Foto. / Cortesía de Álvarez Blanco
Foto. / Cortesía de Álvarez Blanco

Hay muertos que no caben en sus tumbas

El teléfono repicaba sin cesar con un timbre de súplica. Llamaban para avisar que habían matado a José Antonio, cerca de la Universidad. En ese minuto, doña Concepción Bianchi Tristá no estaba en la sólida casona –hoy museo y Monumento Nacional– número 240 de la calle Jénez, en Cárdenas.

Algunas pesquisas históricas indican que la trágica noticia sorprendió a la madre en un comercio local. Me figuro que al enterarse haría un breve mutis de espanto, y una mueca de angustia iría desluciéndole el rostro; sentiría que esas palabras siniestras se le incrustaban en el corazón como ráfagas de balas. Las mismas que habían acribillado al hijo.

–“¿Será posible, Dios mío…?” –habrá exclamado, sobrecogida, en dramática y típica reacción. Lo primero ante una muerte repentina es la sensación de irrealidad. Un silencio bruno e instantáneo parecería lo único vivo a su alrededor. Quizás tuvo que esperar a que la tormenta de lágrimas formada en la garganta rompiera en los ojos para volver en sí y decidirse. Debía salir para La Habana, a toda prisa; a reclamar el cadáver amado.

Acosada por la tensión y el reloj, la matrona se vistió de dolor; en la mano izquierda el devoto rosario, para pedir la intersección de la Virgen María por el alma del hijo malhadado; y en la derecha el sedoso pañuelo, para mantener la dignidad de sus mejillas y encubrir los suspiros. Era el 13 de marzo de 1957. Miércoles.

Pañuelo en mano, Concepción Bianchi trata inútilmente de contener el llanto por la pérdida del primogénito. / Eladio Quilez

Un tiempo que no tuvo fin

Ese Día del Arquitecto (desde 1935), el estudiante de Arquitectura, carismático líder de la FEU y secretario general del Directorio Revolucionario, mediante las ondas de Radio Reloj –a las 3:23 de la tarde– asaltó el éter por unos segundos y por siempre la historia. Con voz palpitante y lúcida llamó al pueblo de Cuba a la insurrección. En operación cronometrada, un comando suicida intentaba ajusticiar al tirano en su propia madriguera del Palacio Presidencial. Tras su alocución, partió al acuartelamiento en la Universidad de La Habana.

Sin embargo, el encuentro fortuito y frontal con una patrulla, cuando el Ford (de dos colores y matrícula 37-222) en el que viajaba junto a un puñado de enardecidos colegas cruzó L por Jovellar, dio un timonazo al rumbo de los acontecimientos.

El episodio es bien conocido. En acto temerario, José Antonio, quien nunca tuvo miedo, se abalanzó hacia la perseguidora disparando su pistola Star. Con una rociada de plomo ripostaron los guardias despavoridos. Cayó herido. Volvió a pararse sobre sus rodillas. Era un valiente. Sacó un revólver que portaba a lo vaquero en la cintura y tiró. Otra ráfaga a boca de jarro lo derribó, definitivamente, a las 3:45 de la tarde.

José Antonio Jesús del Carmen Echeverría Bianchi, afectivamente llamado “Manzanita” o “El Gordo”, de 24 años, sonrisa infantil, cara toda bondad, imán de juventud, carácter inquieto, bizarro, enamorado; fanático del Benny Moré, del deporte, las artes y la filatelia, estaba inerte. Al menos cuatro fotografías –a juzgar por sus ángulos– han trascendido como testimonio gris de la desolación en que quedó: sobre su costado derecho, a medio metro de la acera, en un charco de sangre que manchaba el pavimento, con la cara y el pecho constelados a balazos.

Al parecer fue a las 5:30 de la tarde cuando levantaron el cuerpo. / Tirso Martínez

Su gruesa entidad permaneció tirada en la calle hasta adquirir la rigidez cadavérica. Un tiempo que no tuvo fin. Fue trasladado al necrocomio y después a la funeraria de Zapata y 2. Allí, en la capilla donde también yacían Menelao Mora, Carlos Gutiérrez Menoyo (caídos en el asalto a Palacio) y Pelayo Cuervo (asesinado), lo halló desnudo, en una camilla, Naty Revuelta, integrante del Frente Cívico de Mujeres Martianas.

