La Academia Mundial de Ciencias incentiva el desarrollo y la investigación en los países tercermundistas y cuenta ya en su membresía con un grupo creciente de eminencias cubanas
Es mejor cargar un lápiz que una mocha, concluía un cuento que en mi infancia escuchaba narrar a un hombre muy viejo, nacido esclavo.
No se me olvida jamás. Sobre todo, porque la historia estaba llena de supersticiones y divinas astucias, y deslumbrado crecí pensando que se trataba de un patakí. Mucho después descubrí que no era eso. No era nada. Ni siquiera una fábula, apólogo o parábola: no tenía estirpe de mito y me sentí engañado, muy engañado, por aquel anciano de ojos vidriosos. En venganza, mi mente adolescente deseó que no dejara de crecerle la verruga peluda que coronaba su nariz.
Sin embargo, tenía razón aquel sabio casi analfabeto. Lo que contaba era una marmórea verdad, tan absoluta como un templo de Ifá.
Aquella certeza la intuyeron muchas personas. La tuvo Cuba como país, de ahí el orgullo nacional que hoy sentimos al conocer a muchos profesionales y científicos, no solo por cintillos periodísticos y hashtags almohadillados de microblogs, sino porque contamos con, prácticamente, al menos uno en cada familia.
Esos parientes, amigos o compatriotas del lápiz, recordemos, más de una vez sacaron las castañas del fuego, y cuando apremian serios problemas –que acá suelen anillarse todo el tiempo como segmentos de un ciempiés–, espantan una enfermedad o encuentran una solución tecnológica en el laberinto de los contratiempos.
Con sumo placer –y hablo por muchos– recibimos noticias de reconocimientos internacionales otorgados a nuestros héroes de la materia gris, cuando hasta hace unas décadas apenas nos honraban otras pocas especialidades, incluidas aquellas más cercanas a la afilada mocha y que, aun siendo dignas, no revelaban con exactitud toda la creatividad de nuestra particular naturaleza humana.
La actividad innovadora planetaria cuenta con relativamente pocos circuitos de reconocimiento internacionales. Es lamentable. Existen más festivales de cine, competiciones en cualquier deporte, categorías de récords Guinness y hasta concursos de belleza y extrañas habilidades, que premios globales para destacar los avances en las ciencias, las tecnologías y las invenciones con repercusión social.
Súmese a la anterior desdicha que casi todos los espacios académicos donde se galardonan a los más sabios, se encuentran en la media esfera desarrollada del globo terráqueo y, por tanto, las cámaras enfocan más hacia allí. Por si no bastara, los peculios que a veces acompañan al homenaje no suelen ser entregados para destinarse a enriquecer la investigación o emprender otras nuevas.
Qué esperar entonces para los innovadores al sur de Wall Street. Cuando algún investigador de los llamados países en desarrollo es condecorado en aquellos oasis creativos y logra con ello conseguir el aplauso de toda la humanidad, es casi seguro que se esté recompensando un trabajo realizado o relacionado con grandes laboratorios o excelsas universidades de inmensos campus y pistas acuáticas.
Es el caso de Mohammad Abdus Salam, un físico teórico pakistaní que recibió el Premio Nobel de Física en 1979 por su trabajo en el modelo electrodébil, una síntesis matemática y conceptual del electromagnetismo y la fuerza nuclear débil. Hasta este momento, su teoría, paralela y coincidente con la de otros “nobelizados” con a él, constituye el escalón más alto que se ha recabado para llegar a la unificación de todas las fuerzas de la naturaleza.
Podemos imaginar entonces que de haber seguido en su natal Punjab, de no haberse formado y luego trabajado en prestigiosos centros ingleses, el talento de Salam quizás nunca hubiera llegado a brillar con tanta intensidad. En consecuencia, se antoja sospechar que el laboratorio de física más colosal existente, el CERN, situado en Suiza cerca de la frontera con Francia, tal vez no tuviera tantas incertidumbres teóricas a las que buscarles confirmaciones.
La voz de la ciencia del Sur
Cuentan que Salam y un grupo de científicos distinguidos, molestos con el lamentable estado de la investigación en los países en desarrollo, quisieron hacer algo para revertir ese fatalismo.
Los datos todavía hablan por sí solos. Los países en desarrollo representan el 80 por ciento de la población mundial, pero solo el 28 por ciento de los científicos proviene de estos países. Por tanto, los problemas reales que afectan a esas naciones no logran ser resueltos por no existir el potencial innovador necesario.
Como la falta de fondos para la investigación en dichos lugares es crónica, a menudo los científicos se ven obligados a un aislamiento intelectual, poniendo en peligro sus carreras, sus instituciones y hasta el futuro de sus naciones. No revelo ningún secreto al decir que ellos son mal pagados y menos respetados por su trabajo, pues se subestima el papel que puede desempeñar la investigación en los esfuerzos de desarrollo. De esa situación a la fuga de cerebros hacia el Norte no hay más que un paso, quedando más empobrecido el Sur.
Los que testarudamente permanecen en sus países deben entonces trabajar en condiciones difíciles y, a menudo, con equipos obsoletos, pues las instituciones de investigación y las universidades del Sur no suelen contar con fondos suficientes.
Por tales razones, bajo el liderazgo del doctor Salam y sus colegas, fue creada en 1983 la Academia Mundial de Ciencias (TWAS, su abreviatura en inglés), una cohorte de intelectualidad científica de alto nivel, basada en el mérito y establecida para naciones pobres.
