El Che también sintió miedo

En el 56 aniversario del asesinato del comandante Ernesto Guevara de la Serna, ocurrido por orden de la CIA en la tarde del 9 de octubre de 1967 en la escuelita de La Higuera, en Valle Grande, Bolivia, es justo ofrecer a nuestros lectores solo algunas breves anécdotas demostrativas de que a veces tuvo miedo, aunque supo vencerlo por su demostrada voluntad de acero


El Che es, sin duda alguna, uno de los revolucionarios más conocidos en todo el planeta. No era un hombre perfecto, precisamente porque era un hombre. Lo que sí puede decirse es que fue uno de los seres humanos más justos que ha existido. Medía la equidad por centímetros de criterio propio. No aceptaba lo injustamente impuesto, viniera de quien viniera. Daba enorme valor al que enarbolaba su razón y su vocación rebelde. Jamás miraba con buenos ojos la guataquería. Veía con total desagrado al joven que se callara la boca y no expresara su verdadero pensamiento.

El Che poseía un ingrediente esencial para todo luchador revolucionario: no olvidaba a sus compañeros y amigos en ninguna circunstancia. ¡Era muy sincero! Con su sonrisa, por ejemplo, de poco voltaje, y de mucho amperaje fue y es una de las más impresionantes leyendas vivas de la lucha libertadora mundial. Hay pocos ciudadanos de Cuba que no conozcan que fue experto guerrillero, fiel subordinado de Fidel Castro Ruz, importante constructor del Socialismo en nuestra patria, excepcional educador político, formador del hombre nuevo y valiente combatiente internacionalista.

Díganle en su cara que miente

Médico argentino y el primer integrante de la guerrilla fidelista, ascendido a Comandante en la Sierra Maestra, no era perfecto, mas se acercaba bastante a la perfección, por lo menos desde el punto de vista ético y moral. El Che, si no hubiera sido “un hombre como todos los demas”, según él mismo aclaró un día, no hubiera sentido nunca ni una gota de miedo.

Entre sus grandes virtudes estaba la honestidad, por ejemplo. De ahí que declarara, sin pizca de rubor, que “si algún soldado veterano de nuestra guerra de liberación dice que nunca ha corrido, pueden decirle en su cara que miente”.  

Y no se quedó ahí su honradez, sino que aclaró: “Todos corrimos y pasamos por el período en que hasta las sombras asustan …”.

El día en que se mandó a correr

Venció en la Sierra Maestra todos los miedos y se graduó de guerrillero victorioso. / Enrique Meneses

En la Sierra Maestra, cerca de un caserío nombrado Santa Rosa, el Che y sus hombres habían sido detectados por la tropa del sicario Ángel Sánchez Mosquera, uno de los oficiales del ejército de la dictadura que combatió a los rebeldes en las montañas. Eso fue por mayo o junio de 1958.

Sin saber la posición exacta, los soldados dispararon varios morterazos inútiles, porque no causaron ningún estrago a los barbudos combatientes.

A los pocos minutos se generalizó un tiroteo y el Che se vio atrapado virtualmente entre dos fuegos. Muy pronto, por la izquierda del lugar donde se encontraba, gritando desaforadamente, subían los soldados, al tiempo que los rebeldes más inexpertos, disparando tiros esporádicos, salieron corriendo loma abajo, en dirección contraria. Guevara sabía perfectamente que estaba solo en un potrero donde no había ni un matojo y, para colmo, vio cómo asomaban por la loma los cascos del enemigo.

Al ver que un guardia perseguía a varios de sus compañeros ladera abajo, le disparó con la Beretta, aunque no pudo alcanzarlo con ninguno de sus plomos. Sin embargo, delató enseguida desde dónde disparaba y le cayeron a tiros. Dejemos que sea el propio rebelde solitario quien cuente lo demas:

“Emprendí una zigzagueante carrera, llevando sobre los hombros mil balas que portaba en una tremenda cartuchera de cuero, y saludado por los gritos de desprecio de algunos soldados enemigos. Al llegar cerca del refugio de los árboles, mi pistola se cayó. Mi único gesto altivo de esa mañana triste fue frenar, volver sobre mis pasos, recoger la pistola y salir corriendo, saludado esta vez, por la pequeña polvareda que levantaban como puntillas a mi alrededor las balas de los fusiles”.