Ya en la capital, para la familia Echeverría-Bianchi las horas sucesivas fueron de ansiedad atroz y múltiples gestiones para rescatar el cadáver y sepultarlo en tierra natal. En la espera, cientos de personas se reunieron en el exterior de la funeraria, aun cuando estaba militarizada.

Pasadas las 3:00 de la tarde del 14 de marzo fue liberado por fin el cuerpo. Mas, cuando todos presumían unas pocas horas de capilla ardiente y un acto de inhumación a la siguiente mañana, el salvoconducto se dio con la condición de efectuar el entierro inmediato.

Como a las 5:30 inició el funeral. En hombros, sus compañeros universitarios cargaron el ataúd hasta el carro fúnebre. Las autoridades dieron vía libre a solo seis autos –unas 15 personas entre familiares y cercanos– para participar del traslado hasta la Ciudad Bandera, distante 145 kilómetros al este. Sin embargo, los dolientes no pudieron acompañarlo desde la funeraria, como era usual, sino desde la Calzada de Managua.

Compañeros de la FEU cargaron el féretro hasta el carro fúnebre. / Cardoso

En la llama del entierro

La ciudad de Cárdenas, al momento de llegar el luctuoso cortejo, estaba sin electricidad. A todas luces querían evitar que el pueblo se sumara al homenaje del hijo predilecto. Cerca de las 8:20 de la noche, los pocos allegados permitidos cruzaron el portón del cementerio municipal. La fría luz de la luna hacía chispear el metal de los fusiles y revelaba las siluetas de 80 o 90 guardias agazapados que junto a las sombras marmóreas y al olor a flores de difunto, redondeaban un deprimente escenario de amenaza y turbación para los presentes.

–“¡Esta gente le tiene miedo a José Antonio hasta después de muerto!” –susurró el primo Eugenio Lopategui al oído de su esposa Eva López.

“[…] sin un cirio de ritual como hicieron por siglos nuestros ancestros y solo con un breve y atropellado servicio religioso descendió a su tumba poco después de las 8:30 de esa noche. Y no como se anunciara en toda Cuba, sino en medio del tétrico silencio de un puñado de familiares y amigos, a la pálida luz de una luna piadosa y algún reflector ocasional. Siendo medularmente civil fue enterrado, por ironía del destino, en medio de armas montadas espectacularmente”. Así describió el doctor Alejandro Portell Vilá en la primera plana del rotativo La Antorcha, el 18 de marzo de 1957.

Orden de enterramiento. / Cortesía de Álvarez Blanco

Bajo el vaporoso resplandor de faroles “camaroneros”, los enterradores colocaron el féretro sobre el del hermano –Alfredito, muerto un año antes en un accidente de tránsito–, en el panteón familiar; ubicado en la segunda manzana izquierda de la calle Primera, entre B y C, del camposanto. La tumba había sido preparada poco antes, a la carrera y bajo el sol, por el buen sepulturero Rigoberto Febles.

Estos y otros detalles pueden obtenerse en Subiendo como un sol la escalinata (Casa Editora Abril, 2009), biografía escrita por el historiador cardenense Ernesto Aramís Álvarez Blanco, que inspiró su título en un verso del poema de Carilda Oliver, es de lo más valioso entre lo publicado sobre el inolvidable joven.

Tarja milagrosa

Privados del postrero homenaje, coterráneos de diversos sectores acordaron dedicarle una tarja alegórica. Esto lo afirmó Roberto Iglesias Lorenzo, dirigente de la Juventud Ortodoxa, en carta remitida a Enrique de la Osa, jefe de la popular sección En Cuba, de BOHEMIA.

Primera hoja de la carta original de Roberto Iglesias, que el historiador Ernesto Álvarez ha compartido generosamente para los lectores de BOHEMIA. /Archivo personal

“El relato de Roberto Iglesias, esbozado a pocos días del hecho, es un testimonio bastante confiable, y coincide con el que diera Nora Abelairas al profesor Eusebio Reyes, autor del libro Un corazón de oro cargado de dinamita”, considera Álvarez Blanco.

Justo él atesora el documento original, fechado el 2 de junio de 1957 y que –a pesar de evidentes errores ortográficos y mecanográficos– posee gran valor. “La carta fue celosamente guardada durante años por el periodista e historiador cardenense, Roberto Bueno Castán y, tras su fallecimiento, la familia me la entregó como parte de su archivo”, dice agradecido el acucioso investigador.

