varias veces los estornudos de Carabás Barabás, imaginando lo furioso que se ponía cuando lo interrumpían entre uno y otro. ¿Y una planta de donde naciesen monedas de oro? Todo me parecía terriblemente loco y, a la vez, posible. Me tragaba el cuento, y quería saber más. Después de varias lecturas, aun enterada de lo que sucedería, continuaba leyendo como la primera vez. Aquello era amor, porque libros tenía a montones para escoger.

Salvé la distancia de unos cinco metros hasta el otro extremo de la sala, me acerqué lentamente y le acaricié el lomo, como si saludara a un viejo y gran amigo. Me senté al lado de mi hijo y comencé a leerle, marcando los matices de las voces, sobre todo la chillona vocecita del madero. Mi pequeño escuchaba en silencio, pero sus pensamientos andaban por otros lares. La historia parecía no atraerle. A él le interesaban más libros de animales y uno didáctico sobre cómo son los músculos del cuerpo humano, que había acercado a la mesa.La llave de oro o Las Aventuras de Burattino era mi historia de amor infantil con un libro, no la suya. Y lo entendí. Dentro de unas cuantas décadas me gustaría saber qué historias, qué textos habrán marcado su vida.

Por lo pronto, me dediqué a mirar cómo hojeaba un libro, lo dejaba sobre la mesita, subía a la escalera y curioseaba en la parte superior de un estante buscando otros, bajaba y lo abría… Para él, su primera visita a la biblioteca era todo un descubrimiento, como lo había sido también para dos pequeños que viven en una finca en Artemisa y aprovechaban su estancia en la capital para conocer aquel maravilloso lugar donde las mariposas de papel podían volar con gracia similar a las de verdad, que habían visto cerca de su casa, y donde una bibliotecaria llamada Tania sacaba magia de las páginas de un libro.

Mientras veía jugar con sus mariposas a niños y niñas, como si se conocieran de toda la vida aunque acababan de verse, pensé que había llegado hasta aquel sitio para complacer a mi hijo sin saber que el regalo me lo estaba haciendo a mí misma. La sala infanto-juvenil de la Biblioteca Nacional José Martí es un oasis de paz, ternura y cultura, en medio del bullicio, la descortesía y todo lo que nos satura. ¡Y totalmente gratis!

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