La gente del sanguinario Mosquera, ni el propio esbirro, sabían que el veloz rebelde era el médico argentino Ernesto Guevara de la Serna, uno de los expedicionarios del yate Granma.

“Cuando me consideré a salvo –continúa el Che su relato– sin saber de mis compañeros ni del resultado de la ofensiva, quedé descansando, parapetado detrás de una gran piedra, en medio del monte. El asma piadosamente me había dejado correr unos cuantos metros, pero se vengaba de mí, y el corazón saltaba dentro del pecho. Sentí la ruptura de ramas por gente que se acercaba, ya no era posible seguir huyendo (que realmente era lo que tenía ganas de hacer), y esta vez era otro compañero nuestro, extraviado, recluta recién incorporado a la tropa.

Su frase de consuelo fue más o menos: “No se preocupe, jefe, pues muero con usted”. “Yo no tenía ganas de morir, y sí tentaciones de recordarle algo de su madre, pero me parece que no lo hice. Ese día me sentí cobarde”.

Miedo al agua de noche

Es cierto que muchas anécdotas, como expresiones del Che, se perdieron, sobre todo en los primeros tiempos revolucionarios, porque él mismo no consideró quizás perdurables sus cosas más personales, sin embargo, es una verdadera fortuna el hecho de que haya sido dado a escribir, a dejar constancia de muchos de sus pasos por la vida y de sus ideas, en particular la costumbre de hacer diarios de su vida, y de enviar cartas y contestarlas puntualmente.

Redactó una carta a su progenitora, desde Bogotá, Colombia, fechada el6de julio de 1952, en la que se declara con ciertos temores y complejos que nos lo revelan de carne y hueso. He aquí un fragmento de esa misiva:

“Durante una de mis guardias me anoté un punto en contra, ya que un pollo que llevábamos para el morfi, (almuerzo, nota del compilador) cayó al agua y se lo llevó la corriente. Y yo, que antes en San Pablo había atravesado el río, me achiqué en gran forma para ir a buscarlo, mitad por los caimanes que se dejaban ver de vez en cuando, y mitad porque nunca he podido vencer del todo el miedo que me da el agua de noche. Seguro que si estabas vos le sacabas y Ana María creo que también, ya que no tienen esos complejos nochísticos que me dan a mí”.

El día que más corrió

¡Claro que el Che en definitiva fue un hombre valiente! No puede calificarse de tal quien no ha dado muestras precisamente de dominar el asedio del miedo. Mas hay que graduarse. No se pueden violentar las etapas, es preciso recorrerlas paso a paso y hacerlo intensamente.

Su otro enemigo, el asma, lo presionó tanto o más que el miedo, y tuvo que ser jinete también. / Enrique Meneses

Él demostró siempre estar graduado en intensidades, porque pasó todos los exámenes, y sacó muy buenas calificaciones en la asignatura del valor. Lo que ocurre es que en ese curso hay tareas para la casa que requieren saber correr cuando no queda otra alternativa, antes de vencer las pruebas y merecer el primer expediente como él se ganó en la escuela de la lucha revolucionaria.

Hay un testimonio muy valioso narrado por uno de sus escoltas en la Sierra Maestra, y años más tarde integrante de su guerrilla en las selvas bolivianas, que muestra al comandante Guevara en un instante difícil de su actuar como guerrillero.

Se había preparado el cerco de Las Mercedes, poco tiempo antes de iniciar la heroica invasión de las columnas rebeldes hacia el occidente del país, y ocurrió lo que explica el citado combatiente del Che:

“Por esos días íbamos con él dos compañeros y yo, el resto de la columna se colocó a lo largo del camino. Frente a una casa nos dieron el alto, y cuando nos dimos cuenta allí estaba el ejército, que comenzó a disparar, y nosotros a correr, ellos a tirarnos, y nosotros a correr más rápido, hasta que logramos salir. Yo creo que esa fue la vez que más corrió el Che en su vida, porque aquello parecía una competencia de campo y pista. Cuando nos alejamos, preparó la columna y organizó la defensa”.