Según se explica en la misiva, cinco compañeras encabezaron la organización de la colecta para sufragar los gastos de la confección del libro (ascendieron a 75 pesos); mientras Alejandro Portell Vilá redactó el texto que llevaron al marmolista. Cuando estuvo listo, fueron a ver a la madre de José Antonio para expresarle la intención de dedicar una misa a su hijo en la Iglesia de los Hermanos Trinitarios, el domingo 26 de mayo y, posteriormente, depositar el tributo en la bóveda.

Concepción accedió, pero pidió llevar la lápida el día antes, a fin de evitar la posible represión policial. Así que, en la tarde del sábado 25 de mayo de 1957, un reducido grupo de familiares y amigos procedió a instalar el blanco libro con la inscripción:

A JOSÉ A. ECHEVERRÍA PORQUE FUISTE JUSTO, HONESTO Y VALIENTE EN MEDIO DEL FANGO QUE NOS AHOGA, TUS IDEALES PUROS SERÁN INTERPRETADOS Y MANTENIDOS EN LA LUCHA ENTABLADA POR LA JUSTICIA Y LA LIBERTAD QUE CUBA RECIBIÓ DE SUS LIBERTADORES. TUS COTERRÁNEOS. CÁRDENAS MAYO 26 DE 1957.

Tal como se sospechaba, 48 horas después se supo la desaparición de la pieza. La profanación indignó a la comunidad y el martes 28 ya se establecía una denuncia colectiva ante el juzgado correccional. El propio 26 esbirros habían invadido el sepulcro, arrojado el mármol por el aire y botado los fragmentos.

Cuando se creían extraviados para siempre, en 1959 aparecieron casual y misteriosamente, cerca de la necrópolis. El sepulturero Febles corrió a avisar el hallazgo a doña Concepción y esta, a su vez, comunicó a las damas que habían tenido la iniciativa, quienes regresaron al marmolista creador para su restauración.

Así quedó el libro de mármol, una vez restituido. / Autor no identificado

La Voz del Pueblo, órgano local, en su edición del 26 de julio de 1959 reseñaba: “El libro que los esbirros sustrajeron de la tumba de nuestro José Antonio, una vez reconstruido, fue restituido a su lugar por el profesor Alejandro Portell Vilá, las señoritas Clara Moré Fernández, Violeta García Sendra, doctora Eva Cruz Álvarez y la señora Nora Abelairas de García, las mismas personas que, conjuntamente con el doctor Enrique Sáez, lo habían colocado piadosamente a raíz de la caída del gran líder estudiantil”.

Desde su hermético sudario de mármol, en su guardia de honor perpetua, calladamente resuelto, seguía –seguirá– José Antonio Echeverría venciendo más allá de lo insondable y del tiempo. Porque como enunciara el poeta matancero Manuel Navarro Luna:

Hay muertos que, aunque muertos, no están en sus entierros;
¡hay muertos que no caben en las tumbas cerradas
y las rompen, y salen, con los cuchillos de sus huesos,
para seguir guerreando en la batalla…!
¡Únicamente entierran los muertos a sus muertos!
¡Pero jamás los entierra la Patria!

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9 comentarios

    1. Texto histórico, poético, patriótico…
      Valioso aporte para mantener vivos a quienes dieron todo por Cuba y aún nos siguen aportando su ejemplo!
      Gracias a Igor y BOHEMIA, con renovado aprecio por su creativa labor.

      Cordialmente, Aurelio Francos.

  1. Hay maneras de contar la historia que nos hacen sentirla como si la estuvieramos viviendo en el presente. Desde la eternidad José Antonio vuelve en esta prosa encendida para seguir guerreando en la batalla. Excelente trabajo.

  2. Excelente trabajo periodístico!! Felicidades a su autor y a Bohemia por acogerlo en sus páginas!!! Impresionantes las imágenes que lo acompañan e impresionante también la manera en que su autor nos devuelve a un momento practicamente desconocido de la biografía del eterno presidente de la FEU!!!

  3. Esa foto de un médico cerca del rostro de José Antonio no describe ningún «reconocimiento forense». Es la foto de un enfermero en el hospital de la policía el 2 de diciembre de 1955 cuando lo curaba de una de la heridas que sufriera por la golpiza de aquella jornada. Esta imagen apareció en Bohemia misma, por favor.

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