A fin de promover la capacidad investigativa y excelencia para el desarrollo sustentable en el Sur, la TWAS reúne hoy a 1 296 becarios electos, algunos de los científicos e ingenieros más destacados del mundo, que representan a más de 100 países; 11 de ellos son premios Nobel. Alrededor de 84 por ciento proviene de países en desarrollo y el resto son del mundo desarrollado cuyo trabajo ha tenido un impacto significativo en el Sur.
Esta organización internacional autónoma fue lanzada oficialmente en 1985 por el entonces secretario general de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar. Para esos días, contó con 42 becarios electos, nueve de ellos premios Nobel.
Luego precisó sus objetivos, dejando un trazo visible hasta en su denominación. Si al fundarse fue nombrada “Academia de Ciencias del Tercer Mundo”, en 2004 pasó a llamarse “TWAS, la academia de ciencias para el mundo en desarrollo”. En septiembre de 2012 cambió su nombre por el actual: “Academia Mundial de Ciencias por el avance de la ciencia en los países en desarrollo”.
Su sede se encuentra en las instalaciones del Centro Internacional de Física Teórica (ICTP) en Trieste, Italia, institución para la que fue designado como director Abdus Salam, al fundarse en 1964, y que hoy incluye en su nombre el propio de su creador.
Un Consejo, elegido cada tres años por los miembros, es responsable de supervisar todos los asuntos de la ya reconocida como “la voz de la ciencia en el Sur”. Una pequeña secretaría, ubicada en el ICTP, ayuda al Consejo en la administración y coordinación de los programas.
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (abreviadamente Unesco) asumió en 1991 la responsabilidad de administrar los fondos y el personal de la TWAS, según lo acordado con la propia Academia, que ha mantenido una estrecha relación con otros organismos internacionales con los que comparte objetivos comunes.
¿Es acaso la TWAS un parnaso de egolatría, un agasajo a destacadas eminencias?
A diferencia de muchas redes científicas, la Academia busca reconocer, apoyar y promover la excelencia en la investigación en el mundo en desarrollo, así como responder a las necesidades de jóvenes investigadores en países que aún se están desarrollando en ciencia y tecnología.
Lejos de encerrarse en sus cuatro paredes, impulsa la cooperación Sur-Sur y Sur-Norte en ciencia, tecnología e innovación, al tiempo que fomenta la investigación y el intercambio de experiencias para resolver los principales desafíos que enfrentan los países pobres.
Es por ello que ofrece más de 600 becas por año a estudiosos en el mundo en desarrollo que desean obtener un doctorado y una investigación posdoctoral. A la vez, ofrece premios y galardones que se consideran entre los de más prestigiosos otorgados al trabajo científico en estos países.
La Academia asigna cada año subvenciones individuales y a grupos de investigación. También apoya a científicos visitantes y proporciona fondos para reuniones académicas regionales e internacionales.
Por supuesto, por derecho ganado, entre los beneficiarios de estos programas y el reconocimiento a su labor se encuentra la ciencia cubana. Una historia que comenzó sin mucha bocina con la elección en 1985, para la membresía de la Academia, del ya fallecido oncólogo santaclareño y expresidente de la Academia de Ciencias de Cuba, Zoilo Marinello Vidaurreta.
Eminencias nacionales
Primero esporádicamente y luego con persistente goteo, personalidades de la investigación nacional ya tienen representación en la TWAS.
Hace pocas semanas se dio a conocer el ingreso a la membresía de esta organización, de una de las principales investigadoras de la Universidad de Camagüey, Yailé Caballero Mota, experta en Inteligencia Artificial y directora de Relaciones Internacionales de esa institución.
Caballero, sorprendida y emocionada por el anuncio, admitió que le era indescriptible lo que se sentía al conocer la decisión, para ella el mayor reconocimiento que ha recibido en su vida profesional.
“A partir de ahora represento a nuestro país en la Academia de Ciencias del Mundo, pero además a la mujer científica cubana”, no ocultó su orgullo quien ya había merecido el premio TWAS de esta Academia en la categoría de Ciencias de la Computación.
Hace un año, también fueron elegidos como miembros la doctora Tania Crombet Ramos, directora de Investigaciones Clínicas del Centro de Inmunología Molecular (CIM); el doctor Gerardo Guillén Nieto, director de Investigaciones Biomédicas del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB); y el doctor Ernesto Altshuler Álvarez, profesor de la Facultad de Física de la Universidad de La Habana.
De tal suerte, la nueva hornada se unía a otros miembros de la TWAS nacidos en la Isla, como son la doctora en Ciencias Físico-Matemáticas Lilliam Margarita Álvarez Díaz, secretaria académica de la Academia de Ciencias de Cuba; el doctor en Medicina y doctor en Ciencias Luis Herrera Martínez, uno de los pioneros de la biotecnología cubana y actual asesor científico y comercial del Grupo BioCubaFarma; Lila Castellanos Serra, biotecnóloga de Primer Grado y fundadora del CIGB; y el doctor Hugo Pérez Rojas, investigador titular del Instituto de Cibernética, Matemática y Física.
Asimismo, la doctora María Guadalupe Guzmán Tirado, jefa del Centro de Investigación, Diagnóstico y Referencia (CIDR) del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí; el doctor Manuel Limonta Vidal, primer director general del CIGB tras su inauguración y actual vicepresidente del TWAS; y el doctor Vicente Vérez Bencomo, autor principal de la vacuna de antígeno sintético contra el Haemöphilus influenzae tipo b (Hib), líder del proyecto de vacunas Soberana contra la covid-19 y director general del Instituto Finlay de Vacunas.
Ellos resumen una moraleja, tal cual un patakí, de miles que eligieron cargar el lápiz para hacer de Cuba un país de hombres y mujeres de ciencia.