Una ocasión en que tenía un temor bárbaro

Uno aprende a vencerlo todo, pero son los años los mejores maestros. Los primeros miedos aparecen en los días iniciales de nuestra existencia. El Che, lógicamente, no fue de ningún modo una excepción. Cuando tenía 24 años, en 1952, un día de gran peligro, sintió el miedo rozándole la piel. Con su amigo Alberto Granado inició el ascenso de un alto cerro cuya punta cubría la nieve. Los relojes marcaban las 12:15 del día. Una hora y quince minutos más tarde los jóvenes reían a sus anchas de lo que precisamente su juventud les permitía hacer. A las dos de la tarde sudaban copiosamente y a las cinco escalaban con éxito su parte rocosa. El propio Ernesto Guevara anotó estos detalles en su diario:

“Allí quedé encajado, al caérseme una piedra que me servía de apoyo y no podía ir para arriba y tampoco para abajo. Al ver la caída, como de 30 metros que tenía abajo y la imposibilidad de subir, me di cuenta de que tenía un miedo bárbaro. Quedé media hora achatado contra las piedras dándome valor mentalmente. Al fin, sin mirar abajo, empecé a subir con una lentitud atroz, hasta hacer pie en la roca firme”.

Cuando lo dejaron solo

El calendario marcaba marzo de 1958 y Guevara ubicó su campamento provisional en un estratégico rinconcito de la Sierra Maestra conocido como La Otilia, desde donde partió una mañana con el fin de ver a Fidel, quien se encontraba en El Jíbaro.

Junto a Fidel en las montañas. / Autor no identificado

Cuando regresaba de ese viaje por abruptos senderos serranos, tuvo una desagradable experiencia. Su ayudante se había quedado por razones que no vienen al caso precisar ahora, y tuvo que valerse de un nuevo guía. La noche estaba clara, pero no dejaba por eso de ser noche, y en las proximidades del campamento, en la casa de un latifundista de aquella zona, vieron varios mulos en circunstancias muy raras. Las bestias, en hilera, con sus arreos puestos, pero tiradas en el suelo, muertas.

Tanto él como su improvisado práctico no pudieron evitar el asombro que sintieron ante el singular espectáculo. La sensación de temor fue tan fuerte que el guía se montó en su caballo y desistió de continuar con el jefe rebelde, pretextando desconocer el sitio donde se encontraban. No obstante la situación, el comandante argentino contó al respecto que se separaron amigablemente, y quedó solo en medio de lo inexplicable. Veamos cómo relata el hecho:

“Yo tenía una Beretta y, con ella montada, llevando el caballo de las riendas, me interné en los primeros cafetales. Al llegar a una casa abandonada, un tremendo ruido me sobresaltó hasta el punto de que por poco disparo, pero era solo un puerco asustado también por mi presencia.

“Lentamente y con muchas precauciones fui recorriendo los escasos centenares de metros que me separaban de nuestra posición, en la que encontré un compañero que estaba durmiendo en la casa.

“El oficial rebelde que quedó al mando de la tropa, ordenó la evacuación de la vivienda, previendo algún ataque nocturno o de madrugada. Como las tropas estaban bien diseminadas defendiendo el lugar, me acosté a dormir con el único acompañante. Toda aquella escena no tiene para mí otro significado que el de la satisfacción que experimenté al haber vencido el miedo durante un trayecto que se me antojó eterno, hasta llegar, por fin, solitario, al puesto de mando. Esa noche me sentí valiente”.

Uno llega a vencer el miedo                          

Dos hermanos gemelos, Ortiz de apellido, de piel negra como el azabache, nativos del entonces municipio habanero de Güira Melena, estuvieron con el Che en el Congo, África, en 1965.

Los dos participaron en el ataque al cuartel de Forces Bendera, efectuado exactamente el 29 de junio de ese año.

En sitios abruptos de aquellas tierras africanas experimentaron su bautismo de fuego guerrillero, en el primer combate sintieron recorrerle el cuerpo el bichito del miedo y se lo comunicaron a su jefe, con mucha franqueza.

Uno de ellos, le dijo:

“Comandante, cuando escuchamos los primeros tiros no sabíamos qué íbamos a hacer. Experimentamos un miedo jimagua, nos temblaron las piernas por igual a los dos. ¿Qué usted opina de eso? A lo que el Che, convencido de lo que les había sucedido a ambos hermanos, contestó:

“Siempre hay miedo, eso es perfectamente normal, hay que acostumbrarse, uno llega a vencerlo”. Esta lección, en la voz y el alma de Ernesto Guevara, no merece ser olvidada jamás. Nadie como él pudo decirle a su asesino: “¡Dispare, no tenga miedo!”.

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Fuente consultada:

Libro inédito del autor El hombre de la casa rodante.

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